Tras un paso exitoso por la novela, Nuria Labari vuelve al cuento con NO SE VAN A ORDENAR SOLAS LAS COSAS
Editorial Páginas de Espuma. 144 páginas
Rústica con solapas: 17,00€ 7,49€
Tras un paso exitoso por la novela, Nuria Labari, después de quince años, vuelve al género del cuento von NO SE VAN A ORDENAR SOLAS LAS COSAS. Los protagonistas de este libro sienten que han perdido la libertad para ordenar su propia historia dentro de otra hisLos protagonistas de este libro sienten que han perdido la libertad para ordenar su propia historia dentro de otra historia que es mucho más grande que ellos mismos. La madre celosa del tiempo que su empleada de hogar pasa con sus hijos, el adolescente vigoréxico obsesionado con construir un cuerpo que lo convierta en mejor persona, el anciano judío homosexual que llora abrazado a los jerséis de su amante cuando se le rompe la lavadora… y la vida. toria que es mucho más grande que ellos mismos. La madre celosa del tiempo que su empleada de hogar pasa con sus hijos, el adolescente vigoréxico obsesionado con construir un cuerpo que lo convierta en mejor persona, el anciano judío homosexual que llora abrazado a los jerséis de su amante cuando se le rompe la lavadora… y la vida.
Una colección de personajes que luchan por encajar en el relato de sus propias vidas, héroes y fracasados al mismo tiempo. Labari indaga en estos cuentos en el deseo, la diferencia de clase social o el racismo, y en las carencias de todo tipo que nos impiden descifrar nuestra identidad sin atender a dogmas o a recetas. Al contrario, enfrenta el peligroso deseo de reunir lo que es distinto a través del lenguaje y se lanza a escribir desde fronteras, palabras e idiomas nuevos.
en su momento con un magnífico libro.
Entrevista
Su primer libro, Los borrachos de mi vida fue premiado, muy bien recibido y se
hizo un hueco en 2009. Quince años después vuelve al género. ¿Hablamos de estos
años creativamente?
En estos años he estado centrada en escribir novelas. Y en la crianza de dos hijas,
que son también un acto de creación radical. Pero centrándome en lo literario, diría
que he estado inmersa en la novela como un género que para mí ha sido de
conocimiento. En estos quince años, mi escritura ha sido un proceso de búsqueda, me
he estado preguntado cosas y casi te diría que cada nueva pregunta ha marcado el
camino de una nueva novela. He escrito tres en este tiempo, además de un libro
infantil, algún ensayo, un puñado de relatos también, pero nunca hasta ahora un libro
de cuentos con la unidad y la música que eso implica.
Mi última novela supuso un trabajo de determinación y voluntad muy importantes,
digamos que decidí escribirla y lo hice, a pesar de que terminó por ser un acto de
demolición personal, casi me lleva por delante. Cuando terminé entré poco a poco en
la atmósfera de este libro, un espacio creativo donde la elección es más importante
que la determinación. Elegir los cuentos de este volumen ha sido como elegir rayos en
una tormenta. Requiere asumir riesgo y precisa de ciertas condiciones atmosféricas
que no siempre se dan. De poco sirve salir a cazar rayos cuando ni siquiera llueve. No
sabría explicarlo pero, para mí, cada cuento es como un flechazo, como un
enamoramiento. Cada novela en cambio es más bien como un matrimonio, un camino
donde la decisión pesa tanto como la elección. He echado mucho de menos el cuento,
la verdad. Y, al mismo tiempo, no he podido volver antes. Digamos que no se han dado
las condiciones atmosféricas. Los últimos quince años he estado, creativamente
hablando, comprometida con proyectos “contra viento y marea”. Los cuentos
requieren buscar un cierto clima. Y tengo la suerte de que el viento volvió a ser
favorable.
A lo largo del libro hay una rigurosa o una convencida labor lingüística que
marca a los personajes. ¿Cómo ha abordado este desafío?
La atmósfera que recoge este libro es la del malestar, un gran malestar cultural que
parece inundarlo todo y que supone una cierta bruma política y social. Vivimos
rodeados de gente dispuesta a volver al pasado a toda costa y de otra decidida a
disolverse en la utopía de la vida digital hasta desaparecer. Es complicado y hace que
las conversaciones, la actualidad y hasta la literatura compartan cierto ruido de fondo,
una constante falta de nitidez e incluso de verdad. Al mismo tiempo, creo que la
literatura está abordando con ahínco este malestar pero casi siempre lo hace a través
de monólogos interiores, del intento decidido de llegar al centro de una misma o
mismo. Yo misma he tratado de descifrar la vida a través de mi propia vida en mis
novelas. Y de pronto me pareció que entre tantas voces hay cada vez menos escucha.
Y llegó un momento en que necesitaba escuchar. Además, por razones que no vienen
al caso, me había quedado muda. Digamos que se daban las condiciones atmosféricas
perfectas para que este libro fuera posible. Así que me dediqué a escuchar voces a
partir de la intuición de que solo a través de los otros podremos llegar a nosotros
mismos. Solo escuchando esa música que es ajena y es nuestra al mismo tiempo
podemos alcanzar algo parecido al consuelo.
Literariamente, esta escucha se ha convertido en un terreno muy rico y también
muy retador. Llegó un momento en que me obsesioné con el lenguaje, casi en cada
relato me obsesionaba con esa “labor lingüística” que excedía lo que intentaba contar
y sin la que, al mismo tiempo, era imposible contar nada. En este volumen hay un
personaje que habla en ídish (lengua que hablaron las comunidades judías que
emigraron a América), otro en tagmazight (una variante del bereber), también hay
balbuceos de español deformado por el árabe, una pizca de dominicano, boliviano,
también esa nueva lengua que hablan los zetas y que está cargada de significados y
sentimientos nuevos. Y, por supuesto, también hay personajes que hablan burgués,
que solo conocen el idioma de su propio privilegio.
En estos relatos, el lenguaje forma parte del cuerpo de los personajes, es
precisamente ese verbo encarnado lo que les convierte en dueños legítimos de sus
historias. Esta labor lingüística, que es en realidad una labor de escucha es lo que
permite verlos por primera vez. Y, por otro lado, el coro que forman unas y otras voces
es lo que nos permite, o me ha permitido a mí, enfrentar el malestar.
En el libro sobresale una acumulación de lo que podríamos llamar desigualdad:
de clases, de edades, de cuerpos. ¿Qué oportunidades le ha dado este planteamiento de confrontar universos?
En el verano del 2019 hubo una crisis migratoria muy grave en nuestras costas y
muchas personas murieron trataron de llegar en cayucos o a nado a España. Las
imágenes se sucedían en televisión mientras algunos cuestionaban la necesidad de
compartirlas, la dureza de ver los cuerpos de los niños ahogados, la mezcla de los
cuerpos de inmigrantes desnutridos con el estupor incómodo de los turistas. Recuerdo
arrastrar mi tristeza por una playa del Norte de España en agosto con los cubos de
playa de mis hijas, los bocadillos y las toallas. Aquellas imágenes estaban
amargándome las vacaciones y también el codiciado descanso de mis compañeros de
viaje. Recuerdo que, en algún momento, mi compañera de veraneo me dijo: “Deja de
preocuparte tanto. Si te sirve de consuelo, eso nunca le pasará a nuestros hijos”.
Nunca me repuse de aquel comentario tan cruel como cierto. Y supongo que fue
entonces cuando empecé a escuchar más allá de los bordes de mi toalla, de las
noticias, de Twitter. La escucha social me hacía sentir cada vez más sola y comencé a
practicar la escucha literaria.
En aquel momento, me aterró darme cuenta de que las diferencias (de clase, de
edad, de procedencia, de orientación sexual, de género o de cultura) han dejado de
dialogar entre sí. Los diferentes ya no se hablan y los relatos se especializan en targets
comerciales cada vez más concretos. El resultado de esta hiperespecialización termina
siendo el desprecio explícito de la humanidad. El desprecio de cierta clase de
humanos, el desprecio de cierta clase de cuerpos también: los viejos, los que no son
“de aquí”, las mujeres, las gordas, los enclenques, los hombres, los maricas, los
heteros… Cada cual desea poner a salvo su diferencia o su privilegio antes que iniciar
ningún proceso de escucha.
Es como si los relatos tuvieran que organizarse en silos, con unas voces aisladas de
otras, un tipo de cuerpos lejos de otros, un género lejos también de la sensibilidad del
otro. Pero entonces ¿cómo vamos a arreglar las cosas? Al abordar este libro quise
saber qué se dicen los diferentes cuanto están a solas, cuando no hay nadie juzgando.
Qué se dicen, cómo se tocan, cuánto se dañan y cuánto se aman, de qué se ríen, como
pueden verse los que son distintos si es que lo hacen y, lo más difícil, cómo podrían
hablarse.
Podría también, muy vinculado a lo anterior, leer el libro en clave de escritura
del cuerpo: el cuerpo que envejece frente a la juventud, el culto al cuerpo, el cuerpo
enfermo. ¿Está de acuerdo y qué supone en términos de actualidad?
El cuerpo es un espacio literario irrenunciable, precisamente por su ambivalencia.
En los relatos vinculados al poder (ya sea este político o literario) el pensamiento ha
funcionado tradicionalmente como fuente de legitimidad poco fiable. El poder puede
modificar la realidad a su antojo. En cambio, los cuerpos pueden convertir el estigma
en legitimidad.
Cuando el pensamiento está herido, cuando no estamos bien, los cuerpos tampoco
están bien. De hecho, cada vez son menos las personas que se sienten bien en su piel.
A veces lo monstruoso del mundo comienza en el espejo. No estamos bien las mujeres,
pero tampoco los inmigrantes, los cuerpos no hegemónicos, los viejos, los calvos, los
adolescentes…
Quería trabajar con cuerpos que lloran, que envejecen, que se desprecian, que son
despreciados, con cuerpos invisibles y cuerpos mudos. Y que la carne se hiciera verbo,
claro está.
Turistas occidentales y sus prejuicios, señoras condescendientes con el servicio
doméstico, el trastorno del vigorismo, etc... ¿Puede leerse el libro como una
crítica social en un estado de carga de profundidad, como si a la superficie de las
páginas llegarás las ondas de esa mirada suya?
No quería hacer una crítica, ni he querido que mi mirada dibujara la realidad de los
personajes. Lo que sí he intentado es componer una música, crear esa atmósfera que a
veces se despliega en un conjunto de relatos y que nos permite descifrar la realidad
que tenemos delante (y que no vemos).
Lo que sucede es que el mundo que he intentado atrapar es el nuestro, tan global e
individualista que se ha vuelto incomprensible por una contradicción tan grande en los
términos que nos lleva a la parálisis. La tormenta que atraviesan mis personajes está
aquí y ahora. Y todos deberíamos salir a cazar rayos con ellos. De otro modo, no se van
a arreglar solas las cosas.
No podemos dejar pasar las reflexiones de un hombre anciano, homosexual y
judío de su último cuento. Reflexione usted.
El protagonista del último cuento es la prueba de que la experiencia del mundo
cambia a través de la experiencia del cuerpo. Y de que, al mismo tiempo, cada persona
lleva encima la historia de la condición humana. A este personaje se le rompe la
lavadora, aparentemente no le pasa nada más. Y, sin embargo, va a contarnos, a través
de su desastre doméstico, todo el horror y la ternura que cabe en el mundo. Todo el
horror y la ternura que tenemos que desplegar y discernir cada día para cuidar las
prendas delicadas y separar la ropa de color de la más oscura, para esperar a la
persona que amamos a que entre por la puerta o para convivir con la guerra
retransmitida en directo en todo el mundo mientras intentamos que no se encoja la
colada. Esta distorsión cognitiva unida a esa forma de atravesar el tiempo que solo es
posible a través de la edad me pareció una voz privilegiada.
Quise poner ese cuerpo a hablar porque, al hacerlo, pensé que resucitaría la
humanidad del mundo, como un soplo de sentido sobre las vidas mortales. Necesitaba
un cuerpo privilegiado para la ternura y para eso necesitaba una voz que reuniera
todos los estigmas, que los hubiera transitado todos y superado, una voz capaz de
colapsar por una lavadora rota. Y de entender, al mismo tiempo, el origen de su dolor.
Su monólogo interior es un concierto.
Sobre la autora
Nuria Labari (Santander,
1979) es escritora y periodista. Estudió Ciencias Políticas en la
Universidad del País Vasco y Relaciones Internacionales en el
Instituto Ortega y Gasset. Escribió el libro de cuentos Los
borrachos de mi vida 2009, ganador del VII Premio de Narrativa
de Caja Madrid). En 2016 publicó su primera novela, Cosas que
brillan cuando están rotas, a la que siguieron en 2019 La mejor
madre del mundo y en 2022 El último hombre blanco. Su obra
ha sido traducida al inglés, al rumano y al sueco. Escribe
semanalmente una columna de opinión en el diario El País. En
la actualidad, forma parte del equipo de comunicación de Movistar
Plus+.
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