Sergio del Molino gana el Alfaguara con LOS ALEMANES, una historia sobre la familia, la traición y la culpa


Editorial Alfaguara. 336 páginas

Tapa blanda con solapas: 20,90€ Electrónico: 9,99€


El escritor español Sergio del Molino ha sido galardonado con el Premio Alfaguara de novela 2024, dotado con 175.000 dólares (160.000 euros, aproximadamente) y una escultura de Martín Chirino, por la obra Los alemanes, presentada con el título El espíritu de la escalera y bajo el seudónimo de Patricia Bieger. El jurado, formado por los escritores Sergio Ramírez, Juan José Millás, Laura Restrepo, Rosa Montero y Manuel Rivas, y la directora editorial de Alfaguara, Pilar Reyes (con voz pero sin voto), ha declarado ganadora la novela por unanimidad.


El jurado ha destacado en Los alemanes «su maestría para narrar un suceso muy poco conocido de la historia española relacionado con las mutaciones del nazismo y con hondas consecuencias en el mundo actual. Oscuros secretos familiares encierran un pasado amenazador capaz de destruir el presente. ¿Heredan los hijos la culpa de los padres? Una novela apasionante que pone a prueba la conciencia de los personajes y que sacude la del lector».


En esta convocatoria se han recibido 800 manuscritos, de los cuales 396 han sido remitidos desde España, 104 desde Argentina, 109 desde México, 93 desde Colombia, 40 desde Estados Unidos, 20 desde Chile, 26 desde Perú y 12 desde Uruguay.



La novela ganadora


En 1916, en plena Primera Guerra Mundial, llegan a Cádiz dos barcos con más de seiscientos alemanes provenientes de Camerún. Se han entregado en la frontera guineana a las autoridades coloniales por ser España país neutral. Se instalarán, entre otros sitios, en Zaragoza y formarán allí una pequeña comunidad que ya no volverá a Alemania. Entre ellos estaba el bisabuelo de Eva y Fede, quienes, casi un siglo después, se encuentran en el cementerio alemán de Zaragoza en el entierro de Gabi, su hermano mayor. Junto con su padre, son los últimos supervivientes de los Schuster, una familia que llegó a formar un importante negocio de alimentación. Pero en los tiempos que corren el pasado siempre puede regresar para levantar ampollas.

Con una intriga que crece página a página, Los alemanes trata uno de los episodios más vergonzosos y menos divulgados de la historia de España: cómo los nazis refugiados aquí en un retiro dorado activaron el neonazismo en Alemania. Con sutileza alumbra el infierno que puede llegar a ser, en ocasiones, la familia, y deja en el aire dos preguntas incómodas: ¿Cuándo caducan las culpas de los padres? ¿Llega hasta los hijos la obligación de redimirlas?



Así comienza LOS ALEMANES


[El 2 de mayo de 1916, los vapores Cataluña e Isla de Panay atracaron en el puerto de Cádiz. Transportaban a 627 alemanes procedentes de la colonia de Camerún, conquistada por los aliados en febrero de ese año en uno de los episodios menos conocidos y menos comentados de la Gran Guerra. En lugar de rendirse a sus enemigos, los alemanes se entregaron a las autoridades españolas en Guinea. España, como potencia neutral, los acogió como internados. Ya no abandonaron el país y se instalaron, sobre todo y entre otras ciudades, en Alcalá de Henares, Pamplona y Zaragoza. Pronto se harían famosos y serían conocidos como los alemanes del Camerún.

Hasta aquí, la historia tal y como aparece en los registros. A partir de aquí, la leyenda.]


1. Fede

Iré a ver a papá, le dije. Claro que iré. Ya había decidido ir antes de que me clavase el codo con la mirada, y mucho antes de que chasqueara la lengua y suspirase. Se le pone cara de adolescente cuando se enfada, pensé, pero a lo mejor sólo se la veo yo. Serán cosas de hermanos.

Cuando bajé del taxi y me encaminé a la cancela, Eva me vio venir y cruzó los brazos. Rígida, ni adelantó una pierna para salir a mi encuentro. Esperó a que llegase y ni siquiera respondió a mi abrazo. Le di un beso en la mejilla, un beso de verdad, de los que manchan, y no se movió ni me saludó. ¿Vienes directo, sin pasar por casa de papá?, me dijo, como si yo tuviera la culpa de los horarios de Iberia, como si hubiese urdido una trama de trenes retrasados y vuelos cancelados.

¿No has traído maleta? Pensé que te quedabas unos días, hasta la despedida, al menos —dijo, mirando la mochila que llevaba a la espalda, una mochila pequeña donde sólo cabían dos camisas y una muda.

No quería facturar, ya me apañaré. Que sí, joder, me quedo unos días, claro que me quedo unos días.

Bien, porque habrá que decidir qué hacemos con los papeles de Gabi y hay que firmar un montón de cosas.

Eso, decidamos ahora. Arreglémoslo todo en la puerta del cementerio, antes de que me vuelva a escapar y no responda a los correos y finja que mi vida no tiene nada que ver con la vuestra.

Ya no tenía flequillo que soplarse cuando mi presencia se le volvía insoportable. Llevaba media melena y le sentaba bien. Se había quitado algún año. La última vez que la vi parecía una señora triste llena de raspas, pero había cambiado. Me sonaba que tenía un novio. Sería uno de esos que compadreaban en la puerta, un tipo fino y educado, alguien cariñoso que no le haría perder la compostura. Me habría gustado decirle que la veía muy bien, que parecía feliz, que ya no era aquella mujer vencida que tanto me espantó la última vez.

Bueno, ya hablaremos luego. He reservado mesa en Angelito, puedes ir a ver a papá después, ¿te parece?

Me tocó el brazo y me acarició la chaqueta arrugada. Dudó un segundo y dibujó algo parecido a una sonrisa. Retrocedí un paso ante aquella suavidad, y ella me abrazó sin que yo pudiera responder. Acercó su boca a mi oreja y me dijo:

Apestas, tío, y te canta el aliento, no te acerques mucho a la gente.

La gente a la que no podía acercarme era un grupo bien vestido, un poco rancio, a la moda provinciana de la ciudad, que era eterna y se parecía mucho a la moda provinciana de mi ciudad alemana. En medio de aquel grupo de trajes aburridos para señora y caballero comprados en las plantas respectivas del Corte Inglés, mi chaqueta con coderas y mi camisa a cuadros desentonaban como nunca desentonó Gabi, cuyo contraste con el paisaje textil de la ciudad era de contrapunto. Yo iba despeinado y sin disimular una mancha de tomate en la pernera derecha del vaquero, a la altura de la rodilla, recuerdo de una currywurst zampada a toda prisa en la terminal de Frankfurt cuando ya había empezado el embarque. Fue mi desayuno, y aún centrifugaba en el estómago, provocándome el mal aliento del que me había avisado mi hermana y que podía utilizar como escudo contra esa sociedad concernida que me miraba de reojo, sin confirmar ni desmentir que yo era yo, el que vivía fuera, el que nunca aparecía por casa.

Mi hermana entró y saludó a unos señores de la edad de papá, pero con salud, capaces de vestirse, aguantar de pie, dar la mano y ofrecer pésames, y yo me quedé en la verja, como si aún estuviese a tiempo de decirle al taxista que volviera. El funeral público —la despedida, como la llamaban con eufemismo— estaba programado unos días después en el teatro, con canciones, discursos, alcaldes, músicos, poemas recitados por escritores y todo lo que se podía esperar de un difunto por quien la ciudad entera lloraba, como se leía en la prensa donde se publicaban las esquelas a media página y sin cruces. Esto último era fundamental. Mi hermana pidió pruebas de impresión de las esquelas antes de autorizarlas y me las mandó por wasap con la frase si te parece bien.

Nihil obstat, imprimatur, le contesté.

Ella empezó a escribir una respuesta. Estuvo un rato en la pantalla el mensaje escribiendo, pero al final no puso nada.

No me salió del cuerpo decirle que no soportaba revisar la esquela de mi hermano en esa estación, donde el tren iba a salir con una hora de retraso, lo que me haría perder el avión y me obligaría a dormir en uno de esos hoteles para suicidas de los aeropuertos. Quise decirle que ella tampoco tenía que aprobar ni vigilar nada, que daba lo mismo que salieran una o veinte cruces, que no importaba si escribían bien el apellido sin dejarse una t o una h o el orden en que se nos citase a los que lamentábamos mucho su pérdida y blablablá. Da igual, hermana, quería decirle, enfatizando el hermana, sin su nombre, pero le puse nihil obstat, imprimatur, y ella pensó que yo era imbécil, como siempre, y también quiso decírmelo, pero le bastó con saber que no habría cruces en la esquela, que se publicaría laica y limpia, y que yo me daba por enterado a todos los efectos.

Lo de aquella mañana era un entierro en el sentido más estricto de la palabra. Consistía en sepultar su cadáver al estilo antiguo, en una tumba excavada en la tierra. No lo dejarían en un nicho, ni siquiera en un panteón, aunque la familia tenía pedigrí para erigir uno. Nuestro apellido debería destacar en una construcción de granito en la alameda central del cementerio, al lado de los patricios locales, pero mi familia prefería la gloria íntima de esa parcela aneja al camposanto municipal, hecha de tierra alemana.

Allí estaba mamá, pegada a la tapia, bajo un tilo que se alimentaba de ese rico compost y cuyas raíces pronto reventarían todas las lápidas. Al otro lado del árbol estaba el abuelo, Pablo Schuster, muy cerca de su padre, el bisabuelo Hans, el Schuster primigenio. Allí le buscaron un hueco a Gabi, y no entiendo cómo, porque no cabían más muertos, pero siempre encontraban unos palmos de tierra para encajar otro. Allí cabrá también mi hermana. Y si no tomaba las precauciones debidas, allí acabaría yo.


Sbre la cancela sólo se leía Deutscher*. La otra mitad del dintel estaba en blanco. Como informaba puntualmente Elfriede en los boletines de la asociación de antiguos alumnos, el ayuntamiento retiró el relieve con la palabra Friedhof† después de que la F y la D se cayeran al suelo una tarde de invierno más ventosa de lo normal. Aunque casi nadie pasaba por allí, se evitó que el resto de las letras golpeasen a un paseante despistado, a lo peor un corredor de esos que llevan pulsera para contar los pasos. Qué paradoja, puse en el chat familiar cuando se comentó la noticia. Levantarte a las seis de la mañana para correr unos kilómetros y soñar con una vida eterna y un cuerpo joven, para que te mate el rótulo en piedra de un cementerio de nazis medio abandonado.

Gabi respondió con un jajajaja y un emoji de carita que se carcajea, en un gesto de misericordia. Mi hermana ignoró el chiste y dijo que deberíamos aportar algo de dinero a la asociación para que encargasen un rótulo a un marmolista. Lo dijo también en la lista de correo del boletín. Se ofreció a Elfriede para pedir presupuestos y supervisar el trabajo, para que el color de la piedra fuera el mismo que el de la palabra Deutscher —lo cual sería difícil, porque era un color gris lamento hecho de décadas a la intemperie, no habría mármol nuevo que lo igualase— y que escribieran bien Friedhof.

Elfriede agradeció la iniciativa, pero la asociación, compuesta por socios de la edad de mi padre, no tenía fondos para esa obra, y su intención era suplicarle al ayuntamiento que se hiciera cargo, y que de paso le diera un repasito a todo el cementerio, que desbrozasen las malas hierbas, adecentasen los caminos y desatascasen las canaletas para que no se inundara los dos o tres días que llovía en la ciudad. Planteado así, aquello era una lucha política que trascendía la buena voluntad de mi hermana y creaba un conflicto con su carrera de servidora pública. A ver si en el partido se iban a pensar que utilizaba su influencia para desviar fondos al cementerio donde estaba enterrada su familia. Lo dejó estar y deseó suerte a Elfriede en sus gestiones. Por eso, sobre mi cabeza sólo se leía Deutscher.

Me divertía ver a tanto señorón y a tanta señorona evitando las zarzas y las hierbas altas que ocultaban las tumbas más viejas. Ni yo les reconocía ni me reconocían a mí, pero con todos pasé más de un sábado, cuando las familias de la colonia se reunían por la mañana para asear el cementerio. Allí íbamos, de pantalón corto —porque eran tareas de primavera y otoño, el frío y el calor nos excusaban de aquel muermo—, con el cubo, los paños, los escobones y toda esa intendencia que nunca usábamos en casa porque para eso estaba la chica.


Sobre el autor


Nacido en Madrid en 1979, Sergio del Molino es autor de dos ensayos narrativos cruciales sobre la despoblación y «la idea de país»: La España vacía (2016; Alfaguara, 2022), con el que ganó el premio al mejor ensayo del Gremio de Libreros y el Premio Cálamo, además de entrar en las listas de mejores libros del año de toda la prensa cultural, y Contra la España vacía (Alfaguara, 2021). Antes se había alzado con los premios Ojo Crítico y Tigre Juan con La hora violeta (2013; Alfaguara, 2023) y después con el Premio Espasa gracias a Lugares fuera de sitio (2018). Además, es autor de novelas como Lo que a nadie le importa (Random House, 2014) y La mirada de los peces (Random House, 2017), del breve ensayo biográfico Calomarde. El hijo bastardo de las luces (2020), de una autobiografía novelada sobre su relación con la enfermedad, La piel (Alfaguara, 2020), y de Un tal González (Alfaguara, 2022). Es columnista del diario El País y colaborador de Onda Cero Radio, entre otros medios. Sus obras han aparecido en inglés, italiano, francés, griego, alemán y chino, y en más de quince países.



Jurado del

Premio Alfaguara de novela 2024


Laura Restrepo (Bogotá, 1950). Publicó en 1986 su primer libro, Historia de un entusiasmo, al que siguieron La Isla de la Pasión, Leopardo al sol, Dulce compañía, La novia oscura, La multitud errante, Olor a rosas invisibles, Delirio, Demasiados héroes, Hot sur, Pecado, Los Divinos y Canción de antiguos amantes. Sus novelas han sido traducidas a más de veinticinco idiomas y han merecido varias distinciones, entre las que se cuentan, además del ya mencionado, el Premio Sor Juana Inés de la Cruz de novela escrita por mujeres; el Prix France Culture, premio de la crítica francesa a la mejor novela extranjera publicada en Francia en 1998; el Premio Arzobispo Juan de San Clemente 2003, y el Premio Grinzane Cavour 2006 a la mejor novela extranjera publicada en Italia. Fue becaria de la Fundación Guggenheim en 2006 y es profesora emérita de la Universidad de Cornell, en Estados Unidos.


Juan José Millás (Valencia, 1946). En su obra, traducida a más de veinte lenguas y ganadora de algunos de los principales premios, destacan las novelas Cerbero son las sombras (Premio Sésamo), Visión del ahogado, El jardín vacío, Papel mojado, Letra muerta, El desorden de tu nombre, La soledad era esto (Premio Nadal), Volver a casa, Tonto, muerto, bastardo e invisible, El orden alfabético, No mires debajo de la cama, Dos mujeres en Praga (Premio Primavera), Laura y Julio, El mundo (Premio Planeta y Premio Nacional de Narrativa), Lo que sé de los hombrecillos, La mujer loca, Desde la sombra, Mi verdadera historia, Que nadie duerma, La vida a ratos y Solo humo, además de libros de relatos y recopilaciones de artículos. También es autor de La vida contada por un sapiens a un neandertal y La muerte contada por un sapiens a un neandertal, ambas escritas junto con Juan Luis Arsuaga. Es colaborador habitual del diario El País, donde sus columnas y artículos destacan por la sutileza, la ironía y la originalidad para tratar los temas de actualidad, así como por su compromiso social, y del programa A vivir de la Cadena SER. Además de los mencionados, ha sido galardonado, por su labor como periodista, con los premios Mariano de Cavia, Miguel Delibes, Francisco Cerecedo, Vázquez Montalbán y Don Quijote, y con el Premi de les Lletres 2022 de la Generalitat Valenciana.


Sergio Ramírez nació en Masatepe, Nicaragua, en 1942. Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del Boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio José María Arguedas, es además autor de las novelas Castigo divino (Premio Dashiell Hammett), Un baile de máscaras (Premio Laure Bataillon), Sombras nada más, Mil y una muertes, La fugitiva, Sara y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí, Ya nadie llora por mí y Tongolele no sabía bailar. Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina, El reino animal, Flores oscuras y Ese día cayó en domingo; el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas, y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos. Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes. En 2021 el Grupo de Diarios América (GDA) le escogió como el personaje latinoamericano del año por su activa defensa de la libertad de expresión y de la democracia en su país.


Manuel Rivas nació en A Coruña. Desde muy joven trabajó en prensa y sus reportajes y artículos están reunidos en El periodismo es un cuento, Mujer en el baño y A cuerpo abierto. Una muestra de su poesía está recogida en la antología El pueblo de la noche y en La desaparición de la nieve. Como narrador, obtuvo, entre otros, el Premio de la Crítica española por Un millón de vacas, el Premio de la Crítica en gallego por En salvaje compañía, el Premio Nacional de Narrativa por ¿Qué me quieres, amor?, el Premio de la Crítica española por El lápiz del carpintero y el Premio Nacional de la Crítica en gallego por Los libros arden mal, considerada como una de las grandes obras de la literatura gallega y elegida Libro del Año por los libreros de Madrid. Alfaguara publicó sus cuentos reunidos bajo el título Lo más extraño. Otros libros del autor son las novelas Todo es silencio, finalista del Premio Dashiell Hammett y llevada al cine en 2012 por José Luis Cuerda, y El último día de Terranova; la narración autobiográfica Las voces bajas; el libro de viaje a la India Vicente Ferrer. Rumbo a las estrellas, con dificultades; los libros de poemas A boca da terra y O que fica fóra; los volúmenes de relatos Vivir sin permiso y otras historias de Oeste y La tierra oculta; Contra todo esto. Un manifiesto rebelde, y Zona a defender.


Pilar Reyes −con voz pero sin voto− (Bogotá, 1972). Directora editorial de la División Literaria de Penguin Random House Grupo Editorial, integrada por los sellos Alfaguara, Lumen, Salamandra, Debate, Taurus, Random House, Reservoir Books y Caballo de Troya


Rosa Montero nació en Madrid y estudió Periodismo y Psicología. Ha publicado las novelas Crónica del desamor, La función Delta, Te trataré como a una reina, Amado amo, Temblor, Bella y oscura, La hija del caníbal (Premio Primavera de Novela), El corazón del Tártaro, La loca de la casa (Premios Qué Leer, Grinzane Cavour y Roman Primeur), Historia del Rey Transparente (Premios Qué Leer y Mandarache), Instrucciones para salvar el mundo (Premio de los Lectores del Festival de Literaturas Europeas de Cognac), Lágrimas en la lluvia, Lágrimas en la lluvia. Cómic, La ridícula idea de no volver a verte (Premio de la Crítica de Madrid), El peso del corazón, La carne, Los tiempos del odio, La buena suerte y El peligro de estar cuerda. También ha publicado el libro de relatos Amantes y enemigos (Premio Círculo de Críticos de Chile), y dos ensayos biográficos: Historias de mujeres —reeditado en edición ilustrada, revisada y ampliada con el título de Nosotras. Historias de mujeres y algo más— y Pasiones, así como cuentos para niños, recopilaciones de entrevistas y artículos, y Escribe con Rosa Montero. Desde 1976 escribe en El País, en el que fue redactora jefa del suplemento dominical. Además de los mencionados, ha sido galardonada con los premios Nacional de Periodismo, Nacional de las Letras Españolas, Leyenda de la Asociación de Librerías de Madrid, Ciudad de Alcalá de las Artes y las Letras, Cedro, El Ojo Crítico Especial, Festival Eñe y TodosTusLibros, y con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Es doctora honoris causa por la Universidad de Puerto Rico y su obra está traducida a más de veinte idiomas.




 

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