Con un ritmo improbable, doloroso e hipnótico, Javier Gallego irrumpe en la ficción con LA CAÍDA DEL IMPERIO, una brillante y ambiciosa novela


Editorial Random House. 416 páginas

Tapa blanda con solapas: 21,90€ Electrónico: 9,99€


Javier Gallego debuta en la novela con LA CAÍDA DEL IMPERIO, una brillante y ambiciosa novela que contiene rebeldía, música, drogas, sexo, amistad y todo el desencanto y el vértigo de una juventud llegando a su fin. Una novela sobre lo que es importante siempre: el amor y la amistad. Una novela sobre quiénes entienden la amistad como familia y el amor como una experiencia radical.


Darío sigue a Amalia y sus amigos de bar en bar. Es viernes, 13 de mayo de 2011, y ellos son un grupo de jóvenes que, con el hastío a cuestas, traman una huida hacia adelante en la noche de Madrid. Entre bafles que escupen punk rock, acoples de guitarra y el ritmo de disco, soul y funk que llena las pistas, los garitos bullen y las drogas y la necesidad rabiosa de evadirse hacen el resto para que la noche se estire, parezca una fiesta infinita donde perderse y no dejarse atrapar por un sistema en el que ninguno de estos treinteañeros se reconoce.


Vivir a contracorriente, deshacerse de ataduras y experimentar han sido las únicas reglas de un grupo de amigos cuyas existencias son una exal­tación de la libertad que, sin embargo, no los exi­me de la acción del tiempo y el miedo a crecer. A través de empleos basura, salarios que, con suerte, alcanzan para pagar una habitación, y un despido tras otro, han aprendido que estudiar no garanti­za nada cuando la realidad resulta cada vez más precaria y hostil. Y ahora que la juventud comien­za a quedar atrás descubren también que el amor se acaba sin una razón evidente, que la amistad puede ser lo más parecido a una familia pero a veces es más fácil sincerarse ante un desconocido, que adul­tez y estabilidad no son sinónimos, como les habían dicho sus padres, y que entre lo que soñaron ser y aquello en lo que se han convertido existe un abis­mo que produce vértigo y una punzada de dolor.


De las salas emblemáticas de Madrid a los ga­ritos underground, pasando por un after impro­visado en el salón de un piso compartido, celdas, narco pisos y una furgoneta que emprende la fuga, Amalia, Leo, Jaco, Abel, Violeta, Salva, Juan y Da­río alargan una noche que se extiende durante 72 horas de excesos, encuentros y desencuentros. Cada uno lleva consigo sus ilusiones, sus fracasos, sus mentiras y el desencanto de aquel que sabe, aunque se empeñe en negarlo, que toda fiesta ha de llegar a su fin. Mientras, a su alrededor el mundo se des­morona y una generación sin trabajo, ni hogar ni futuro toma las plazas y sueña con una revolución


CLAVES DE LA NOVELA


A Javier Gallego muchos lo conocen por estar al frente del programa de radio Carne Cruda, que comenzó su andadura en Radio 3 hace más de una década y hoy es un podcast de éxito financiado por sus oyentes y ganador del Premio Ondas en 2012. La trayectoria de Gallego, sin embargo, se podría calificar como polifacética: periodista, escritor y músico, ha grabado discos con diferentes grupos, ha publicado varios libros de poesía, una nove­la gráfica y ahora se vuelca a la escritura de largo aliento con una primera novela que se hace eco de nuestra sociedad con sus violencias, su precariedad y las luchas individuales y colectivas que abren grie­tas en un sistema donde hay mucho que cambiar. Fresco generacional y crónica de época, La caída del imperio nos traslada a un pasado tan cercano y familiar que se funde con un presente en el que los sueños y las frustraciones de Amalia y sus amigos no han perdido vigencia.


A través de conversaciones cruzadas, monólo­gos interiores, diálogos teatrales, voces que se suce­den y ojos y oídos que retienen retazos de realidad en medio de la vorágine o el desvarío, la novela condensa 72 horas que son el vértigo y el exceso que precede a la caída. En la polifonía, el ritmo sostenido de la narración, el efecto de oralidad que adquiere la prosa y la experimentación con el len­guaje, Javier Gallego encuentra, a su vez, el modo de contar el desconcierto, la rabia y las ilusiones rotas de un grupo de amigos cuya juventud se ago­ta y no vislumbran un futuro donde proyectarse. Es el miedo, y no la esperanza, lo último que se pierde, le dice Amalia a Juan, mientras ella y sus amigos se asoman al desencanto desde sus historias perso­nales y vivencias más íntimas, y una cotidianidad signada por las consecuencias de la crisis. Tras años de erigirse como contracultura, soñarse héroes y, en un manual con guiños al situacionismo, estable­cer sus reglas de juego solo por el placer y la liber­tad de hacerlas saltar por los aires, los personajes de La caída del imperio llegan a los treinta, a esa edad que les habían señalado como el umbral de la adultez, sin empleo, casa ni hijos: el modelo de sus padres es un horizonte al que no desean y ahora tampoco pueden acceder, y la X de su generación, piensa Leo, viene dada por todas las incógnitas que cargan encima. Les queda la sensación de fracaso y una conciencia cada vez más nítida de la finitud, que aparece a través de la muerte de seres queridos, para Juan y Salva; el fin de la relación de pareja, un aborto y la enfermedad de una hermana, en el caso de Amalia; o las oportunidades perdidas y la cer­teza, compartida por todos, de que nada es eterno, comenzando por el trabajo y el amor. La vida, en definitiva, no es como la habían imaginado, repite Juan, y los versos de «Que la vida iba en serio», de Jaime Gil de Biedma, resuenan en sus palabras y a lo largo de una novela que nos remite también a El Crack-Up, de Francis Scott Fitzgerald, y las letras de Ilegales, Siniestro Total, El Columpio Asesino, David Bowie, Pink Floyd y The Who, por nombrar algunas de las muchas referencias musicales que salpican la obra. Entre citas, alusiones y personajes que, en sus diálogos o monólogos, tantean las de­finiciones para una generación que convive con el miedo a crecer, La caída del imperio habla asimis­mo de la amistad, la música, la evasión y las expe­riencias compartidas como un refugio que quizás no salva pero consigue atenuar el golpe cuando la brecha entre expectativas y realidad queda al des­cubierto.


En medio del fluir de pensamientos y la deriva química de una noche de 72 horas, Amalia desliza que «lo banal es trascendente», una frase expre­sada desde la perspectiva de quien ya tiene una vida a sus espaldas. Y una frase que podría leerse también como la declaración de intenciones de un autor para el que, fiel a su manera de entender la práctica periodística y literaria, la escritura no es nunca inofensiva, y en la aparente trivialidad de una charla, un gesto o una canción sabe captar la esencia de una época, de siete amigos y un final de fiesta con aire de derrota para unos, y de oportu­nidad de cambiar de sueño, para otros.


LOS PERSONAJES


Amalia

Amalia es periodista y acaba de perder su puesto en un periódico en nombre de una reducción de plantilla que, por supuesto, afecta solo a los sueldos más bajos. Su relación con Juan, su pareja durante una década, también ha terminado abruptamente y aún no acierta a entender por qué. Pasada la fron­tera de los treinta, Amalia se mira y ve, con culpa, una vida malgastada. De sus sueños de ser una Do­rothy Parker, de tantos proyectos y deseos junto a Juan, apenas queda una montaña de ruinas, y una sensación de fracaso y tristeza que solo se combate con música, amigos, drogas y conversaciones bana­les que son una puerta a la evasión. La larga noche en la que se embarca un viernes, sin embargo, la conduce otra vez a Juan, a las verdades que no su­pieron decirse y a encontrar en el 15-M el final que su historia necesita.


«Y añoro las noches que se me escapan, como esta, por la que ya siento tristeza como si la viera marcharse por la ventana trasera del coche el último día de las vacaciones. A menudo me he preguntado si no tendré vocación de paleontóloga que recolec­ta las ruinas para recomponer sus pedazos, si no seré una coleccionista de huesos con los que estoy armando un esqueleto porque el que tengo no me sostiene, si no me habré convertido en un museo que atesora el pasado para abolir el presente y bur­lar al futuro: si no seré una mujer conservadora, yo que aborrezco la moral de las polillas. Pero no es una ansia de conservación sino de prolongación. No es de muerte sino de vida. No es el tiempo sino el sueño lo que persigo. No lo posible sino lo inal­canzable.

Y de entre todas las cosas fuera de mi alcance, sin duda las que más añoro son las que estuvieron en mi mano».


Juan

Desde que ha perdido su trabajo como profesor de Historia en la universidad y ha dejado a Amalia, con vagas excusas y la certeza inconfesable de que la relación se desmorona por tantos proyectos trun­cados y tanta decepción acumulada, Juan Cuervo es un hombre en caída libre que se esconde de su ex y el grupo de amigos que comparten. Qué vida más triste, se dice este profesor en paro y escritor fallido que intenta ganar algo de dinero como camello y termina en una celda de donde lo saca su padre, un dirigente socialista con el que tiene un vínculo difícil. Juan sabe que lo ha decepcionado, pero su padre representa un sistema que los ha dejado fuera a él y a toda su generación. Detrás del conflicto en­tre padre e hijo, y de todo el malestar de Juan, está la muerte de su madre, que deja en él un dolor y una orfandad que lo convierten, como le advierte Ama­lia, en el Cuervo: una criatura cínica que boicotea su vida hasta que en la Puerta del Sol encuentra un espacio para que su rabia mude otra vez en eferves­cencia y ganas de cambiar el mundo.


«Un cuervo anida en mi pecho, Amalia me lo advirtió. El cuervo que arruina las cosechas y ron­da los cementerios. El ave carroñera que anuncia la muerte y les saca los ojos a los muertos. El Cancer­bero que lleva las almas a la otra orilla. El enviado del demonio. El mal presagio. He acabado destru­yendo con mis garras lo que planté con mis manos. Me vestí de luto por mi madre y lo pinté todo de ne­gro. Le arranqué el corazón a Amalia y lo arrojé en el infierno. Me he convertido en el cuervo de Allan Poe que solo sabe decir Nunca más. Soy el cuervo que Noé envió desde el Arca a buscar tierra firme y regresaba sin encontrarla porque se entretenía con la carroña que flotaba sobre el agua. Esa es mi vida.


De cadáver en cadáver, de tumba en tumba, sin pi­sar el suelo. Cuervo picotea los despojos de Madre. Cuervo mata a Padre y le saca los ojos. Cuervo vacía el cráneo de su Amante. Cuervo abre el pico y sale carbón. Cuervo grazna, Cuervo sangra. Cuervo se come a Juan. Cuervo se bebe tu sed. Cuervo es en­jaulado. Cuervo huye. Pero Cuervo vuelve. Porque Cuervo está solo y no tiene adonde ir».


Jaco

De bar en bar, Jaco se encarga de que a ninguno de sus amigos le falte lo necesario para que la noche se estire y los sentidos se abran. Flaco, tranquilo y simpático, toca el bajo en Caín Mató a Abel, el gru­po de garage que tienen con su hermano Abel y Vio­leta, la novia de éste. Entre los tres forman, arriba y abajo del escenario, un triángulo que parece estar a punto de estallar. Ante Abel y la explosiva Violeta, Jaco asume el rol del buen hermano y amigo que conserva la calma y aplaca el deseo mientras siente que en la vida todos los trenes le pasan por delante y él deja que se le escapen.


«Siempre pensando en él antes que en mí. Si has­ta le propuse llamarnos Caín Mató a Abel para que se sintiera más prota y casi que les empujé para que se liaran porque él me dijo me mola esta piba y ese es un pacto que tenemos para evitar guerras fratri­cidas: si uno de los dos pone el ojo, el otro se retira. Yo la vi primero, pero él abrió antes la boca. Siem­pre ha sido más rápido en desenfundar. Después conocí a Raquel y se me fue de la cabeza, por un tiempo al menos, lo que pasa es que el roce hace el cariño y ella venía a mí cada vez que reñían y cuan­do Raquel se fue, ella volvió y yo caí porque me va el martirio, será por esta cara de monje que dicen que tengo: de San Jacobo, el santo empanao, como me llama Abelde cachondeo. Él me lo dice por los porros, no sabe que también me describe como per­sona: me pasan los trenes por delante y dejo que se me vayan, como aquella vez, antes de que ellos se enrollaran, que estábamos Violeta y yo solos en su casa, viendo West Side Story por enésima vez, que se la canta de memoria, y me dijo Nunca había sido tan amiga de un chico, siempre acabo en la cama, y yo no supe qué contestar, me quedé sin palabras. Hubiera querido decirle que hay amigos que follan y se acaban convirtiendo en pareja, pero no tuve el valor de hacerlo, y ella se me acurrucó como un gato y yo me hice un ovillo del que no he consegui­do salir todavía».


Abel

Pelo rapado, cuerpo robusto, puro nervio, Abel no se parece en nada a su hermano Jaco. Son opues­tos no siempre complementarios. Con su actitud agresiva y su risa nerviosa, Abel también es cono­cido entre sus amigos como Caín y solo basta ver su mirada para saber en qué punto de la noche ha dejado de ser un personaje para convertirse en el otro. Guitarra y voz de Caín Mató a Abel, lidera el grupo que forma con Jaco y Violeta y que él mismo disuelve un sábado 14 de mayo camino a un bolo. Subido a su furgoneta, y con toda su rabia encima, protagoniza un alunizaje en una tienda de guitarras y otras tantas aventuras en una huida vertiginosa hacia adelante que tiene un trágico desenlace en la costa de Almería.


«La hijadelagranputa no ha tardado ni una tar­de en pegármela. El cadáver aún caliente. No ha esperado ni a que me metan en la nevera. Cagüen­diósyentodossusmuertos. Ni funeral ni velatorio, directa al huerto, la cabrona. Te la viene clavando desde antes, gilipollas. Se lo viene follando desde la última vez que lo dejasteis, si no antes. Te dijo que no pero es una puta mentirosa.

Bájate

Cómo

QUE TE BAJES, HOSTIA

Vaya humor tenemos, me dice saliendo y cerran­do la puerta.

Que le jodan. Le dije que no viniera. Doy mar­cha atrás, meto primera y me incorporo a la calle tan rápido que casi me llevo por delante al Pelucas, que me grita no sé qué pollas. El niñopera y su puti­ta siguen camino hacia Francisco Silvela. Pero cómo has podido ser tan pardillo, Abel, se ha estado me­tiendo en su cama mientras dormía en la tuya, por eso hace tiempo que no te toca. Asomo el morro al cruce. La calle desierta. Enciendo los faros. Piso el acelerador sin soltar embrague. Ruge el motor. Los dos pichones están llegando al final de la calle. El hijoputa la coge de los hombros y ella se deja. A la mierda. De un puñetazo me cargo el espejo, le rom­po los dientes a cara de conejo. Meto gas al máxi­mo, levanto el pie del embrague, la furgo relincha, sale disparada en línea recta y a la altura del chaflán de entrada de la tienda, doy un volantazo a la iz­quierda, la furgo choca con la acera, hace un caba­llito y cae de morros contra la puerta de cristal que se hace añicos como una bandeja de hojaldrinas»


Violeta

Violeta o Violenta, como Abel suele llamarla cuando descarga su furia en la batería, es una chica que ha cortado lazos con su pasado. Huyó de sus padres, de una casa que no era hogar y una exis­tencia gris para llegar, como Dorothy en El Mago de Oz, al otro lado del arcoirís donde los sueños se hacen realidad. Lo que encontró, sin embargo, fue una vida bastante hostil hecha de pisos y miserias compartidas, empleos precarios y afectos rotos. La relación tormentosa con Abel es lo más parecido que tiene a un lugar de pertenencia, pero es junto a Jaco, su amigo, donde descubre el sosiego y la ternura que tanto necesita.


«Me ha entrado una llorera incontenible y si­lenciosa que la oscuridad y el jaleo han hecho pa­sar desapercibida. Amalia ha sido la única que se ha dado cuenta. Estaba sentada a mi lado. Me ha cogido de la mano, que me temblaba como una ho­jita en una rama. Me ha dicho Violeta. Solo eso. Mi nombre. Violeta. Y yo le he dicho Estoy bien, estoy bien, es solo que me recuerda a cuando era pequeña. Y es verdad pero no era toda la verdad. Es verdad que me recordaba a mi infancia, a mi adolescencia y a mi primer amor que fue un chico que actuaba en una versión teatral de la película. Es verdad que me recordaba a la casa de mis viejos de la que yo quería huir para llegar al otro lado del arcoíris don­de los sueños se hacen realidad y los problemas se borran. Pero más aún que todo eso, la verdad es que me sentía como esa niña pelirroja con trenzas que busca el sendero de baldosas amarillas que la de­vuelva a Kansas. La verdad es que me he perdido, he perdido mis chapines rojos y estoy atrapada en una farsa como la del Mago de Oz, con Edu, el León Co­barde, Jaco, el Espantapájaros, y Abel, el Hombre de Hojalata, al que ha dejado de latirle el corazón dentro de su coraza. La verdad es que le echo de me­nos, aunque le odio y me odio por echarle de menos, pero no puedo evitarlo porque los sentimientos no se controlan. La verdad es que me gustaría escapar del lado oscuro del arcoíris y volver a casa con él, lo que era nuestra casa antes de que un tornado la hi­ciera trizas. La verdad es que lloraba como Dorothy porque no hay lugar como el hogar y yo nunca tuve uno y el que he tenido ha durado apenas nada».


Leo

Leo es una mujer magnética con encantos feli­nos y vocación de provocación que seduce a todos por igual, sin importar la orientación sexual, el es­tado civil ni si traiciona a su amiga Amalia acostán­dose con el Cuervo. Las normas no van con ella y lo suyo siempre ha sido escapar del sistema, aunque ahora para liarla se divierta teniendo de amante a un policía. Compagina los estudios de Filología con servir cafés en una cadena y dar masajes con final feliz, y a los treinta y pico su vida parece un inven­tario de empleos basura que ella toma y deja con descaro, aunque a medida que la juventud se agota va descubriendo que la rebeldía también contiene sus trampas y contradicciones.


«No es el primer trabajo en el que recojo mier­da. He sido paseadora de perros. Perros que tenían mejor vida que yo, que vivían mejor que muchas personas. He cuidado de ancianos y de niños. He limpiado muchas heces que no eran las mías. Cum laude en excrecencias. Honoris causa en trabajos basura. Reponedora. Dependienta. Teleoperadora. Recepcionista. Chica de los recados y de las foto­copias. En una inmobiliaria. Yo contribuí a la bur­buja como otra responsable ciudadana, merezco el mismo castigo que toda la clase trabajadora. Ope­raria. En una cadena de empaquetado. Un verano. Ruido infernal, calor asfixiante, sudor y lágrimas. Me ahorraba una pasta en gimnasio, pero lo que me ahorraba en gimnasio me lo gastaba en terapia. Comercial. Sin darme cuenta me especialicé en la insatisfacción femenina. Empecé con los jugue­tes eróticos y acabé con las batidoras y las licua­doras, que es el camino que siguen muchas. De la cama a la cocina. Cuando dejamos de vibrar por dentro, las mujeres nos agarramos a cosas que vi­bran por fuera. Inconscientemente buscamos algo que nos mueva, aunque sea una maldita picadora o un maldito consolador. Nunca un nombre fue tan adjetivo. También me ocupé de la insatisfacción masculina. Del complejo por el tamaño de su polla. Vendí suscripciones de una revista para millonarios […] También he puesto el cuerpo. Como rata de laboratorio, cobaya humana. Otra forma de prosti­tución encubierta. Tú dejas que te metan cualquier cosa, te arriesgas a coger lo que sea, ellos hacen un medicamento, pagan a los médicos para que lo re­ceten a mansalva y se forran. A costa del páncreas de unos infelices viven como dios los directivos de las farmacéuticas. Proxenetas de la ciencia. Lo dejé. No lo hice por ética, lo hice porque me aburría. Yo lo hago todo porque me aburro. Se habla poco del aburrimiento como impulso, pero para moverse primero hay que estar parado. Los burgueses, por ejemplo, hacen las revoluciones porque se aburren.



Los pobres, sin embargo, no tenemos derecho al aburrimiento, tenemos que divertirnos todo el tiem­po, gastar nuestros míseros sueldos en su miserable ocio. Por eso nuestra revolución es aburrirnos. Eso estaba en el Manual. El aburrimiento es lo único que no pueden quitarnos ni vendernos. A mí es lo único que me mantiene activa. Si no me aburriera tanto, me aburriría de la vida y eso sí es un proble­ma, porque la vida es una carrera para la que solo hay una salida».


Salva

Salva es, como él mismo dice, la cuota gay del grupo de amigos. Ácido, perspicaz y con aires de dandi, también ha dejado atrás un pueblo, el con­servadurismo de su entorno y una vida de amores prohibidos para alcanzar la libertad en una gran ciudad. Pero como a todos, los sueños se le han ido desmoronando en un mundo donde, tras la crisis, su generación no tiene derecho a aspirar a nada y es por eso que admira la reacción de los griegos cuan­do salen a manifestarse y hacen arder las calles: ese espíritu revolucionario que reconoce en la Puerta del Sol, adonde llega disfrazado de cura después de horas y horas de fiesta.


«La gente ha tomado las plazas como si fue­ran Los Miserables. Has leído la novela. Has visto el musical o la peli. Pues deberías. Para aprender cómo se levanta un pueblo cuando se harta de estar harto. Pero esto no es aquello, mi amor. Allí ha es­tallado la primavera árabe, aquí la primavera solo llega al Corte Inglés. Yo en cuanto pueda, me vuel­vo a coger el petate y me voy a Portugal. La sema­na pasada se pusieron en huelga como en Grecia. Contra el austericidio. Sabes lo que es. Los recor­tes, nene. Han sacado la recortada y se han puesto a dispararnos. Nos pasan las balas silbando pero es como si oyéramos llover. Quietos y parados. Se sienten, coño. Tenemos la sumisión metida hasta el tuétano. Menos mal que nos queda Portugal. Cono­ces el disco. Pues deberías. Siniestro Total. Es como habría que llamar a este país. Nos define. España es un accidente, Portugal un referente. Porque los portugueses también le están dando al tambor. Cla­ro que ellos saben mejor que nosotros cómo hacer una revolución popular en condiciones. Mira si las hacen bien, que las hacen con claveles y las empieempie­zan en los cuarteles. Aquí en los cuarteles preparan golpes de Estado para lo contrario, para hacernos retroceder. Y así nos luce el pelo. Cuarenta años de dictadura y otros cuarenta de digestión. Nos cuesta digerir. Somos de tránsito lento. De Transición, más bien. Ya lo has dicho tú. Esto no es aquello. Ahí fue­ra están a las manos y aquí mano sobre mano. Para empezar un motín solo hace falta levantarlas y po­nerse a pegar gritos. No es tan difícil. Ya estamos en la puta calle, ahora hay que quemarla. Pero España solo arde en Fallas y los españoles somos como tú y como yo, Fedele: nos lo tragamos todo ;)

Si quería encender al niño, me temo que le he echado un jarro de agua fría. Me sale el predicador y no puedo contenerme. Menos labia y más labio, Salvador, que pareces un mesías».


Darío

Tras los pasos de Amalia, que se deja seguir por este colega de profesión, Darío se convierte en com­pañero ocasional del grupo de amigos durante una noche que se alarga más allá de lo que él creía posi­ble. Entre la indiferencia de Amalia, la sensualidad de Leo, el MDMA, los diálogos cruzados y los con­sejos de Salva y Jaco, Darío oscila entre el desvarío y la conciencia de aquel que, de pronto, se convierte en testigo y parte de una juventud llegando a su fin.


«Me dice Ven. Voy. Llegamos al centro de la sala Sol donde forman un círculo en el que se des­atan arrebatados por la música, los brAAAAAzos en alto, el cu e e eello dislocado, temmmmblando de arriba abajo. Árboles en una tormenta. Hippies en Woodstock. Son hermosos. Me parecen hermo­sos. Tengo ganas de besar. Es la droga, el éxtasis, me dice Jaco que me ve. Me sabe ver. Está siempre pendiente. Es un perro pastor. Me devuelve al re­baño cuando me descarrío. Cuando me desvarío. Soy la oveja extraviada. Soy un niño de Hamelin. Soy una rata borracha. Sigo su f lauta de cueva en cueva desde las. Once. O las. Doce. OlasOlasOlasOlassssssssssssssssssssssss. No sé. Ahora deben de ser. Deben de. Las tres o las cuatro. No sé. La noche es como este chicle en mi boca. Se estira en la lengua. Se extiende. Se encoge. Se hincha. Es­talla. Se rompe. Se mastica. Se muerde. Nunca se le acaba el sabor. El chicle me lo dieron ellos. Mis nuevos amigos».­



Sobre el autor


Javier Gallego (Madrid, 1975) es periodista, escritor y director del podcast de éxito Carne Cru­da, primer programa en España financiado por sus oyentes y ganador del Premio Ondas en 2012. Ha publicado los poemarios Abolición de la pena de muerte (Arrebato Libros, 2013) y El grito en el cie­lo (Arrebato Libros, 2016). Un largo poema suyo se transformó en el cómic Como si nunca hubie­ran sido (Reservoir Books, 2018), dibujado por su hermano, el pintor e ilustrador Juan Gallego, con quien prepara una segunda novela gráfica. Su tra­bajo como columnista está recogido en Lo llevamos crudo (Léeme Libros, 2012) y tiene cuentos, poemas y ensayos periodísticos publicados en varias anto­logías. Escribe en Eldiario.es, ha trabajado en TVE, RNE, SER y M80 y ha colaborado en programas de Cuatro y La Sexta. Desde los 90, ha sido batería en bandas de rock y jazz underground con las que ha publicado cinco discos. La caída del imperio es su primera novela.







Sobre el autor 

Javier Gallego (Madrid, 1975) es periodista, escritor y director del podcast de éxito Carne Cruda, primer programa en España financiado por sus oyentes y ganador del Premio Ondas en 2012. Ha publicado los poemarios Abolición de la pena de muerte (Arrebato Libros, 2013) y El grito en el cielo (Arrebato Libros, 2016). Un largo poema suyo se transformó en el cómic Como si nunca hubieran sido (Reservoir Books, 2018), dibujado por su hermano, el pintor e ilustrador Juan Gallego, con quien prepara una segunda novela gráfica. Su trabajo como columnista está recogido en Lo llevamos crudo (Léeme Libros, 2012) y tiene cuentos, poemas y ensayos periodísticos publicados en varias antologías.

Escribe en Eldiario.es, ha trabajado en TVE, RNE, SER y M80 y ha colaborado en programas de Cuatro y La Sexta. Desde los 90, ha sido batería en bandas de rock y jazz underground con las que ha publicado cinco discos. La caída del imperio es su primera novela.




 

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