LA HERMANDAD DE LAS MALAS HIJAS, una deliciosa novela de Vanessa Montfort , que explora con ironía, inteligencia y ternura las complicadas relaciones entre madres e hijas


Editorial Plaza & Janés. 400 páginas

Tapa blanda con solapas: 22,90€ Electrónico; 9,99€


¿Qué le dirías a tu madre que no le has dicho nunca? ¿Y si hubiera cosas que no sospecháis la una de la otra? Tras la estela del éxito de Mujeres que compran flores, que ha vendido más de 300.000 ejemplares y se ha publicado en más de veinte países, la nueva novela de Vanessa Montfort explora los complicados lazos entre madres e hijas con una historia emocionante, tierna, cómica e inteligente que cautivará tanto a unas como a otras. Porque no todas las mujeres son madres, pero todas son hijas.


Mónica entrena perros para la Policía Nacional, aunque siempre ha querido ser detective, y debe lidiar con una madre que llama permanentemente su atención. A raíz de la extraña muerte del pasea­dor de perros del barrio, se encargará de investigar qué sucedió recuperando el contacto con su gru­po de amigas de la infancia, ya que sospecha que sus madres ocultan algo. Se hacían llamar «las malas hijas» y, aún hoy, no consiguen sentirse lo suficientemente buenas: una actúa como madre de su propia madre; otra se sintió abandonada por su progenitora; otra nunca ha escuchado que esté orgullosa de ella..


¿Conseguirán reconstruir sus relaciones ma­ternofiliales como mujeres adultas? ¿Descubri­rán el misterio de la muerte Orlando? Estos enig­mas se resolverán bajo la atenta mirada de los perros que paseaba, quienes también tendrán mucho que decir sobre cómo manejamos las re­laciones humanas ­


CUANDO MAMÁ ERA CASA...


«A los siete años le dices: mamá, te amo.

A los diez: mamá, te quiero.

A los quince: mamá, déjame en paz.

A los dieciocho: quiero irme de esta casa.

A los cuarenta: mamá, no me controles.

A los cincuenta: no te vayas, mamaíta.

A los setenta: cuánto daría por estar cinco minutos contigo, mamá».


Así resume uno de los protagonistas el lazo que nos une con nuestras madres, un lazo inquebran­table que no pocas veces parece estar a punto de romperse. Crecer provoca en nosotras la necesi­dad de tomar nuestro propio camino y alejarnos de la herencia que a menudo rechazamos, una forma de reivindicar que tenemos derecho a ser nosotras mismas, una independencia reclamada y nece­saria que con la edad aprenderemos a conquistar más o menos sanamente. Llegado el momento, cortaremos el cordón umbilical, pero no para ale­jarnos, sino para dejar de cargarlas con nuestro peso emocional.


«... las madres, con sus cuidados, son los pri­meros seres humanos que nos hacen sentirnos deseados».


«El error está en pensar que la madre que te crio bien o mal tiene que seguir haciéndolo ahora, en el futuro. Hay que reconstruir esa relación, pero desde dos adultos que tienen que adaptarse a sus nuevos roles. Y dejar que ellas conozcan a ese yo que, sí, claro que es consecuencia de nuestra crianza, pero también de cómo nos hemos construido nosotros mismos después. No echemos balones fuera, com­pañeros... Ese yo en el que nos hemos convertido, si no dejamos que lo conozca ni siquiera nuestra ma­dre, acaba sintiéndose solo. Y desconectado de ella y del mundo».


Tras documentarse a través de entrevistas para tomar notas del natural (como hiciera con Mujeres que compran flores) y con psiquiatras expertos en terapias familiares, Montfort ha logrado dibujar en La hermandad de las malas hijas cuatro nuevos prototipos de relaciones maternofiliales que po­demos identificar en la actualidad y en los que la gran mayoría de los lectores se verá reflejado.


La dependencia, el chantaje emocional, la deu­da afectiva, la dificultad de ser madre y tener que cuidar de tu propia madre, la sospecha o incluso la certeza de no ser lo que ellas esperaban, de no cumplir sus expectativas, el abandono (de madre a hija y viceversa), la culpa... son algunos de los temas que la autora desarrolla en las páginas de esta novela.


Esta es también una historia generacional pero de dos generaciones.


El reencuentro de un grupo de amigas que provoca otro, el de las hijas con sus madres, que pertenecen a otra generación: muchas pasaron de ser niñas a mujeres y madres de la noche a la ma­ñana, sin que nadie las guiase y las cuidara. Que fueron ellas las que les dieron alas a pesar de que sabían que las dejarían solas. ¿O no lo sabían? Que tejieron un hilo para guiarnos por un laberinto de libertades recién conquistadas. Y que no hay por qué sentirse una mala hija por no ser perfecta pero tampoco debe de sentirlo una madre. Un diálogo nunca surge de los reproches.


La hermandad de las malas hijas es una historia original con una fuerte carga psicológica. Una lec­tura alegre y tierna a veces, y otras profundamente íntima y crítica. Un homenaje a la madre de carne y hueso, a las nuestras, pero también a esas hijas que lo hacen lo mejor que pueden, a nosotras. Un regalo para compartir que puede ser la llave que abra una ventana al diálogo sentimental: ¿qué le dirías a tu madre que no le hayas dicho nunca? ¿qué crees que ella te diría a ti si pudiera? ¿ha lle­gado la hora de hacerlo?­



LOS PERSONAJES Y SUS RELACIONES



MÓNICA. La hija «parque de atracciones». Siente que, haga lo que haga, no conseguirá saciar las demandas de su madre. Elisa se apropió de ella cuando nació y su padre se autoexcluyó. Lo que significa que, cuando surge un conflicto, al menos a ojos de su madre, debe posicionarse sí o sí a su lado. O al menos no en contra. La consecuencia es que, en cuarenta y cinco años, apenas recuer­da momentos de intimidad con su padre. Ahora intenta cortar el cordón umbilical antes de que la estrangule.


En cierto modo, se ha rebelado alejándose de su madre en cuanto a la forma de ser: según Eli­sa, su hija es incapaz de no hacer todo lo que le mande un experto al pie de la letra. Aunque discu­te con su progenitora, la mayoría de las veces calla porque sabe que es mejor no remar en medio de la tormenta. También que darle la razón en uno de sus momentos incendiarios sería como avivar las llamas de un fuego.

Mascota: Fiera, una chihuahua que parece un rottweiler a escala bonsái con un extraordinario olfato (colabora con la policía rastreando estupe­facientes).


«No podía soportar que la utilizaran de ONU y menos en un conflicto bilateral tan enquistado como el del golfo Pérsico (…) una hija nunca debería ser el correveidile de los reproches entre sus padres. Ni siquiera de adulta. Eso nunca se lo hicieron cuan­do era niña y suponía que habrían tenido sus roces. Por lo mismo, también había cosas que nunca se le deberían contar a una hija, pensó. Por ejemplo, aquello de cuando supo que estaba embarazada y el médico, muy moderno, les preguntó si querían llevarlo adelante y que ella, muy heroicamente, dijo que por supuesto. Era igual a decirte: «Estás viva sólo porque yo quise y, por lo tanto, me la debes... tu vida». Aunque lo que peor llevaba eran sus puntos suspensivos. Ese “algún día te contaré algunas co­sas...” que había soltado unas cuantas veces a lo lar­go de la vida y que le creaba una intriga angustiosa. ¿Con qué monstruos desconocidos había convivido y se ocultaban dentro de los armarios?»


ELISA. La madre controladora. Le cuesta dis­tinguir dónde termina ella y dónde empieza su hija. Hubo un tiempo en que le compraba la ropa, has­ta has­ta que un día, Mónica vio en el espejo una imagen calcada a su madre: ahí comenzó una rebeldía ju­venil contra su progenitora que ha llegado hasta los cuarenta.

Si Elisa pudiera elegir un programa de tele­visión sería un reality protagonizado por su hija, donde su niñita demostraría que no hay nada para lo que no sea apta. Le gusta quejarse de que el mundo actual va a peor... y suele entrar en una es­piral de negatividad que aterriza con frecuencia en la ira cuando no consigue lo que quiere.

Es de esas personas que mira el mundo desde esa inteligencia superior que pone todo en tela de juicio. Es el espíritu de la contradicción, y en su hija se ve el reverso de esta y otras de sus actitudes. Es una maestra de la intriga, también una gran con­tadora de historias que dota a sus relatos de una épica fascinante.

Mascota: una gata leopardada llamada Isis que tiene todos los atributos de la diosa.


GABRIEL. El hijo-droga. Dependiente de la dependencia de su madre, lo que más teme son sus silencios. Incapaz de descifrar el secreto de la tristeza en su casa, siempre se ha sentido cul­pable por haber dejado a su madre sola cuando eran pequeños —tiene una hermana—: sus padres se separaron y cuando se les preguntó durante el juicio, los niños eligieron vivir con su abuela pater­na. Cierto es que Dolores les tenía algo abandona­dos, pero en su momento no supo entender lo que sucedía realmente, y esa es su herida más pro­funda. Con doce años, Gabriel fue consciente de que su madre caminaba por el filo de un abismo y quiso modificar su declaración para irse a vivir con ella, alegando que la necesitaba. En realidad, sabía que era ella quien lo necesitaba a él. Desde ese día, la dependencia entre ambos se solidificó como el cemento.


«Hacía más de un año que llegaban al colegio sin la merienda y tenían que conformarse con la li­mosna que le ofrecía un compañero colocando el pulgar por la marca donde podía morder su boca­dillo; muchas tardes los dos hermanos se pasaban casi dos horas esperando en la garita del conserje del San Ignacio con el colegio ya cerrado y los ojos de dos cachorros abandonados porque se olvida­ban de recogerlos; por otro lado, sus padres habían empezado a beber: él, por la vergüenza que le pro­ducía haber perdido el trabajo y Dolores porque no podía con más. Cuando por fin se atrevió a confe­sárselo a su mujer, los hermanos empezaron a dor­mir abrazados para taparse los oídos el uno al otro y no escuchar las broncas en la cocina».


DOLORES. La madre-hija. La ausencia de su hijo le provoca síndrome de abstinencia porque le ha convertido en su salvador y su única razón para vivir. Medicada por una depresión, ha llega­do a convertirse en una adicta a las pastillas y al alcohol, agorafóbica y asfixiada por miedos infun­dados. Para atraer la atención de su hijo ha llegado a fingir falsas tentativas de suicidio. La cabeza de Dolores es una montaña rusa sin cinturón de se­guridad. Ha tenido una vida difícil y, como escape, Dolores cayó en la adicción y un día se vio sola, sin marido ni hijos.

Antes de esto, sus hijos la recordaban como una abeja atareada, entrando y saliendo, e inven­tándose juegos para divertir a Gabriel. Pero, poco a poco, cuando tuvo que empezar a acostar a su marido después de acostar a su hijo, su expresión se volvió distraída y pesada, comenzó a esconder pastillas en el costurero y Gabriel tuvo que empe­zar a inventarse sus propios juegos en la plaza.

Mascota: Oxitocina, un bulldog con diabetes, fatigado y cariñoso. Desde que Dolores lo tiene parece estar viviendo un momento insólitamente estable, y eso para Gabriel se convierte en un ex­traño paréntesis donde respirar.


RUTH. La yonki del afecto y la aprobación ma­terna. Dice que siempre ha sentido vacío de ella. Necesita averiguar en qué canal está su madre para conectar con ella y que la conozca, pero con Margarita eso no es fácil: carece de cobertura emocional. O eso parece. Nunca hace nada que la satisfaga, y su madre jamás pierde oportunidad para darle una de sus estocadas haciéndoselo sa­ber. «Los inútiles de sus hermanos», como llama Margarita a sus dos hijos menores, habitan los pi­sos de la familia sin aportar nada, lo que a Ruth le indigna.


«El cuello de Margarita se tensó como si estu­viera sentada en la silla eléctrica y murmuró con los dientes apretados: «¿Y tus hermanos?». Pero Ruth ya no podía parar: pues que pagaran por una vez o se buscaran otro sitio. Entonces su madre le clavó esos ojos de color mármol: “A ver si lo dejamos claro: mientras yo viva, nadie tiene derecho a opinar so­bre esto” (…) Pobrecitos..., se dijo Ruth, rabiosa, sus hermanitos. Que vivían gratis en un lugar que ella nunca se podría permitir y al que su madre podría sacar un rendimiento para algo tan indigno como estar tranquila. Lo más irónico era que, aun así, se daban el lujo de guardar con ella lo que llamaban “una distancia de seguridad”. Es decir, visitarla lo justo, porque había sido “muy rígida”, lloriqueaba uno, y porque “siempre busca la forma de repro­charte todo”».


MARGARITA. La madre sin cobertura emo­cional. Incapaz de transmitirles afecto a sus hijos de manera efectiva, lo único que parece haberles ofrecido es una vida acomodada. Clasista y fría, al quedar viuda se mostró fría como un témpano, no sabe escuchar e interrumpe las conversaciones con banalidades que intentan ocultar cuán terri­blemente embarazosa le resulta la intimidad.

Mascota: un lobo blanco llamado Bowie de ojos dispares —verde y azul— a quien Margari­ta demuestra las emociones que no es capaz de mostrar a su hija.


SUSELEN. Hija no deseada, al menos según ella. Ha necesitado establecer una distancia de se­guridad con su madre para protegerse. De adoles­cente era andrógina y esquelética. Convertida en una famosa diva, ahora es todo lo contrario: una mujer poderosa a la que le gusta hacerse notar, pero que jamás siente el cariño suficiente.

Casada y con una hija, parece sonreírle la for­tuna. Lo único que no va bien en su vida es la rela­ción con su madre, a quien no puede perdonar ni comprender la crueldad con la que siempre la ha tratado, incluso cuando tuvo a su hija Dafne.


«“¿Qué temes, Suselen? El sueño ya es tuyo”, se reprochó indignada porque sintió terror a que aún pudiera ensombrecérselo. “Recuerda», escuchó la voz de su terapeuta, “eres tú quien le das poder” (…) Se vio reflejada en el escaparate de la tienda como un siniestro recortable al que no le encajarían nun­ca esos tutús, esas medias color pastel, las suaves gasas transparentes destinadas a cubrir el culo musculado e inexistente, y las zapatillas de punta de raso rosa. A ella siempre la obligó a vestirse con mallas negras y una camiseta que disimulara sus formas con la excusa de que no tenía chicos para que dieran clase las mayores».


ÁGATA. Madre narcisista. La bailarina no tolera que su hija, Suselen, le robe el más mínimo pro­tagonismo. Su apodo, «el cisne negro», lo cuenta todo de ella: de aspecto frágil, es tan dura como una talla de madera y crudelísima en sus afec­tos. Siempre se empeñó en vestir a su hija como si fuera un muchacho y, por cómo le habla y trata, siente por ella un gran desprecio. El problema es que nunca quiso ser madre, cosa que ha acabado reconociendo ante su hija.

Mascota: Pavlova, una galga atigrada y ano­réxica muy reservada con los extraños. Castañe­tea los dientes en presencia de hombres por culpa de los recuerdos que la llevan a días de cacerías y maltrato.


AQUEL MADRID Y LA CULTURA POP QUE COMPARTIMOS


La Plaza de Oriente se convierte en un perso­naje más, un personaje de leyenda. Desorientada, como sus personajes, y que ha sufrido los cam­bios del tiempo. Una desorientación que marca la relación entre unas madres que sienten que han dejado de serlo y unas hijas que, erróneamente, se convierten en madres de sus madres.

«La plaza... Había sólo cuatro en el mundo con ese nombre, pero, de todas, la plaza de Oriente de Madrid era la única orientada a Occidente como una brújula estropeada. Quizá por eso a lo largo de los años fue uniendo tanto como desorientó a quienes la habitaron. Gracias a eso también les re­galaba delirantes atardeceres con los que soñar o enamorarse».


Las madres fueron una vez fuertes y valientes a ojos de sus pequeñas, fueron mujeres antes de que ellas llegaran al mundo. Fueron ellas quienes vivieron bajo una Dictadura, fueron a la universi­dad y corrieron delante de los grises mientras pre­gonaban ideologías que denunciaban la represión y la necesidad de libertad. A pesar de todo, no to­das pero sí muchas, volvieron sus casas tras las primeras conquistas y hoy, cuando sus hijas han volado del nido, se preguntan dónde se quedaron sus vidas porque el espejo de sus hijas amplifica sus frustraciones.


Las madres de esta novela fueron zarandeadas por unos vientos de cambio que agitaron la Tran­sición. Y entonces, en medio de aquella vorágine, descubrieron cuánto estaba cambiando el Madrid señorial y herido desde la posguerra. Cada vez éra­mos más modernos y la plaza de Oriente, que en el fondo ha seguido siendo la misma, con sus reyes godos vigilando desde el pasado, su Teatro Real y sus cafés antiguos, vivió quizás su mayor transfor­mación a raíz de su condición de peatonal en la década de los noventa.


«Margarita siguió recordando: por aquel enton­ces esa pastelería se llamaba la Tahona del Espejo, como el nombre de la calle, y las ruinas que se veían ahí, bajo el suelo de metacrilato, eran las anti-guas murallas que defendían Madrid (...) Pero para Mar­garita aquel lugar era un placer culpable: le gusta­ba por sus tartaletas de hojaldre en forma de cisne, porque se columpiaban en el aire melodías barro­cas y porque, en su día, allí bajaba a comprar el pan Mariano José de Larra. No dejó de hacerlo ni siquie­ra el día en que se voló la cabeza sobre uno de sus libros, ¿sabía eso?, justo en aquella casa, y señaló con su dedo huesudo unos balcones».


Los libros de Enid Blyton; La historia intermina­ble, que todos los de varias generaciones leímos, emulando a Bastián Baltasar Bux; Barrio Sésamo, los dibujos de Hanna Barbera, la señora Fletcher, Dallas, las series que veían nuestros padres y com­partían con nosotros, Dinastía o Falcon Crest; el David Bowie que para los niños de entonces se convirtió en el rey de los duendes (Dentro del labe­rinto); Indiana Jones y el primer eslabón de nuestra cultura cinéfila... Esa cultura a la que ellas abrieron la puerta formó parte del paisaje de una ciudad también compartida: en la Joy Eslava hemos bai­lado madres e hijas y ambas hemos cerrado be­biendo El Anciano Rey de los Vinos o el Caripen, ese antiguo tablao de Lola Flores...


Sobre la autora


Vanessa Montfort (Barcelona, 1975) creció en Madrid. Licenciada en Periodismo, es novelista y dramaturga. Considerada una de las voces más destacadas de la literatura reciente en lengua cas­tellana, su obra está presente en veinticinco paí­ses, entre ellos Francia, Italia, Alemania, Reino Uni­do, Corea, Estados Unidos y toda América Latina.


Es autora de El ingrediente secreto (XI Premio Ate­neo Joven de Sevilla, 2006), Mitología de Nueva York (XLII Premio Ateneo de Sevilla, 2010) y La le­yenda de la isla sin voz (Premio Ciudad de Zarago­za. Mejor novela histórica del año, 2014). Después vinieron Mujeres que compran flores (2016), que confirmó su éxito internacional de crítica y público, El sueño de la crisálida (2019) y La mujer sin nom­bre (2020), basada en su propia obra de teatro, Fir­mado Lejárraga, que rescató del olvido la figura de la escritora María Lejárraga. 


 

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