CÓMO CAMBIAR TU VIDA CON SOROLLA, de César Suárez, una biografía única para conmemorar el centenario de la muerte de uno de los grandes pintores españoles de todos los tiempos



Editorial Lumen. 264 páginas

Tapa blanda con solapas: 17,95€ Electrónico: 8,54€


César Suárez ha escrito en este 2023: AÑO SOROLLA, una biografía única que es también un manual de aprendizaje vital y una mirada lúcida a la cultura, la historia y el arte para celebrar el centenario de la muerte de uno de los grandes pintores españoles de todos los tiempos. El libro es CÓMO CAMBIAR TU VIDA CON SOROLLA.


«Quien busque una biografía de Sorolla y de su época encontrará en este libro una novela apasionante y magníficamente escrita. Y quien busque una novela apasionante encontrará al mismo tiempo una biografía tan rigurosa como amena». Luis Landero, Premio Nacional de las Letras Españolas


La obra de Joaquín Sorolla es una de las más populares de la historia del arte español. Paradójicamente, su apasionante vida es menos conocida. Sorolla fue un artista extraordinario cuya vida giró alrededor de la pintura. Tenía un don natural y lo exploró hasta la extenuación. Pintó más de dos mil obras y se hizo rico y famoso. Murió con sesenta años, tras pasar tres incapacitado por un ictus. Vivió una época apasionante, el final del siglo xix y primer cuarto del xx, cuando la modernidad llega a las grandes ciudades y el progreso parece imparable. Conoce Londres y Berlín, el París de la Belle Époque, de Proust, del Moulin Rouge y Colette, el Nueva York de los primeros puentes y rascacielos, el Madrid de las tertulias y zarzuelas y las tribulaciones de la Generación del 98, que criticaron la alegría de vivir de sus cuadros....


Requerido por las élites sociales e intelectuales de Europa y América, fue uno de los artistas más célebres de su época. Retrata a las principales figuras políticas, sociales y artísticas, desde el rey Alfonso XIIIa magnates y escritores, pero sobre todo le gusta pintar a su familia, especialmente a su mujer, Clotilde, de quien seguirá enamorado hasta su muerte. Quiere atrapar la luz al instante y esto le lleva a pintar en el exterior, con brochazos briosos y fugaces: «cuanta más luz haya en la pintura, más verdad y belleza tendrá», dice.


En la década de 1910 viaja de punta a punta por su propio país, entonces miserable, para pintar sus costumbres por encargo de un millonario es­tadounidense enamorado de la cultura española. A pesar de sus dificultades físicas (era un hombre fuerte, pero cansado) y sus debilidades emocio­nales (que solo confiesa a su mujer por carta), ja­más se detuvo. Dedicó sus últimos años buenos a aquella obra descomunal, pero soñaba con vivir en una gran casa en el Cabañal, a orillas del Me­diterráneo, «una casa de artista donde vendrán mis discípulos y formaremos una colonia, una es­cuela de pintura revolucionaria, la pintura al aire libre, sin estudios ni artificios…», contó a su amigo Blasco Ibáñez.


Trabajador incansable, discreto, ambicioso y exigente consigo mismo, sus mayores deseos eran pintar a todas horas y estar con su familia. La historia de Sorolla es la de un hombre de éxi­to que hubiera preferido una existencia anodina. Una vida extraordinaria con un final desgraciado. ¿Cómo se forjó su carácter? ¿De dónde provenía su don?, ¿Qué vida llevaba en el París efervescente de principios de siglo xx? ¿Se cruza con un joven Picasso, que llega a París en 1900? ¿Cómo era la España que vio y plasmó en sus cuadros? ¿Qué re­lación tiene con el millonario neoyorquino Archer Huntington? ¿Cómo logró mantener vivo el amor por su mujer toda la vida?


CLAVES DE LA OBRA


Joaquín Sorolla (1863-1923), de quien actual­mente no existe ninguna biografía en el mercado, es considerado uno de los mejores pintores es­pañoles de todos los tiempos, junto a Goya y Ve­lázquez. Su vida tuvo lugar entre dos épocas, en un período de transformaciones trepidantes que el pintor observa, en este libro, desde la impertur­babilidad de su carácter discreto, centrado en una única obsesión: su arte. Esta biografía procede de singular manera: no necesariamente cronológica, sino por temas; temas que definieron la existencia del pintor y que, en muchos casos, también po­drían definir las nuestras y enseñarnos otra forma de vivir.


CÓMO CAMBIAR TU VIDA CON SOROLLA es una pro­puesta literaria sumamente original, en la que la biografía se aleja por completo del academicismo sin perder un ápice de rigor, y ofrece una especie de libro de autoayuda muy peculiar con informa­ción detallada y veraz narrada con un estilo ágil, lleno de humor y emoción. Gracias a César Suárez, con Sorolla aprendemos que se puede amar la propia tierra sin idolatrarla, que incluso a distan­cia, se pueden mantener los mismos amigos y el mismo amor con honestidad toda la vida, que se puede ser del propio tiempo sin dejarse arrastrar por la época, que en un artista son importantes el talento y la inspiración, pero tanto o más lo son la persistencia, el arrojo y la vocación. Suárez con­vierte la vida de Sorolla en una posible guía, de forma divertidísima y singular, a la manera en que también lo hiciera Alain de Botton con su audaz y celebrada Cómo cambiar tu vida con Proust.


Construyendo una trama que bien podría ser la de una buena novela, Suárez consigue su objetivo a través de un arsenal de técnicas y elementos hi­lados con fluidez, gracia y maestría: testimonios, entrevistas ficcionadas, diálogos entre los pro­tagonistas basados en correspondencia, cartas, elaboración de decálogos, tests de personalidad, descripción de fotografías, citas de obras litera­rias… Hay, por ejemplo, dos encuentros improba­bles de Sorolla con Picasso y Proust, pero también una serie de semblanzas de artistas o comenta­rios sobre la educación de las mujeres en la épo­ca.


Todo ello va armando poco a poco una obra re­donda. Los capítulos se organizan de tal manera que de cada aspecto de la vida del pintor se pueda sacar una enseñanza. La mayoría comienza con la evocadora descripción de un acontecimiento social de

importancia que acaba ligándose con Sorolla: asistimos entonces a una serie de análisis y escenas importantes en su vida que están siem­pre a medio camino entre la biografía, el ensayo y la ficción.


TEMAS Y EXTRACTOS


El trabajo y la determinación

Desde que, a los quince años, ingresa en la Es­cuela de Bellas Artes de San Carlos en Valencia, Sorolla muestra ya una dedicación vocacional ce­lebrada por sus maestros. Vive para pintar, todo lo demás —excepto su familia— está en un plano muy inferior, y tiene la firme voluntad de triunfar. De ello es particularmente representativo el enor­me trabajo que pone en su obra El entierro de Cris­to. El episodio es fundamental, pues supone una enorme decepción y un antes y un después en su devenir artístico. Con el objetivo de destacar en la Exposición Nacional, Sorolla elige pintar un cuadro de gran formato y estilo y temática conservadores al que dedica, con confesado sufrimiento, casi dos años de intenso trabajo. Un cuadro que finalmente no gusta, ni siquiera llama la atención. El golpe es demoledor, pero tras el abatimiento, consigue re­cuperarse y cambiar de dirección.


«“Desgraciado es el espíritu inquieto por el futuro”, dijo Séneca. Montaigne cita el precepto de Platón: “Realiza tus propios actos y conócete”. “Quien hubiera de actuar por sí mismo —escribe Montaigne— vería que la primera lección es co­nocer lo que es y lo que le es propio. Y quien se conoce a sí mismo no adopta los actos ajenos como propios, se ama y se cultiva más que a nada, rechaza las ocupaciones superfluas y los pensa­mientos y propósitos inútiles”. Encontrar tu cami­no, ser tú mismo..., pero ¿cómo? […] A pesar de su desfallecimiento espiritual, el pintor trabaja con fe, “consciente de mi arte futuro”, buscando la ma­nera de hacer que brote el chispazo de la pintura que sabe que lleva dentro. “Empecé a crearme sin temor alguno mi modo de hacer —dice—, bueno o malo, no lo sé, pero verdad; sincero, sincero, real reflejo de lo visto por mis ojos y sentido por mi co­razón... ¡La manifestación exacta de lo que yo creía que debía ser el arte!”.

Ni un solo día en Asís deja de aparecer en su cabeza aquella conversación que tuvo con su tío Pepe una tarde, de vuelta de la fragua, entre huer­tas y naranjos:

Ay, Ximet. En esta vida hay que hacer las co­sas sin prisas, disfrutar de lo que se tiene, tener re­poso. Acuérdate de lo que te digo, que no es poco.

Sí, tío, pero yo lo que quiero es pintar» (p. 56- 58).

La relación con su mujer

Sorolla conoce a su futura mujer, Clotilde García del Castillo, con dieciséis años y se casa con ella a los veinticuatro. Debido a los frecuentes viajes del pintor, la correspondencia entre ellos, de la que se conservan más de dos mil cartas, era continua, con lo que se trata de una de las grandes herramientas que permiten a César Suárez reconstruir —y ficcio­nar— su relación. Clotilde, hija de un fotógrafo muy apreciado por Sorolla, era una mujer altamente educada para su clase y su época, hogareña y fa­miliar, que supuso un pilar fundamental en la vida tanto privada como profesional del pintor. No solo fue una amante y cuidadosa esposa, guardiana de la paz doméstica, sino que también ejerció, en muchas ocasiones, como secretaria y asistente del pintor (además de ser su principal modelo).

El amor de Sorolla por Clotilde, constante y evi­dente a lo largo de toda su vida, estuvo en con­sonancia con su carácter discreto, alejado de la fiesta y la bohemia y completamente entregado a su trabajo. Parece que las bromas recurrentes que ella le hacía en sus cartas, a propósito del posible interés que Sorolla pudiera tener por otras muje­res en las bulliciosas ciudades que visitaba, siem­pre fueron infundadas.

«Algunas ideas sobre cómo conservar el amor de una persona toda la vida:

Que para amar es necesario admirar a la per­sona amada; que hay que tratar de vivir la misma vida para entenderse; que de vez en cuando es preciso regresar a ese lugar idealizado en el recuerdo —llámese Asís— en busca de “los apasionados besos”; y que, aunque todo lo demás funcione, no nos confiemos, pues no hay que olvidar que ser la mu­jer de un artista es muy difícil.


DECÁLOGO DEL BUEN MARIDO, SEGÚN SOROLLA.


UNA SUPOSICIÓN SÉ DETALLISTA. Nunca está de más un gesto de amor, un ramo de flores, un vestido. Cuando yo estaba fuera, me encargaba de que Clotilde reci­biera flores a menudo: violetas, claveles, azahar... Colores que le iban bien a su tez pálida. Recorría de arriba abajo las galerías de París para encon­trarle un vestido a su gusto. Bueno, al mío, porque a ella todo gasto le parecía innecesario. En el ho­tel me deleitaba imaginando que posaba para mí con el vestido. A veces incluso retrasaba el regreso a España, pendiente de la confección de alguna prenda. Lo que pasa es que con mi mala cabeza nunca me acordaba de su talla y tenía que escri­birle para reclamársela, así que las sorpresas al llegar a casa estaban descartadas.


SÉ FIEL. Jamás dudé del amor de Clotilde, y espero que ella no lo hiciera del mío... Aunque a ve­ces me manifestó su temor a que me dejase llevar por la bohemia, tan frecuente en mi gremio. ¡No sabía ella bien lo lejos que me sentía yo de esos holgazanes! Aunque estuviéramos distanciados, ella siempre estaba presente en mi corazón para mostrarme el camino correcto.


DISFRUTA DEL TIEMPO QUE ESTÉIS JUN­TOS. Se entiende por juntos compartir un mismo espacio donde sea posible al menos establecer una conexión visual. A veces, cuando estaba con­centrado en mi pintura, me volvía hacia el sofá donde Clotilde leía o cosía. Cuatro de cada cinco veces, ella me estaba mirando.


Está bien comunicarse, pero no hace falta que LE CUENTES TODO. Aunque en mis cartas a Clotilde hay momentos en los que puedo parecer apesadumbrado, solo le contaba una pequeña parte de mis desánimos. En cambio, trataba de compartir con ella mis alegrías y mis ilusiones, pues ella era mi confidente y mi mejor consejera.

«Es muy difícil ser la mujer de un artista», me dijo una vez Clotilde. En mi opinión, el entendi­miento entre una pareja no depende del volumen de cosas que se cuentan.


Cuida tu lenguaje, pues las palabras hacen el CARIÑO. Jamás, ni en los momentos más difí­ciles, Clotilde y yo nos faltamos al respeto. Yo la llamaba mi flaca, o mi fea. Lo primero era cierto: Clotilde tenía una cintura fina que se redondeó con la maternidad y que yo adoraba. Lo segundo era una broma que a ella le divertía, porque a ve­ces decía que se sentía poca cosa para mí. ¡Ni que fuera yo un adonis!


OLVIDA LOS RENCORES. No conserves esos agravios tontos que ya están olvidados. Nada daña más una relación que ese inútil combate en el fango por las cuestiones más intrascendentes.


BUSCA SU SONRISA. ¿No dicen que el senti­do del humor es el mejor suavizante para la pare­ja? A Clota le gustaba mucho bromear, y a mí que se riera con mis picardías. Era más positiva que yo, que a veces me dejaba llevar por la angustia. De­cía que reírse de las preocupaciones era como to­marse unas pequeñas vacaciones del problema. Una frase de optimista, de acuerdo, pero razón no le faltaba...


NUNCA PIENSES QUE TU RELACIÓN ES PROVISIONAL, PORQUE ENTONCES LO ACABA­RÁ SIENDO. Al contrario, confía en que tu amor es para siempre, aun en los peores momentos. Si te asalta la duda, piensa que solo el ejercicio de re­flexionar sobre eso que no funciona es ya un acto de amor.


NO ENREDES CON LA IMAGINACIÓN. La vida no es lo que tú supones que es, sino lo que en realidad sucede. Uno es tan feliz o tan infeliz como cree serlo. Y si te gusta hacer castillos en el aire, añade a tu pareja a esas fantasías.


SALID Y DIVERTÍOS. En este punto siento no poder daros más indicaciones porque Clotilde y yo no somos el mejor ejemplo, aunque no mu­chas mujeres de nuestro tiempo podrían decir que estuvieron en Italia, París, Londres y Nueva York.


Su pintura


Desde el comienzo mismo de su formación ar­tística, a Sorolla le enseñaron a pintar al aire libre. Captar el movimiento y la luz eran las consignas principales de su estilo, algo que es cierto, sobre todo, en sus obras de playa valenciana, y que en cierta medida lo acercan (muy a su pesar) a cier­tos planteamientos impresionistas. Desde Nada­dores, Jávea y Sol de la tarde (1905) —momento a partir del cual comienza a considerarse un pintor de verdad— hasta la que es probablemente la cul­minación de su obra, La bata rosa (1916) —apoda­da La Venus valenciana—, va eclosionando en su pintura una gama cromática cada vez más rica, basada en un blanco luminoso omnipresente. La forma de pintar de Sorolla fue, también, pionera de la mirada fotográfica, que permitía captar el instante en movimiento: «Sorolla expresa el estar, más que el ser» (p. 156).


«Cuenta Baudelaire en La obra y la vida de Eu­gène Delacroix que una vez le dijo el pintor a un conocido suyo: “Si usted no es lo bastante hábil para hacer un croquis de un hombre que se tira por la ventana en lo que tarda en caer del cuarto piso al suelo, nunca podrá producir grandes te­mas”. Sorolla superaría la prueba de Delacroix. Su velocidad de ejecución está ligada a la precisión de las formas y la luz que quiere captar. “Mis cua­dros exigen rapidez. Deberían pintarse tan rápido como un boceto —le dice a Starkweather [un dis­cípulo suyo]—. Si tuviera que pintar despacio, no podría pintar en absoluto. Solo con la velocidad se puede obtener una ilusión de fugacidad”. Asegura que la prisa es necesaria “para que no se evapore la acción de la idea”.


Su extraordinaria facilidad para pintar fue mu­chas veces usada en su contra. “Pinta demasiado fácil”, le critican. Parece que pinte sin preocupa­ción alguna, mostrando una tremenda seguridad, y eso molesta. Starkweather, en una comparación exagerada, dice que Sorolla pinta de manera tan instintiva que le recuerda a una vaca pastando.


El asunto no es tan simple. En realidad, Soro­lla es un torbellino de dudas. No nació pintando: aprendió el oficio. Su arte “era un saber, no un don; el ‘prodigio’ respondía al trabajo acumulado”, di­cen Felipe Garín y Facundo Tomás. Precisamente su lucha constante es pintar con menos preocupaciones. Llegar a “la verdad sin durezas”, como él desea, le cuesta un esfuerzo titánico» (p. 159).


«Aunque Sorolla reniega del impresionismo toda su vida, en una ocasión se le escapa un lige­ro halago acerca del violeta, uno de los tonos que más utiliza para las sombras y los contrastes. “A pesar de todos sus excesos, el movimiento impre­sionista nos ha legado un gran descubrimiento: el color violeta. Es el único descubrimiento de im­portancia en el mundo del arte desde Velázquez”, dice en una entrevista de 1908. Monet ya lo había anticipado: “He descubierto por fin el verdadero color de la atmósfera. Es el violeta —dijo—. El aire fresco es violeta”. Y no le faltaba razón. La abun­dancia de púrpura en las pinturas impresionistas fue objeto de burlas hasta el punto de que se les acusó de fomentar la “violetomanía”, una enfer­medad colectiva que podía afectar a la moral. «Si en la naturaleza no hay negro, ¿tienen las sombras un color en particular? —se pregunta Philip Ball—. De ser así, este color para los impresionistas es el violeta, el complementario de la luz del sol”.

Pero de entre la luminosa multitud de matices de la paleta de Sorolla, su color preferido para pro­ducir esas «vibraciones en el alma» que busca es sin duda el blanco. Ese blanco que en realidad no es un color y que es a la vez el comienzo de todos los colores» (p. 204).

La España de la Generación del 98


Aunque Sorolla pintó una serie de cuadros so­bre españoles ilustres, en los que retrató a figu­ras como Galdós, Baroja o Unamuno, su relación con los intelectuales de la posteriormente llama­da Generación del 98 nunca fue de gran afinidad. Para muchos de ellos, la pintura de Sorolla era una cosa fácil que evadía sistemáticamente la grave­dad de la situación del país.

A Sorolla, por su parte, los planteamientos po­líticos de ese grupo de intelectuales le parecían demasiado radicales y su visión de España, de un pesimismo insostenible en los hechos; comulga­ba con algunas de sus ideas progresistas, pero con matices. Así, por ejemplo, era republicano, según Blasco Ibáñez, pero mantuvo una estable relación amistosa con el rey Alfonso XIII. Cuando su mecenas estadounidense, Archer Huntington, le encargó la decoración de las paredes de la bi­blioteca de la Hispanic Society de Nueva York (la obra Visión de España), Sorolla emprendió y re­emprendió a lo largo de siete años un viaje por la España miserable de la época: acabaría de­teriorado física y anímicamente, arrepentido de haber aceptado proyecto tan colosal a una edad ya madura, pero se entusiasmó con sus gentes y costumbres.


«De esta parte de su epistolario podemos ex­traer que las camas de las fondas son nefastas; la comida no le gusta; en Alicante “no hay vida”; lo auténtico es incompatible con el progreso; Murcia es “una pequeña Sevilla con tipos valencianos”; Granada supera a Sevilla en “belleza bravía”; París es un convento comparado con el “desenfreno del vicio barcelonés”; Elche con su palmeral no pare­ce Europa; Valencia está bien solo como ciudad moderna, “pues lo antiguo es tan malo que no vale la pena conservarlo”; hay pequeños pueblos como Lagartera (Toledo), a los que “Dios hizo bien en no permitir llegar el ferrocarril”; nada iguala el olor del jazmín de noche, y se confirma una constante que traspasa épocas: las moscas son insoportables en todas partes.


A su modo, sin implicarse demasiado, porque lo primero es su pintura, Sorolla participa en ese cuestionamiento de la identidad española que re­corre todo el siglo xix, se adentra en el xx hasta el fatal enfrentamiento y en algunos aspectos pre­valece hoy en día. “Yo, el valenciano más español, he venido a demostrar la realidad de la existencia de las nacionalidades españolas”, dice. A menudo, la realidad que contempla le da un cogotazo de pesimismo, pero a pesar de ello la luz de su pintu­ra siempre sale victoriosa» (p. 119-120).


La relación con Huntington


Archer Huntington, fundador y presidente de la Hispanic Society, fue un personaje fundamen­tal en la vida de Sorolla, uno de los nuevos ricos de Estados Unidos, apasionado por la cultura espa­ñola. Cuando se conocen, el pintor es ya amplia­mente admirado, pero al convertirse Huntington en su mecenas, da el salto al otro lado del Atlán­tico y triunfa de manera rotunda y espectacular con su exposición de 1909 en Nueva York. Sorolla se vuelve indiscutiblemente rico y famoso. El es­tadounidense también tendrá mucho que ver en los últimos años del pintor, pues será por encargo suyo que emprende la descomunal obra Visión de España. La relación entre ambos es de simpatía inmediata y, más tarde, amistad.

«Pero ¿qué pueden tener en común dos perso­nas de origen tan dispar? Veamos algunas cone­xiones posibles.

Ambos tienen un carácter discreto, alejado de egocentrismos. No persiguen honores ni dejar un nombre para la eternidad. A Sorolla, ya lo hemos visto, le sobran las alabanzas. Lo único que le inte­resa es pintar y vender cuadros, para poder seguir pintando […].

Coinciden en un apasionamiento sincero por España y sus gentes. Para Huntington el pueblo español, como ningún otro pueblo europeo, guar­da “la esencia de la civilización occidental”. Sorolla conoce bien ese sustrato popular, y en Valencia, no sabemos por qué, como dice Andrés Trapiello, lo popular “es doblemente popular”.

Comparten un afán de perfección. “Si llego a tener un museo —había dejado escrito Huntin­gton—, los empleados tendrán que conocer las obras y hasta los refranes, y haber visto las criatu­ras del país que conviven con el ser humano, des­de la mula hasta la chinche...”.

Les obsesiona el trabajo […]. Les molestan las distracciones no deseadas. Huntington se queja del tiempo que le hacen perder los almuerzos y las cenas interminables, esas que además de des­viarte de tu objetivo suelen tener efectos etílicos posteriores que te inutilizan por algunas horas. A Sorolla le ocurre igual» (p. 110-111).


La modernidad


El contexto histórico y social en el que vivió So­rolla es una constante fundamental de esta obra. Sorolla se relacionó con su propio tiempo con in­terés, pero sin dejarse llevar por las novedades del progreso, moderno pero alejado de la fascinación por la modernidad. Esto es cierto en sus viajes a las grandes capitales, en su posicionamiento ha­cia las nuevas corrientes artísticas, en su actitud hacia los diferentes acontecimientos sociales que vivió (el estreno apoteósico de la Electra de Gal­dós, por ejemplo). Suárez evoca con elegancia e inteligencia hitos como el París de la Exposición Universal, la demolición de las murallas viejas de Valencia o la «popularización» de la cámara fo­tográfica y cómo esta afecta ya para siempre a la pintura.

«Aunque a Sorolla le asombra el ambiente ar­tístico de París, no se deja seducir por su hedo­nismo. Ese hervidero de energías que anuncia la modernidad le entretiene, pero no le cautiva. En todo espectáculo hay cierta impostura con la que él no se identifica. De hecho, desprecia toda esa teatralidad. Siente curiosidad por la multitud, pero prefiere la intimidad. Y, por encima de todo, está decidido a aprovechar el tiempo al máximo […]. ¿Qué más cosas están pasando en ese París con fama de desenfrenado cuando llega Sorolla? Ima­ginemos un gran escenario por donde van desfi­lando estos personajes: Rodin se encuentra con Camille Claudel, la invita a subir a su taller y no tarda en convertirla en su musa y amante. Ella ad­mira el molde del busto de Victor Hugo que más tarde Rodin usará como modelo para esculpir su monumento al escritor; Theo van Gogh recibe en su apartamento el cuadro Los comedores de pa­tatas que le envía su hermano Vincent; un niño de nueve años llamado Joseph Meister es mordido por un perro rabioso, el químico Louis Pasteur le inocula la vacuna que acaba de investigar y cura la rabia por primera vez en un ser humano; Paul Verlaine ensalza a Rimbaud y Mallarmé en Los poetas malditos y poco después pasa una tempo­rada en la cárcel por intentar estrangular a su ma­dre; Jules Massenet estrena El Cid en el renovado Teatro de la Ópera; el arquitecto Viollet-le-Duc ter­mina la monumental Estatua de la Libertad, con un armazón de acero construido por Eiffel, que al año siguiente se envía en piezas para su ensam­blaje y construcción en la isla de Bedloe de la ba­hía de Nueva York; la actriz Sarah Bernhardt, que acaba de triunfar con La dama de las camelias en su teatro de la Porte Saint-Martin, lee con mucho interés un artículo de un médico austríaco lla­mado Sigmund Freud sobre el uso de la cocaína como estimulante y analgésico; en el Salón de Pa­rís se exponen por primera vez al público las dos primeras obras de Henri Rousseau, pero algunos espectadores se indignan y acuchillan los cua­dros, por lo que hay que retirarlos e instalarlos con los refusés (los rechazados); […] Émile Zola publi­ca Germinal, donde vaticina: “Toda la industria y todo el comercio acabarán por no ser más que un inmenso bazar único, donde la gente podrá pro­veerse de todo” el impresionista Pierre-Auguste Renoir paga al médico que asiste el parto de su hijo mayor, Pierre, pintando flores en las paredes de su apartamento; el ingeniero Gustave Eiffel busca inversores para levantar una torre metálica de trescientos metros» (p. 17-19).


Sobre el autor


César Suárez Martínez (Madrid, 1975) es perio­dista especializado en cultura. Desde hace quince años es redactor jefe de la revista Telva, donde ha entrevistado a las principales figuras del cine, la música, las artes y la literatura. Aprecia la utilidad de lo inútil, las historias bien contadas, las voces del pasado y las palmas al compás. En el fondo de pantalla donde ha escrito este libro hay un auto­rretrato de Sorolla de 1909 dedicado a su mujer.




 

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