LAS HEREDERAS, la gran novela de Aixa de la Cruz, una autora con la voz de miles


Editorial Alfaguara. 328 páginas

Tapa blanda con solapas: 21,90€ Electrónico: 9,99€



«Parece que un suicidio en la familia cons­tata lo que siempre se sospecha, que la locura corre en los genes, que estamos bíblicamente perdidas. [...]. Si estamos locas, sostiene, será porque nos han enloquecido».


Hace seis meses que la abuela Carmen se sui­cidó, y nadie ha sabido aún por qué. Ahora, sus cuatro nietas vuelven a la casa del pueblo en la que murió y que ellas han heredado. Esa reunión familiar de las cuatro herederas, jó­venes mujeres que, por distintas razones, viven pri­sioneras de sus obsesiones y debilidades, despier­ta un aluvión de recuerdos y situaciones en las que se hacen patentes todos los secretos, individuales y familiares. La enorme casa, amiga y enemiga trae a la memoria de las protagonistas los largos veranos en el pueblo, los «baños en agua fría en el pilón», las «moras explosivas y sangrientas del árbol junto al cementerio, los paseos en bici»; pero también es una farmacia rural que esconde la des­bordada colección de pastillas y medicamentos de la abuela, un ecosistema vivo de energías oscuras que empuja a las herederas a preguntarse con miedo si la locura es una enfermedad genética que las mujeres de su familia también heredan.


Nora, la urbanita desastre, que trabaja como periodista autónoma, lleva una vida hiperactiva y sin futuro, empachada de drogas que usa para aguantar la presión en el trabajo y luego para olvi­darse de todo, mezclándolas con alcohol, cuando sale de fiesta. Consciente de que está abusando de su cuerpo, ve en la herencia la oportunidad de poner punto final a esa vida precaria y alienante.


Por su parte Olivia, su hermana mayor, se pelea con sus propios fantasmas: la relación con su her­mana, a quien considera una yonqui fracasada; y la necesidad de racionalizar las enfermedades —mentales y físicas— de la familia después de la muerte del padre, causada por un fallo cardiaco, que la empujó a estudiar medicina para redimir su culpa: diagnosticarle a la abuela lo que no pudo diagnosticar a su padre.


Mientras tanto Lis, prima de Nora y Olivia, re­cuerda la crisis que sufrió en esa misma casa: su hijo Peter, apenas un bebé, se escondió jugando tras las cortinas, y cuando salió ya no era Peter, alguien lo había suplantado. Lis se medica, man­tiene a raya su locura, su avería, con pastillas. Deja que todos la dirijan: Jaime, padre ausente y ma­rido controlador, su prima Olivia, que siempre la analiza y la diagnostica; y el lado más «cuerdo» de sí misma.

Por último, está Erica, hermana de Lis, y la más soñadora y new age de las primas, convencida de que esta casa es su gran oportunidad de cambiar de vida, quizá instalándose allí y viviendo de orga­nizar retiros holísticos y paseos botánicos. Descu­brir los nombres y usos de las plantas que crecen por todo el pueblo y leer el futuro en las cartas de tarot que le dejó su abuela le parece un plan de vida tan realista como otro cualquiera.


Reflexionando fuera de la lógica impuesta, Nora descubre que doña Carmen ha consumido sustancias psicotrópicas para sus visiones, inclu­so estando embarazada de su padre. Los hom­bres de la familia no estaban malditos: solo tenían una enfermedad congénita, y la abuela, al final de su vida, ya enferma y consciente de lo que se ave­cinaba, decidió acabar con su vida.


Incluso Olivia, la racional, la representación del orden familiar, se convierte en un oráculo después de haber ingerido involuntariamente el estramo­nio que Nora, Peter y Erica recogieron durante un paseo por el campo.


Bajo el efecto alucinógeno del estramonio, Oli­via se desdobla, muestra su naturaleza especular («hay dos Olivias: la visitante y la residente») y la intuición se potencia al máximo, tanto que llega a deducir que Erica está embarazada; un test pos­terior lo confirma. Erica no recuerda cómo ha po­dido pasar, solo sospecha que ha sido víctima de una violación bajo el efecto de las drogas, y está decidida a abortar. Durante los minutos que pre­ceden la confirmación de la prueba de embarazo, Lis, ahora pletórica, calmada y dueña de sí misma, avisa a su hermana de que a partir de ese momen­to Peter se llamará Sebas —al parecer, el nombre del niño que aparece en unas fotos antiguas que Lis ha encontrado en una casa abandonada del pueblo—. Como en un sueño, las reglas de la rea­lidad que conocían —o que creían que debían se­guir— se invierten. El orden que las ataba a una realidad impuesta encuentra una escapatoria ha­cia lo imprevisible y lo extraño.


Por su parte, Nora, que está decidida a desin­toxicarse, se cita con Rober, su camello, que quie­re proponerle utilizar la casa como almacén para su mercancía; si bien en un principio ella tiene du­das, también ve que ese dinero fácil le permitiría cuidar de Lis, Peter y Erica, a quien Olivia intenta convencer para que no aborte.


Finalmente, tres de ellas se quedan en la casa, liberadas, desatadas. El acorralamiento institu­cional ha terminado. Olivia, en cambio, consciente de que su forma de ser no encaja en el oasis mági­co que puede llegar a crear su familia, les entrega las llaves de la casa. Su trabajo ha acabado.


«—Qué hago con esto. Qué se hace con esto.

No siempre hay que hacer algo. No todo es productivo».


Con un estilo frenético y alucinante, pero a la vez riguroso y realista, Las herederas se configura como un grito contra el horror del diagnóstico y de la psiquiatría como forma de violencia institu­cional.


Evocando a voces literarias como la de Maria­na Enriquez y Cristina Morales, pero también la magia poética de los grandes maestros sobre los secretos que se desvelan con palabras (de Carlos Fuentes a Samantha Schweblin, de Virginia Woolf a Joan Didion, pasando por Jonathan Lethem), Aixa de la Cruz escribe una historia poderosa donde explora una generación tocada de muerte por las profecías autocumplidas que etiquetan y alienan al individuo; y lo hace avalándose con las premisas del pensamiento mágico, sin olvidar que todo lo humano, al fin y al cabo, es real.


Con fúnebre delicadeza, en un crescendo don­de no pasa nada, pero pasa de todo —no hay nada más normal—, la autora infunde en sus herederas una santidad animal, una vuelta a la intuición pro­funda que acaba con sus viejas representaciones; la casa sanciona un antes y un después, y Nora, Lis, Erica y Olivia renacen como seres nuevos, brujas metafísicas destinadas a cambiar, al me­nos, su propia existencia:


«Vamos a ser una explo­sión demográfica. Espero que nos lo perdonen».

Las herederas. «¿Qué hacer con nosotras?».


NORA: es la que vive más al límite. Trabaja como periodista freelance y vive al día, con cien euros en la cuenta del banco, entre plazos impo­sibles, drogas, alcohol y fiestas, y jugando con el riesgo constante de una sobredosis. Su relación con las drogas funciona en cadena: siempre inten­ta suplir alguna carencia con otra, así que abusa de los tranquilizantes cuando tiene crisis de abs­tinencia, a pesar de que encuentre ridículo quitar­se una droga con otra, «ridículo y bancario, como recapitalizar la deuda». Es la que más reflexiona sobre los aspectos sociales y las repercusiones que el sistema tiene en la vida de cada una, so­bre todo, sobre la suya y la de Lis, que «ha paga­do el peaje», manera en que se refiere a la prisión medicinal en la que la han encerrado después del brote. Aunque es consciente de que el abuso de sustancias depende en parte de la hiperproduc­tividad capitalista —largas horas de trabajo pre­cario y fechas de entrega imposibles para ganar un dinero que se cobra horas de vida («Después de todo, su corazón tiene un límite. Y su cerebro tiene un límite muy frágil. Mucho más de lo que imaginaba. Lo descubrió hace poco, durante el úl­timo pico de trabajo antes de las vacaciones —y es que siempre hay picos, picos y depresiones, pero jamás mesetas—. Tras varias noches de insomnio encadenadas con desayunos de anfetaminas, algo se rompió en alguno de esos lugares blandos y oscuros donde anidan los desechos de la me­moria».)—, sufre por no cumplir con estas expec­tativas y con las de su hermana. En la casa, en la que quiere quedarse a vivir porque le han subido el precio del alquiler en la ciudad, empieza a notar la necesidad de corregir la atrofia a la que el abu­so y la adicción la han empujado, la zombificación de la «Nora sobria», a la que se opone la «Noria eufórica y maníaca», una dualidad que, por otras razones, tienen todas las herederas.


Nora es lo opuesto a Olivia y a la Lis pre-psicó­tica, a las hermanas que se consideran la encar­nación del orden familiar (la primera, cardióloga, «estudiaba mientras las demás enloquecían»; la segunda, esposa y madre). Siempre se ha lleva­do mejor con Erica. Nora es también el personaje que paradójicamente compensa la irrealidad de las premisas del pensamiento mágico: como bue­na conocedora de todas las sustancias legales e ilegales que se pasean por el texto, sabe poner­les nombre a todos los efectos secundarios de las drogas y los medicamentos; es la racionalidad eufórica. Finalmente, cuando parece que la des­intoxicación está funcionando, se convierte, den­tro de la dinámica familiar, en cuidadora, aunque sea a costa de aceptar un trato muy cuestionable guardando la droga que vende su amigo Rober. No se escapa del capitalismo, pero encuentra su dimensión «lógica» fuera de él («Si estamos lo­cas, sostiene, será porque nos han enloquecido»).


OLIVIA: cardióloga de profesión, destaca por su carácter controlador con las demás herederas y por su actitud castradora, de madre conserva­dora fallida. En su condición de cuidadora, busca y necesita el control, que pasa por la visión crítica y la revisión, de ahí su obsesión por encontrar la razón por la que la abuela se ha suicidado, con­trariamente a su hermana Nora que, hacia el final de la novela, reconoce que sencillamente no sabe por qué las personas se suicidan.


La competición constante con su hermana Nora, a la que considera una bala perdida y cuyos intereses ha heredado de ella, como la pasión de Nora hacia las letras, viene de los celos causa­dos por las reprimendas de la madre, que parecía más severa con ella. Olivia es una alquimista de las emociones de los demás, llena de sufrimien­tos físicos, como dolores crónicos y episodios de parálisis del sueño, y mentales, como su necesi­dad de reparar una culpa histórica y convertirse en cardióloga. Es la razón pura, la ausencia de im­pulsos, que enterró después de un leve despertar sexual y que seguramente trató de esconder en su edad adulta —cuando era pequeña, se escabullía a la biblioteca de la casa por las noches para leer novelas eróticas o contemplar el cuerpo desnudo de su prima Lis—. Curiosamente, a pesar de sus ansias racionales, comprender la muerte de la abuela supone para ella no tanto una forma de honrar a la difunta, sino de dar sentido a sus pro­pios miedos.


A pesar de su temperamento duro y autoritario, Olivia también tiene su reverso, que surge cuando prueba accidentalmente el estramonio y se con­vierte en un oráculo; como bien explica Nora du­rante la experiencia adivinatoria de su hermana, el efecto de la droga excita la intuición y así es como consigue atar cabos y entender que Erica está embarazada. Sin embargo, después de esta expe­riencia Olivia no parece ser la misma: sin quererlo, se ha convertido en esa abuela de cuya muerte busca una explicación; la racional es la visionaria. Finalmente, acepta a su familia tal y como es y de­cide entregar a las otras tres las llaves de la casa, es decir, su parte de la herencia


ERICA es la «chamana» que cree en los pode­res ocultos de la naturaleza, en el espiritismo y en la filosofía new age. Erica es el espejo de su her­mana Lis, la otra cara de la moneda: la excentri­cidad aceptable que, por tener explicación, no se ha institucionalizado con la fuerza, como en cam­bio ha pasado con la locura de Lis. Sin embargo, como ella, Erica habla de «energías oscuras» que permean la casa, y su actitud precavida recuerda al instinto de huida del animal acorralado.


Erica intenta constantemente anticiparse a las reacciones de su hermana para no alterarla, so­bre todo, en lo que concierne a Peter-Sebas, hijo de Lis y sobrino suyo, de la misma forma que Lis siempre está dándole vueltas a la mejor compos­tura lingüística y física que debería adoptar para no tener el aspecto de una loca. Ella adora a su sobrino Peter y el instinto maternal hacia él se revela como una premonición cuando descubre que está embarazada, se sospecha, a causa de una violación. En un principio, Erica quiere abor­tar con una infusión de ruda, sobre todo porque le inquieta no conocer la identidad del padre y, por ende, parte de la identidad genética del futuro hijo. Finalmente, se intuye que Olivia la convence de seguir con el embarazo.


LIS: Representa a la figura de la madre. Sufrió un brote psicótico en esa misma casa. Desde en­tonces, vive dentro de una jaula de imposibilida­des e imposiciones, de control lingüístico y men­tal, ejercido, sobre todo, por su marido, Jaime, an­tes padre y marido ausente y ahora verdugo que la chantajea con llevarse al niño si no se toma la medicación. Representa la contención total del sujeto etiquetado y capitalizado que poco a poco empieza a despertarse: «Yo vivo drogada precisa­mente para que no me quiten al niño».


Es el personaje cuya evolución es más evi­dente, cuyo flujo, por obsesivo que parezca —el control autoimpuesto, el cuidado en el uso de la palabra o del gesto— desvela todo lo no dicho so­bre su supuesta locura: una mujer sola, sin nin­gún tipo de apoyo emocional, durante y después del embarazo, sobre la cual ejercen de forma más asfixiante la violencia psiquiátrica institucional y contra quien la histeria se ha utilizado como arma acusatoria para definir tendenciosamente su es­tado de ánimo.


Todo ello ha potenciado la idea de que no sea una buena madre cuando, en realidad, es muy probable que haya sufrido de depresión postparto y que su hijo sea un niño

especialmente problemático. Peter, por el contrario, es muy cari­ñoso con su tía Erica, hecho que retroalimenta los miedos de Lis.


Como Nora, es esclava de las sustancias que la mantienen a raya, que la hacen normal, que la alejan del territorio de lo extraño y, sobre todo, que la atan a la vigilancia de su marido, Jaime. Sin em­bargo, en la casa, Lis empieza a tomar conciencia de su propio estado mental y emocional y, a pesar de que tenga otro episodio psicótico —de ahora en adelante, Peter se llamará Sebas—, intuye lo que Nora lleva pensado desde siempre: que par­te de su locura surge de las exigencias externas, «porque el nivel de responsabilidad y entrega que se exige hoy en día a los cuidadores es trasunto de lo que se les exige, al mismo tiempo, en sus em­presas». La casa y, por extensión, la familia, será su salvación: deja a su marido y se queda a vivir allí con su hermana y con Nora


Sobre la autora


Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) es licenciada en Filología Inglesa, doctora en Teoría de la Literatu­ra y Literatura Comparada y escritora. Ha publicado las novelas Cuando fuimos los mejores (2007), De música ligera (2009), La línea del frente (2017) y Cambiar de idea (2019), gana­dora de los premios Euskadi de Literatura 2020 y Librotea Tapado, finalista del XV Premio Dulce Chacón y reconocida por el suplemento Babelia como uno de los diez mejores libros del año 2019. Es también autora del libro de relatos Modelos animales (Salto de Página) y del ensayo Dicciona­rio en guerra (2018). Ha colaborado con diversas publicaciones como Babelia - El País, La Marea o Vogue y escribe una columna mensual en el pe­riódico Bilbao, además de dar clases de escritura creativa. Su obra ha sido traducida al inglés, al ita­liano y al portugués


 

Comentarios

Entradas populares de este blog

EL BARRACÓN DE LAS MUJERES, una novela de Fermina Cañaveras que saca a la luz la historia de las mujeres españolas obligadas a prostituirse en los campos de concentración nazis

BAJO LA LUZ DEL ECLIPSE, una novela conmovedora de Mercedes de Vega sobre dos jóvenes unidos por el dolor y la esperanza

Sara Barquinero retrata magistralmente en LOS ESCORPIONES las angustias, anhelos y obsesiones de una generación