ESPAÑA FEA, de Andrés Rubio, es el demoledor relato del mayor fracaso de la democracia: el caos urbano y paisajístico


Editorial DEBATE. 440 páginas

Tapa blanda con solapas: 19,90€ Electrónico: 8,99€


ESPAÑA FEA, de Andrés Rubio, es un estudio brillante de las barbaridades cometidas sobre el patrimonio español desde el final de la dictadura de Franco hasta la actualidad. Luis Feduchi destaca en el prólogo del libro que «España fea es quizá el primer compendio donde todos los factores que han llevado a la devastadora situación de nuestras ciudades y paisajes son detallados, narrados, contrastados y puestos en evidencia en un ejercicio que aúna el mejor periodismo de investigación, en el que la experiencia de Andrés Rubio es incontestable, con la tradición anglosajona del “travelogue” o monólogo de viaje, despunte este en el que con actitud cervantina emerge un autor dispuesto a batirse con todos los agentes responsables de lo que en el libro se denuncia».


¿Por qué la Constitución de 1978 no incluye la palabra «paisaje»? ¿Por qué no existe en España un Conservatorio del Litoral como el francés? ¿Por qué en 1967 había catalogados más de mil pueblos bonitos en España y ahora no quedan ni cien? ¿Por qué la democracia y su régimen de Comunidades Autónomas han sido gravemente dañinos para el paisaje y, en consecuencia, han arruinado de manera irreparable el imaginario colectivo?


El libro desgrana con rigor y sensibilidad los disparates llevados a cabo de las costas mediterráneas a las del norte, pasando por la «España vaciada» y el desastre urbanístico de Madrid, y analiza las causas que nos han conducido a esta catástrofe cultural sin precedentes. Revela la estrategia urdida por políticos y promotores ignorantes y corruptos, con el silencio cómplice de un gremio desmovilizado, el de la arquitectura, más la indiferencia y desconocimiento del mundo intelectual y los medios de comunicación. Pese a todo, el libro también analiza con detalle algunos ejemplos de trabajo bien hecho, enlazando con la mejor tradición europea, en ciudades como Barcelona o Santiago de Compostela, o en pueblos como Albarracín o Vejer de la Frontera.


Partiendo de numerosas entrevistas, y uniendo la crónica periodística, el libro de viajes y el ensayo político, Andrés Rubio presenta un texto de gran originalidad y lleno de matices. Analizando además los casos de Francia, Alemania e Italia, traslada un mensaje europeísta y progresista de defensa de las mejores cualidades de lo público, propugnando la ordenación del territorio como arma indispensable para afirmar la democracia.


¿Por qué un libro titulado de forma tan rotunda España fea? La respuesta podría ser una segunda pregunta: ¿por que el caos urbano y paisajístico es el mayor fracaso de la democracia?


Esa es la tesis del libro, pero en él también se recogen experiencias de trabajo bien hecho que demuestran que otro país es posible. Un tema como este se presta a cargar las tintas, y es así cuando se dice que el afeamiento de España es una catástrofe cultural sin precedentes. Pero el autor ha querido contar también el mayor número de casos en los que las cosas se han hecho bien.


El alcance de esa catástrofe cultural es profunda, porque desencadena lo que el geógrafo Edward W. Soja describe con el concepto de «injustica espacial»: la ruptura de la cohesión social, la desintegración de ese ideal tan querido por los profesionales de la arquitectura y urbanistas del siglo xx por el que el entorno de calidad para vivir de cualquier persona es independiente de su riqueza. La injusticia espacial fractura el ideal de igualdad de la democracia y en este sentido la España fea es el reflejo de esa quiebra.


«[...] Esa miseria española del siglo XIX es, en el siglo XXI, principalmente moral y cultural.Y hay algo que persiste, contra todo pronóstico, y que se ha acentuado: la fealdad, hipertrofiada en vastas extensiones desarticuladas de construcciones “inartísticas”, tomando la expresión del historiador del arte Ernst Gombrich. Un escenario de infraarquitectura ignorado por los políticos y por los medios de comunicación, por los historiadores y los intelectuales, invisible en el debate nacional salvo por sus repercusiones económicas a corto plazo».


Para comprender las dimensiones de la España fea solo se necesita alquilar un coche y recorrer todo el litoral español, no solo el Mediterráneo sino el Atlántico y el Cantábrico también. ¿Qué se salva? Muy poco. ¿Y qué decir de los pueblos? Han vivido un proceso de deterioro y afeamiento irreparable sin que nadie haya hecho nada para evitarlo, un fenómeno que oculta la desvalorización ideológica de la cultura rural, que en España había sido determinante y valiosísima.


«Durante los años ochenta no amainan las quejas, después de los dañinos setenta, sobre pueblos, villas y pequeñas ciudades que se habían mantenido aceptablemente y que se fueron malogrando víctimas de una equivocada política.El exalcalde socialista de Santiago de Compostela, Xerardo Estévez, calificó el fenómeno, con gran sutileza literaria, como “los estropicios en el intradós de las ciudades”. Parece un sinsentido, pero la democracia fue terrible.Y más todavía el saber que en aquellos años que hubieran servido para detener y revertir el proceso destructivo gobernaba el PSOE, la socialdemocracia. Resulta significativo el caso de Lanzarote, con el artista César Manrique pidiendo desesperado, e inútilmente, convertido en un activista, megáfono en mano, que el Gobierno socialista detuviese el burdo boom constructivo especulativo que asoló su isla natal».


En ese hipotético viaje destacan como excepción, curiosamente, Benidorm en su densidad ecológica, contados pueblos costeros aquí y allá, Barcelona, San Sebastián y algunas otras ciudades, muchos fragmentos protegidos de la costa… Y en el interior, algunos pueblos o ciudades que han tenido suerte con sus alcaldes. Pero la impresión de conjunto es «poscataclísmica», utilizando un término del arquitecto Rem Koolhaas.


La lista de barbaridades se hace interminable, especialmente en la costa, con todas esas extensiones de «arquitectura basura» dispersa, malas construcciones, mala planificación, ilega-lidades, una auténtica conspiración contra la democracia y el igualitarismo. Se habla de «arquitectura basura» en referencia a las edifi-caciones desparramadas, concebidas sin pensa-miento arquitectónico, que no contribuyen a la configuración del espacio público ni respetan la forma topográfica a la que se adaptan. Para el crítico Luis Fernández-Galiano, «el urbanismo basura es la expresión geográfica de la democracia».


«La onda expansiva del naufragio arquitec-tónico, urbanístico y paisajístico resultante fue de dimensiones colosales, producto a su vez de un malogrado proyecto educativo y del neoliberalismo como patología. Basta con recorrer las orillas de las costas asoladas por miles y miles de desordenados nódulos de arquitectura basura (esa especie de desparrame de unas tipologías edificatorias poco o nada pensadas y repetidas, da igual la forma topográfica a la que se adaptan)».


Felipe González no sale muy bien parado en el libro, siendo como fue el más perspicaz de los políticos de la Transición. Pero dada su escasa sensibilidad para con el territorio, su figura a la larga acabará siendo juzgada a la baja. «Políticos también de la izquierda contribuyeron al bucle especulativo (la preeminencia del “Que España funcione” de Felipe González en 1982 resuena hoy, vistos los resultados, como un lema absolutamente inquietante)». El ejemplo del indulto a Jesús Gil es el momento paródico, pero hay otro que podría considerarse igual o peor, que es cuando César Manrique, un artista que había logrado preservar Lanzarote junto con su amigo el político Pepín Ramírez, ve que nadie le hace caso y que van surgiendo hoteles ilegales y edificaciones espantosas en su isla natal. Gobierna Felipe González. Entonces Manrique empuña un megáfono y se convierte, como veíamos, en activista, acompañado en una de las protestas por Alfredo Kraus, el gran tenor canario. Manrique concede una entrevista en la que hace una declaración de una agudeza asombrosa: «Menuda herencia para las generaciones futuras con esta panda de burros».


Incultura es la palabra a la que hace referencia la frase de César Manrique. La incultura de los políticos, de las élites, especialmente las de Madrid. Políticos ignorantes y corruptos que fían el desarrollo del Estado a la especulación inmobiliaria. Lo cual se puede entender como opción cortoplacista de activación económica; lo que no se comprende es que en el proceso los arquitectos y arquitectas fueran expulsados del debate (o se autoexpulsaran), lo que llevó a que a partir de entonces pasaron a convertirse en auténticos parias, tomados como rehenes en unos casos, incapaces de movilizarse en otros, ensimismados, anulados y ridiculizados por promotores, políticos, banqueros, y por el brazo armado de todos ellos, los siniestros abogados.


Es una pena el fracaso de Felipe González en su aproximación al territorio. Porque González, a pesar de hablar francés y ser amigo de François Mitterrand, no conecta con el respeto por el paisaje, la arquitectura y el territorio por el que los franceses despiertan tanta admiración. No entendió el hecho arquitectónico y paisajístico como articulador de la identidad colectiva, lo que Henri Lefebvre llamaba "la ciencia del fenómeno urbano", esa que, según el filosofo francés, requiere de una estrategia global del Estado. Los demás presidentes del Gobierno fueron aún más torpes, ajenos todos ellos a esta cuestión intelectual, con el caso dramático de José María Aznar, que en 1998 decretó que la práctica totalidad del suelo fuera urbanizable.


El libro incide continuamente en la compa-ración con Francia, pues España no siguió como hubiera debido el modelo francés: articulado, refinado y profundo, con un verdadero plan estratégico del Estado. Por el contrario, siguió el modelo americano, desregulado, sin estrategia global, favorecedor de la especulación y la corrupción.


«Fue también Giscard el que hizo un llamamiento en 1976 para luchar contra “el afeamiento de Francia”. La diferencia es tan nítida entre el limitado nivel de debate en España y el ambicioso debate nacional galo que, sobre la evolución de París hacia una gran metrópoli, el primero llamado a participar y tomar la iniciativa fue el presidente.El conservador Nicolas Sarkozy lanzó el proyecto del Grand Paris en 2008- 2009, con una consulta a diez equipos de profesionales que mostraron sus resultados en una exposición y formaron un comité científico.Desde 2012 hasta 2017, este comité se modificó ligeramente y se amplió a quince equipos, diez franceses y cinco de otros países europeos.Incluía a figuras de la arquitectura como Richard Rogers, Winy Maas, Bernardo Secchi, Dominique Perrault o Christian de Portzamparc (el equipo hispano-holandés fue coordinado por la española Beatriz Ramo)».


Algunos alcaldes españoles destacan positivamente en un panorama desolador. Especialmente Narcís Serra y Pasqual Maragall en Barcelona, y Xerardo Estévez en Santiago de Compostela. Pero también otros de diverso signo político, como Enrique Tierno Galván en Madrid, Joaquim Nadal en Girona, José Ángel Cuerda en Vitoria, Miguel Anxo Fernández Lores en Pontevedra, Iñaki Azcuna en Bilbao, Odón Elorza en San Sebastián, Antonio Morillo en Vejer de la Frontera…


Los presidentes de las comunidades autónomas apenas aparecen citados en el libro, pues sus logros en la ordenación del territorio no pueden considerarse por lo general significativos. Una frase famosa de San Agustín, que le encantaba a Norberto Bobbio, sirve para abordar este espinoso asunto. Dice San Agustín: «Sin la justicia, ¿qué serían los reinos en realidad sino bandas de ladrones? ¿y qué son las bandas de ladrones sino pequeños reinos?». El régimen autonómico suma, juntamente con el Estado, más de 100.000 normas, reglamentos, leyes, cuando en Alemania no llegan a 10.000. Lo cual genera en España embrollos jurídicos sin cuento. Todo ello en un país con más de dos mil casos de corrupción en democracia. Un país de abogados.


«¿La raíz del desastre? La ignorancia política y la corrupción.¿Los responsables? Los políticos, los ingenieros, los burócratas, los propios arquitectos, los intelectuales, los medios de comunicación, la masa social acrítica abducida por el delirio inmobiliario...Y los abogados, como agentes del discurso del poder (la “regresión de lo jurídico”, la “actividad legislativa permanente y ruidosa” que analizó el filósofo francés Michel Foucault), y por su ineficiencia a la hora de asegurar con técnicas de control del derecho administrativo, y en concreto del derecho urbanístico, que los especuladores y transgresores sistemáticos de la ley no pudieran seguir delinquiendo durante décadas de democracia»


Esta puede considerarse como la parte más delicada del libro. Cuando, visto el desastroso papel que ha tenido en el campo de la arquitectura y el urbanismo el modelo emanado de la Constitución de 1978, que confiere a las autonomías las competencias de urbanismo, el debate ciudadano, político y social sobre su razón de ser aparece como inevitable. En la conspiración contra el paisaje, las comunidades autónomas españolas han sido implacables. La espiral de corrupción, codicia, fealdad e injusticia consecuencia de ese hecho ha sido salvaje. Por eso, en este debate, la alternativa más viable pasaría por la activación de una sociedad de redes de ciudades, en la línea de propuestas como las de la pensadora Saskia Sassen. Ciudades conectadas más transparentes, menos tóxicas, menos identitarias, menos corruptas. Con el propósito de acabar con lo que Salvatore Settis define como federalismo mórbido disgregador, lo que él llama «el permanente conflicto Estado-regiones», algo que este pensador ve que está extendiéndose en Italia en un proceso de devastación suicida.


Ni una sola comunidad autónoma queda libre de sospecha. La falta de alternancia es recurrente. Por ejemplo, en Castilla y León el Partido Popular lleva 35 años gobernando. También en Cataluña, la comunidad más desarrollada, la especulación inmobiliaria delincuencial ha marcado a los gobiernos nacionalistas, en el caso Palau, en la destrucción de la Costa Brava, con Jordi Pujol y su familia como símbolos de la corrupción. Y en Euskadi, el Partido Nacionalista Vasco ha conspirado para que se derriben magníficos edificios industriales y de viviendas en un proceso nítidamente especulativo y corrupto. En Canarias y Galicia, el feísmo característico de la acción humana contrasta dramáticamente con la maravilla de los espacios naturales. Los casos de Galicia y Canarias ocupan muchas paginas porque son dos de las áreas geográficas más impactantes por su belleza. El arquitecto Robin Boyd, autor del libro La fealdad australiana, escribió sobre su país: «Cuanto más grandioso y salvaje el escenario natural, más mezquino y pretencioso el escenario artificial: así no hay posibilidad de comparaciones odiosas». Parece que los gallegos y los canarios hayan aplicado la misma fórmula a rajatabla.


El papel en España de la profesión arquitectónica en todo este asunto resulta muy decepcionante. La arquitectura ha derivado en una falta de peso político casi absoluta salvo en Barcelona, que afortunadamente ha sabido irradiar su modelo a otras partes de Cataluña. La movilización del gremio de la arquitectura se percibe como la única salida. En los colegios profesionales, en la política, en el activismo. Actualizando el mensaje de hace más de dos mil años de un arquitecto, Vitruvio, cuando dijo que por el juicio de la ciencia de la arquitectura «pasan las obras de las otras artes». Una frase que idealmente se traduciría en que los demás participantes del proceso constructivo estén coordinados por los profesionales de la arquitectura, y no al revés.


«Así pues, se puede decir que a España la ha destruido la herencia envenenada y anticultural del franquismo; los políticos que embaucaron a la clase media inoculándole el loco afán por el negocio del piso; los abogados rigoristas y vocacionalmente leguleyos; los economistas y banqueros de escasa o nula sensibilidad; los colegios profesionales de la arquitectura que se callaron; los arquitectos mediocres o inferiorizados o anulados en su destino trágico, comprados por un plato de lentejas por codiciosos promotores y traficantes de suelo a los que nadie quiso educar o frenar; el mal gusto de ricos y nobles; el fracaso del sistema educativo y, por tanto, la obtusa incomprensión hacia los valores de la arquitectura; el silencio y la ignorancia de los medios de comunicación y del mundo de la cultura... Todo eso puede ser cierto en gran medida. Pero hay una razón superior que alcanzaría a explicarlo todo: a España la ha destruido la falta de amor“.


Sobre el autor


ANDRÉS RUBIO es periodista. Fue jefe de la sección de Cultura del periódico El País y, durante casi veinte años, del suplemento El Viajero. Ha sido colaborador de las revistas Bauwelt y Architecture, y fue cofundador de la galería de arte Mad is Mad, en Madrid.




 

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