Nuria Labari dinamita las viejas estructuras patriarcales en EL ÚLTIMO HOMBRE BLANCO, una lúcida mirada sobre el mundo del trabajo




Literatura Random House. 272 páginas

Tapa blanda con solapas: 18,90€ Electrónico: 8,99€


Tras La mejor madre del mundo, Nuria Labari fija su incisiva y lúcida mirada sobre el mundo del trabajo, un eslabón de la justicia social que aún queda intacto, y dinamita las viejas estructuras patriarcales. EL ÚLTIMO HOMBRE BLANCO nos desvela que el éxito del hombre blanco ha sido hacernos creer que todos podemos formar parte de su club, que además lo deseamos. Hace tiempo que la igualdad salió a cazar nuevas presas y la mujer es la más codiciada.


«Hay que convertir a todo el mundo en un maldito hombre blanco, todos latiendo con el mismo corazón [...] todos preparados para saltar sobre el fuego y gritar: “¡Por fin soy uno de ellos! ¡He triunfado! ¡Soy un caso de éxito!!” ¿Y quién inventó el éxito? Ellos. ¿Y quién lo reparte? Ah, sí, también ellos […] Bienvenido a la vieja modernidad».


Algunos apuntes argumentales


La protagonista de esta novela es una mujer de cuarenta y cuatro años. Una de tantas educadas para ser iguales a los chicos en todo, en eso consistía la igualdad, en ser como ellos. Bienvenidas al club. Las reglas se conservan allí donde no se discuten y el trabajo es el lugar perfecto: «… donde vais a pagar el precio de los privilegios del varón y donde os convertiremos en unos más de la pandilla patriarcal». Trabajando mucho más, siendo más fuerte, más agresiva, más hombre que cualquiera de sus compañeros, ha escalado su montaña (la de ellos) y ha llegado a la cima. ¡Ya es un poderoso hombre blanco que habla, folla, sueña, desea, ejecuta, como ellos. En el mundo del trabajo, las mujeres han desaparecido.


Casada con un privilegiado que ha podido elegir no ser el mejor de la manada, trabajar y ganar menos y dedicar más tiempo a disfrutar de su tiempo y de su hijo, ella siente ahora cierta furia contra su marido. Su rabia está pegada a la herencia de quien se ha visto obligada por el sistema a sacrificarse en el altar del mercado. The market is never wrong, only opinions are. Mujer de familia humilde supo desde siempre que para ser tenida en cuenta, para tener éxito, solo podía ser una hunter. Y ahora, cuando regresa a casa de la guerra, con las manos manchadas de sangre como el hombre que es, tiene la sensación de que nadie la espera. Nadie la entiende más allá de su círculo laboral. La empresa se ha convertido en su hogar.


En la cima de su carrera profesional, la protagonista echa la vista atrás y se horroriza al darse cuenta del precio que ha pagado y la monstruosa transformación que ha sufrido: una metamorfosis tan brutal que promete borrarla por completo. Desde que de niña le hicieron comprender que a diferencia de ellos había límites para sus deseos, hasta el momento en que es consciente de su inminente desaparición, la protagonista disecciona todas y cada una de las mentiras disfrazadas de dogmas de fe y comprende que el futuro que le han vendido, que nos han vendido, no solo ha acabado con la mujer, sino con el género humano: sin cuerpos que limiten la multitarea, sin consciencia de esclavos aun siéndolo, perdidos en el Paraíso aséptico de la maximización de resultados. Desconexión, recarga, eficiencia. Y vuelta a empezar.


«Eso es lo que yo llamo un liderazgo equilibrado. Necesito que consigas ocho horas de alto rendimiento, ocho para recargar tu energía y ocho para disfrutar. Me preocupa tanto que trabajes como que duermas y tanto que te centres como que desconectes, que puedas tener tiempo para otras actividades que te interesan y te enriquecen. Me importa que leas, que hagas deporte, que bebas toda el agua que necesitas. Lo que vamos a trabajar es tu equilibrio global, para mí eres un ecosistema complejo donde el trabajo es una parte más.»


Ha llegado la hora de dinamitarlo todo. Su juego ha terminado.


CLAVES DE LA NOVELA


EL ÚLTIMO HOMBRE BLANCO parece una distopía, se lee y se comprende como tal, pero su sociedad es la nuestra. Es la crónica magníficamente documentada de una infiltrada en el mercado laboral, una llamada de atención, un grito: ¡hasta aquí hemos llegado! Por seguir un ejemplo de la autora, se trata ya de corregir un guiso milenario, hay que cambiar los ingredientes, la hora en que se come, el número de comensales…


A lo largo de esta novela, en la que Labari vuelve a romper las convenciones de lo narrativo, se invita a una mesa en la que el menú está servido, pero es imprescindible dudar de lo que han puesto en nuestro plato y, sobre todo, es indispensable hacer una larga sobremesa. Porque su autora, con mano firme y sutil, nos guía, nos susurra: hay que repensar las reglas, sagradas, que se perpetúan sin ser realmente cuestionadas y que han puesto la soga al cuello a la humanidad en beneficio de algunos pocos hombres blancos. Una reflexión necesaria y urgente que podría salvarnos la vida o, aún mejor, darnos una nueva.


Como en un ensayo, las ideas se presentan y se desarrollan, se deshilachan, se entrelazan, se juega con ellas y con la estructura que provocan: Tesis. Tiempo; Antítesis. Cuerpos; Síntesis. Alma, y Contra la ortodoxia. Vida, como han sido tituladas cada una de las partes. El cuerpo como fuente de productividad, el dolor por haber aceptado un destino que nos atrapa y asfixia, la herida del amor perdido cuando «… el amor es justo eso que reúne cuerpo y alma para plantar cara al tiempo ...». El trabajo, punto de encuentro donde hombre y mujer podrán caminar en verdadera igualdad, tendida la trampa todo es inercia. No hay nada orgánico en la organización del tiempo y los afectos. Todo está medido. La banca nunca pierde.


La conversión/igualdad se articula en conceptos por todos conocidos, en ideas y teorías tan arraigadas en la sociedad como las de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, el darwinismo social, la cultura del esfuerzo y su falsa meritocracia… Reglas todas creadas e impuestas por ellos: los poderosos hombres blancos. Descubierto el engaño, quedan las ganas de hacer saltar la banca. Hay que borrar los principios. Acabar con la cultura del esfuerzo que legitima a los privilegiados de nacimiento, que añade socios a un club que se rige por las reglas del dinero y el poder, patriarcal, que asegura que el destino es predecible y los pobres, «vagos o hijos de vagos». Una cultura que celebra a tipos como Jordan Belfort, porque ganar dinero es siempre admirable, incluso estafando. Al trabajo no le importa el origen, tampoco el cómo, solo la productividad. Y devora cuerpos. Y tiempo.


«Porque eres mujer, deberás alejarte del pensamiento, negarlo todo, no mirar nunca atrás. Ser mujer solo puede ser una forma de esclavitud o de revolución».


Dura, clara, arrolladora, reveladora, de una belleza extraña y fascinante… El último hombre blanco es la biografía de una mujer engañada que se revuelve para morder la mano que le puso el collar y volver a su naturaleza libre, salvaje, sin las reglas ni los prejuicios impuestos. Una mujer que desea ser ella misma, sin comparaciones que la igualen a un prototipo fracasado y obsoleto, y confía en volver al amor y crear desde él una sociedad nueva.


LAS MUJERES EN EL ÚLTIMO HOMBRE BLANCO


La protagonista es el espejo y la conciencia. La mujer convertida en hombre blanco. La portadora de una bomba que dinamitará su cuerpo prestado. Ella y otras tres mujeres más dan la medida de un ámbito tan patriarcal y antiguo como una plantación de algodón del siglo XIX: el laboral. La primera porque a base de luchar (y desdibujarse) más que sus compañeros ha logrado ser admitida en un poderoso club en el que le han convencido de que es «uno de los nuestros», aunque en el fondo siga siendo una invitada.


«La buena noticia es que, de entre todos mis compañeros varones, me ha elegido a mí para el ascenso. La mala es que sostengo en mis brazos un ramo que ellos nunca habrían recibido. Unas flores que hacen que me sienta como si fuera otra de las mujeres a las que el jefe se las ha hecho llegar […] Creí que podía ser uno de ellos, pero no es tan sencillo borrar un cuerpo, ni siquiera pasándolo por la horma del éxito profesional».


Directiva Decepcionada, la única mujer con una blusa rosa en una mesa teñida de grises, azules y negros, se estancó hace años. Roza los cincuenta cuando la protagonista es una treintañera, su cuerpo sigue siendo atlético y está bronceado, su boca ya tiene bótox y sus pestañas son postizas. Sabe que se jubilará en ese puesto, salvo que la despidan antes, y aún así se sigue obligando a mantener esa compostura que solo se les exige a ellas. Y come verduras, y pescados a la plancha, aquello que proyecta una imagen cuidada, comedida. Sus compañeros devoran lo que quieren.


«Su relación con la comida es otra y el control del cuerpo que el trabajo exige de ellos también es otro, siempre a salvo bajo sus camisas de manga larga, sus chaquetas abrochadas y sus zapatos ingleses. En toda mi vida profesional, jamás he visto los dedos de los pies de ningún hombre en el trabajo. Nuestro cuerpo, en cambio, está siempre expuesto. Y no lo digo solo por las sandalias. Un buen cuerpo en una mujer que va al trabajo sigue siendo lo mismo que un traje caro en el cuerpo de un hombre».


La directora general de una de las líneas de venta claves en la compañía es una de las más poderosas y fuertes que la protagonista ha conocido. Aún tiene las cejas grandes, los dientes cuadrados y perfectos sin ortodoncia, las piernas fibrosas, pero su bravo pelo negro ya no lo es. «La muerte no existe en el trabajo, pero el cáncer sí.» Las conversaciones personales roban tiempo a la productividad, están prohibidas, pero quizás sea esta la única excusa aceptable en un entorno de depredadores. A puerta cerrada, se llora. La debilidad no es algo que se pueda mostrar, la debilidad debe morir, al menos en el trabajo. No hace falta tener cáncer para esconderse.


«… basta con tener un cuerpo herido o un duelo o cualquier otro dolor humano. Basta con habitar un cuerpo que se sabe mortal para que los espacios de trabajo se conviertan en lugares llenos de sufrimiento escondido, enterrado, oculto e innombrable; son la clase de sitios donde nadie deja un tampón a la vista y donde a ninguna trabajadora le duelen los ovarios hasta retorcerse. El dolor, como la menstruación, no existe en el trabajo. Las compresas se guardan en los bolsillos y en esos ridículos neceseres que van y vienen del baño fingiendo ser bolsitas de maquillaje. Que nadie presencie lo que debe estar oculto, que nadie se imagine un cuerpo que sangra sentado en su sillón ergonómico».


Esther es una buena amiga de la protagonista, esa amiga que conservamos de la infancia y nos recuerda aquellos maravillosos años donde el tiempo nos lo regalaban. Esther es freelance, lo que significa que no sabe cuánto cobrará cada mes. Sí sabe que, tanto si factura como si no, debe pagar su seguridad social. Está convencida de que todo le iría mejor si ganase más dinero, pero se resigna, como todos en el sistema, sea la precariedad material, psicológica o emocional. Pero Esther es aún una mujer, es su dueña... y lee mucha poesía.


«La observo moverse con la libertad de quien no tiene un cuerpo de hierro, de quien puede dejar que la música entre por sus rincones. Esther trabaja por cuenta propia, y su cuerpo se mueve también por su cuenta. Eso quiere decir que anda siempre mal de pasta, que no puede organizar sus vacaciones de verano en primavera, que a veces tengo que prestarle dinero. Ella tiene todo lo que yo deseo. Es dueña de su cuerpo y de su vida. Ella es su propio reloj y su propia melodía. El ritmo del trabajo se mete en el cuerpo de los trabajadores hasta paralizarlos o moverlos a su antojo. A lo mejor por eso yo sigo quieta en su sofá mientras ella baila...»


Transitan por la novela más mujeres: las que se manifiestan, las que tiñeron de morado las calles aquella gloriosa ola del año 2018, las que nunca estarán al otro lado del techo de cristal, las que apenas se nombran, las que transitan junto al poder como trofeos. Todas las que callan. También las que esperan el momento para dar el salto. Y las que se niegan a escalar su montaña (la de ellos).


«Quiero una reparación, y no me basta con que sea simbólica o económica. Exijo también una reparación sexual, porque soy la maldita madre naturaleza, porque no habrá creación sin cuerpo, porque me niego a desaparecer. Y porque a estas alturas es probable que solo en el sexo desnudo de una mujer subsista, escondido, un ápice de humanidad».


LA PAREJA: PROTAGONISTA Y ANTAGONISTA


ELLA. La protagonista es de origen humilde, la chica pobre europea hecha así misma a base de becas. La convencieron de que la cultura del esfuerzo funcionaba, como si de verdad existiera un sistema basado en la justicia, la transparencia y el mérito. En cierto modo ha resultado: se ha convertido en un privilegiado hombre blanco que gana mucho más dinero que su marido, pero con tantas carencias como falta de tiempo para sí y para compartir con João y con su hijo, Diego. El tiempo dejó de ser suyo al llegar a la cima, al otro lado del techo de cristal. Y no es que le importara mucho al principio: su hogar era su empresa, sus reglas las hacía propias, su cuerpo era de ellos. Pero un día comenzó a sentirse una extraña en su propia casa. Peor aún, en su propio cuerpo. Descubierta la trampa, solo necesita escapar de ella. Y no, por favor, que no la vendan otra vez que lo que tiene es el síndrome de la impostora, porque su herida es mucho más profunda. Y se la han infligido otros. Con uno de ellos, convive.


«Quiero que todos los hombres del planeta conozcan la sensación de la que estoy hablando y que aún tengan vello púbico en la boca cuando se pregunten si han estado a la altura o si alguna vez lo estarán. Quiero que se pregunten, todos los días, si están a la altura. Quiero que se sientan impostores, fracasados, quiero que no entiendan nada. Y quiero que cuando estén en lo peor, en lo más triste, en el momento de mayor frustración, alguien les explique que sufren el síndrome del impostor, que todos sus males se deben a su intento de parecerse infructuosamente a las mujeres sin llegar a creer en sí mismos […] no quiero que esto pase para que sufran ni para vengarme, es solo para que puedan recuperar de una vez sus cuerpos».


ÉL. João era el estudiante más brillante de una prestigiosa y elitista universidad. Alto, de ojos negros y piel tostada, le gusta ir a todas partes en una bicicleta de diseño japonés. Es un niño rico de Río de Janeiro: su padre, inhouse lawyer en la British American Tobacco. Su madre, una poeta culta y publicada. Pertenece a esa clase privilegiada que puede elegir, así que João ha elegido ganar menos dinero y trabajar como abogado para una ONG, de modo que puede tener tiempo para disfrutar y compartir con su hijo.


Como ella, él está convencido de que los mejores esfuerzos llevan a los mejores sueldos y, en consecuencia, a las mejores vidas. Los motivos de él, no son los mismos que los de ella. Los privilegios hay que justificarlos y él los posee todos. Hubiera sido igual sin esforzarse. Eso le convierte en el antagonista perfecto: él es todo lo que ella quería ser, pero ella ha tenido que vender su cuerpo a la cadena de producción. También su alma. Mientras la transformación sucede, se da cuenta de que él no la entiende, que siempre busca soluciones sencillas a problemas complejos, que asiente sin entender pero siempre juzgando desde su atalaya. Es el gran beneficiado del sistema.


«… lleva años concentrado en asuntos irrelevantes, como lavar bien las acelgas, buscar recetas en internet, escuchar música que bailamos hace quince años o estudiar cada uno de los movimientos de nuestro hijo. A veces me parece que los ideales de las personas como mi marido son un lujo que siempre termina pagando un tercero. Igual que nuestro hijo: él lo imaginó y lo pensó primero y yo tuve que parirlo y alimentarlo. Sin embargo, João se comporta como si tuviera el monopolio de los progresos del niño».


FRAGMENTOS


El hombre blanco


«¿Alguien más puede oírlo? ¿Alguien más lo lleva dentro? Es ese tambor con que nos llaman a ir a la guerra a querer más a ser mejores a conquistar a ganar a discutir a tener razón a corrernos primero a poseer a progresar a conducir más rápido a no llorar a ser más fuertes a llevar dinero a casa a no saber qué decir a tener la última palabra a ser eficaces a no dar rodeos a buscar siempre el camino más rápido a no encontrar las palabras a no escuchar a ser fiable como un electrodoméstico a romper las cosas a tener la polla más dura a querer meterla por detrás a no pedir permiso a creer que las cosas necesitan un orden a aceptar los privilegios a tener siempre la razón a confesarnos a obedecer a Dios a inventar las reglas a cumplir las reglas a infundir confianza a mandar a hacer lo que nos mandan… En definitiva, a entender que las cosas son complejas y elegir buscar respuestas simples.


Todo el mundo puede oírlo porque todo el mundo lleva un hombre en su interior, cada vez más grande y cada vez más solo. ¿Hay alguien más ahí dentro? No. Solo un hombre blanco en el vacío. ¿Y la mujer? ¿Dónde está?»


«En mi caso, por ejemplo, el hecho de ser un hombre no es algo que haya podido elegir. A las niñas de mi generación nos educaron para ser iguales a los chicos en todo, en eso consistía la igualdad, en ser como los hombres, en hacer todo lo que ellos hacían y como ellos lo hacían. La igualdad, después de todo, era otra forma de obedecer. Así que la masculinidad llegó a mi vida como cualquier otro prejuicio, sin pedir permiso para invadirme. Y supongo que tiene sentido. Las mujeres son las que se pasan la vida dando explicaciones acerca de todo, pero ser tío es otra cosa: yo no tuve que pensarlo siquiera. Porque nosotros somos así, específicos y sintéticos. No nos hacemos demasiadas preguntas sobre nada, menos aún sobre nosotros mismos. Y cuando más dinero ganamos, más sintéticos nos volvemos».


«En 1949, el privilegio de nacer varón implicaba cierta responsabilidad hacia la vida, e incluso hacia el fracaso y la muerte de los demás. Ahora ya no. Se supone que el poder se ha repartido entre todos gracias a la igualdad, pero es mentira. Lo único que los tíos se han quitado de encima es la responsabilidad, que ya no es de nadie. El liderazgo sigue siendo vertical, pero la responsabilidad se ha vuelto horizontal».


«… cuando empiezas a ganar pasta de verdad, cuando entiendes de qué está hecho el poder y sientes que puedes hacer lo que te dé la gana con la vida de otras personas y permanecer impune, entonces, lo sepas o no, eres uno de ellos».


«El poder masculino es siempre hijo de la misma maldición, una que ha sido escrita y contada y que sabemos que termina muy mal. Pero eso no cambia nada: seguimos viviendo y bailando bajo sus reglas. Es como si, generación tras generación, todos aceptáramos el mismo castigo: responder a la pérdida con acción. Aceptar que podemos comprar tiempo con dinero. Y empezar a acumular y a pagar y a acumular cada vez más mientras sabemos –porque lo sabemos– que nuestra vida valdrá cada vez menos».


«… el hombre más rico del mundo se llama Jeff Bezos y es el dueño de Amazon, otro imperio de comunicación y tecnología. Recientemente se ha gastado cuarenta y dos millones de dólares en un reloj diseñado para medir el tiempo con absoluta precisión durante los próximos diez mil años […] Bezos ha bautizado su juguete como “el Reloj del Largo Ahora”, y asegura que su razón de ser es filosófica. Un día recordará a la humanidad que el tiempo seguirá su curso aun cuando hayamos muerto. Bezos ha necesitado construir un artefacto megalómano para intentar entender que su tiempo en la Tierra es finito».


Cultura del esfuerzo/ privilegios


«En los despachos donde se toman las decisiones, nadie escucha a las mujeres que gritan en la calle. Por eso no habrá turno de preguntas para ellas en ningún consejo de administración: por muy paritaria que llegue a ser la representación femenina, por mucho que mejoren las estadísticas, al final no basta con eso. No es tan sencillo, porque aquí arriba, al otro lado del techo de cristal, en la cumbre donde vivimos los que conseguimos pasar al otro lado, resulta que solo hay tíos. Es verdad que vamos llegando algunas mujeres, pero, si tienes una vulva entre las piernas, entonces habrás trabajado más que el resto para llegar aquí., habrás tenido que ser más fuerte que la mayoría, más agresiva y más hombre que cualquiera de los que nacieron con el privilegio».


«La tarde en que mi mejor amigo me expulsó del Paraíso, yo podría haberle dicho que él tampoco podría jugar nunca como Michael Jordan porque no era negro o porque no era alto o porque no era norteamericano o porque no entrenaba lo suficiente. No lo hice porque, a diferencia de mí, César podía permitirse desear lo que quisiera, y sobre ese punto ni él ni yo teníamos la más mínima duda. Desear es el motor de los sueños, y él podía tenerlos todos. Por eso me pareció muy razonable que él pudiera ser lo que quisiera y yo no. Aquel día comprendí lo que significa ser una chica. Y a los catorce años ya iba siendo hora de empezar a imaginar el mundo tal como era».


«Tardaría años en conocer los prejuicios de la gente que juega con la herencia a su favor: todos los pobres son vagos o hijos de vagos, piensan muchos de ellos, aunque no vayan por ahí haciendo pintadas. La buena noticia es que el trabajo puede cambiar la herencia recibida, por eso es siempre una forma de libertad y de fraternidad. Al trabajo no le importa el origen, sino la productividad. De este modo, los vagos pueden ser ricos ociosos o pobres que no hicieron lo suficiente para dejar de serlo: así es como la ideología del esfuerzo iguala cualquier herencia y hace que la vieja idea de clase social resulte tan anticuada como un pantalón de chándal usado en mi nueva vida universitaria. The market is never wrong, only opinions are».


«He recibido las flores de mi ascenso y me he sentido como una puta. Porque, en realidad, el señor presidente me ha mandado el mismo ramo que envía a sus amantes. Las rosas rojas pueden enviarse con un millón de declaraciones de amor y agradecimiento, pero siempre que una mujer las recibe significan lo mismo: “Me has complacido. Estoy satisfecho”.


Cómeme el coño, capullo”, quiero responder. Pero en vez de eso envío un WhatsApp escueto y apropiado: “Gracias por acordarse, espero estar a la altura”. Lo hago sin entender por qué los hombres pueden seguir siendo unos sanguinarios y yo tengo que ser una persona educada».


La división del trabajo


«Podría parecer necesaria también la mirada concreta de quien de verdad entienda los detalles, pero en esta clase de reuniones existe un desprecio tácito a las personas que de verdad conocen el trabajo. Ellos solo se ocupan de poner trabas, peros y problemas a cualquier oferta. Ellos solo dicen cosas como “Es imposible hacerlo en tan poco tiempo” […] no son capaces de pensar a lo grande, están hechos para pensamientos pequeños y sueldos medios, del mismo modo que las personas que aspiramos a tomar las decisiones no somos buenos gestionando todas las pegas y minucias que la realidad interpone en el día a d.í. Hay que estar un poco por encima, levantar la cabeza, mirar más allá. Esa mirada microscópica y realista lo echaría todo a perder».


«¿Tiempo o cuerpo? No se puede tener todo. La elección correcta es siempre el reloj, pues el techo salarial de la carne es realmente bajo y la única cualidad que se le reconoce en el mercado es la de ser fácilmente sustituible. Por eso los trabajadores peor pagados son los que utilizan su cuerpo como herramienta laboral, como las trabajadoras sexuales, los repartidores de Glovo o las empleadas del hogar […] en todos los casos la carne se ha convertido en un territorio precario y cortoplacista, igual que la juventud. Y de entre todas las carnes, incluida la de los animales, ninguna es tan barata como la de una mujer. Es así porque el cuerpo femenino se vende también por partes, como el de los animales muertos en la carnicería, solo que estando aún vivas. Hasta sus vientres se alquilan».


Una escala del poder «Lo más difícil de soportar es el lugar social donde se coloca a las personas como yo. Cuando la gente piensa en el poder, está pensando en nosotros. También cuando piensa en la ambición o el egoísmo. Los ricos de verdad no parecen molestar a nadie. Si uno no ha hecho nada para conseguir su dinero, entonces parece libre de culpa. Heredar no es responsabilidad de quien acepta el botón. Por eso se celebran las monarquías en tantas democracias avanzadas. Después están los millonarios que caen simpáticos. Me refiero a las estrellas de televisión, a las del fútbol, el rock, los youtubers y todo eso. A ellos se les perdona todo porque no significan nada. Mientras están dispuestos a tejer con su piel la funda de la marioneta en que van a convertirse […] Son la clase de gente que suele morir arruinada, los que pensaron únicamente cuánto dinero iban a ganar y no durante cuánto tiempo».


«Llegué a Madrid en 2004, cuando la ciudad aún no tenía skyline, y cinco años después la torre Price Waterhouse Cooper ya estaba terminada […] No es lo mismo una ciudad con skyline que una rodeada de murallas. Es la diferencia entre el pasado y el futuro, entre vivir marcando diferencias entre los de dentro y los de fuera o construir una frontera entre los de arriba y los de abajo. Aquellos edificios de hierro y cristal representaban el poder de un nuevo Madrid, su fortaleza y, a juzgar por varios escándalos muy comentados, también su corrupción. En todo caso, prometían convertir a todos sus ciudadanos en personas más poderosas. Si crees que vives en una ciudad importante, mira al cielo. Si no hay edificios allí arriba, es que te equivocaste de ciudad».


«Cuando el poder se siente amenazado, la confianza se paga cada vez más cara. Y esto no es algo que perjudique solo a las mujeres, también a los tíos realmente buenos. La seguridad es más valiosa que el talento. Porque lo que de verdad necesita el poder es protección, saber que alguien defenderá su nombre, no ser juzgado ante los otros, trabajar cerca de quien sea capaz de compartir tus mismas mentiras en voz alta. Círculos de confianza, círculos de poder, círculos cerrados por paredes de cemento y sexo. Círculos por encima de la moral, pero nunca del cuerpo.»


La muerte de la feminidad


«Las reglas de los hombres ni se cambian ni se piensan, porque si algo tiene el varón es que es dócil y obediente ante la ley. Después de todo, los hombres llevan encima siglos de honor y sumisión, y no están dispuestos a cambiar porque ni siquiera se atreven a pensar sobre ello. A diferencia de las mujeres, a ellos les falta valor para pensar en sí mismos como víctimas, la mayoría ni siquiera es capaz de pensarse como tal. Pero todos son víctimas de su masculinidad, pues todos llevan dentro una mujer muerta. Han aniquilado su parte femenina sin oponer resistencia ni decir adiós».


«A lo largo de la historia, los hombres se han ido quedando sin palabras hasta convertirse en sujetos mudos, en hombres de acción. Y dentro de poco solo una mujer podrá hablar en su nombre, algo que siempre ha sucedido en la infancia de cualquiera. Millones de niños sienten que es más difícil hablar con papá. Pero, al mismo tiempo, el espíritu femenino está en peligro de extinción; no hay espacio para su forma de sentir el mundo, y además es evidente que ellas han notado esta falta de espacio. Por eso andan escribiendo su vida por todas partes, como neandertales que dejan sus huellas en la cueva. Las mujeres no paran de hablar porque saben que quizás esta sea su despedida. Por eso todas claman por su memoria en libros, canciones y películas».


«En el mundo laboral nadie tiene verdaderos amigos, todo es intercambio de beneficios. En todo caso, somos gente muy educada y prestamos mucha atención cuando alguien habla. Analizamos la información, abrimos mucho los ojos y finalmente ofrecemos la mejor solución. Pero escuchar no es eso. Escuchar es algo que solo pueden hacer los humanos. Esther aún puede hacerlo. Yo, en cambio, soy m.s lista, más rápida y eficaz que la mayoría. ¿Acaso no basta con eso? Yo sé pensar como es debido, pero no puedo consolarla por las estrías de sus pechos. Yo no sé cómo hacer que las personas que amo no se sientan solas, ni siquiera sé cómo dejar de sentir mi propia soledad. Lo malo de intentar ser la mejor es que allí adonde vas solo puede quedar una. Y lo peor de conseguirlo es la soledad que te invade: no se oye ni una voz. Nada, solo el silencio infalible de la eficacia».


El (nuestro) Paraíso artificial «El paraíso de la inclusión y de la unificación es solo un enorme eufemismo acerca de una realidad demoledora: la llegada del trabajador perfecto y sus mercados veganos forman parte de la infantilización del maltrato. Y lo peor de todo es que cada miércoles compro tomates ecológicos en el mercadillo vegano de nuestro jardín empresarial, y duermo con un reloj que por la mañana me da información sobre la calidad de mi sueño. Soy uno de los látigos con que el sistema azota la carne vulnerable de la humanidad. No he hecho nada malo, no tengo a nadie a quien acusar de haberlo hecho, no hay ningún crimen que pueda denunciar. A mí nadie me ha acosado, nadie me ha agredido sexualmente en el trabajo, nadie me ha invitado siquiera a una orgía. A mí solo me promocionan y me suben el sueldo: ¿De qué voy a quejarme? Sin embargo, siento que yo también me voy cubriendo de capas de tela […] Mi cuerpo entero está siendo empaquetado como el de una momia viva».


«“Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día en tu vida”. La frase es la favorita de un hípster de treinta y cinco años que usa a Confucio para adoctrinar a los trabajadores junior. .É no ha leído a Confucio, trabaja una media de doce horas diarias y está siempre conectado, pero tiene tiempo para ir a festivales de música y comprarse camisetas con las que venir al trabajo. […] Por aquí todo el mundo tiene un cabello vigoroso y uñas en buen estado, todos estamos en forma, todos vivimos nuestro mejor momento. Todos presumimos de que nos encanta nuestro trabajo, todos tenemos una altísima empleabilidad, todos tenemos opciones. Es como si todos fuéramos artistas, la clase de persona que trabaja en lo que de verdad ama. Y nuestra gran obra consiste en enmudecer la realidad...»


«… podemos empaquetar cualquier cosa y hacer que parezca mucho más atractiva y bella […] Aquí las personas no ascienden, crecen. Las ideas no fracasan, pivotan. Las mujeres no trabajan, se empoderan. La ética no existe, es eficacia. Las ideas no se enfrentan, se comparten. Los sindicatos no son necesarios, pues solo contamos con trabajadores excelentes. Los individuos han desaparecido, todos hablamos en primera persona del plural: nos interesa, nos conviene, nos gusta, nos define… Solo los genios tienen nombres propios, y son siempre los dueños de sus empresas. Por extraño que parezca, aquí todo el mundo se expresa en primera persona del plural, incluso quienes carecen de variable o incentivos: es lo que más nos conviene, nosotros no somos así, dicen, como si la empresa fuese suya».


«Al dejarnos trabajar desde casa creímos que nos soltaban la cadena, pero solo nos la han cambiado por una más larga (y más pesada)».


Sobre la autora


Nuria Labari (Santander, 1979) es escritora y periodista. Estudió Ciencias Políticas en la Universidad del País Vasco y Relaciones Internacionales en el Instituto Ortega y Gasset. Colaboró con los portales digitales de El Mundo y Telecinco, medio en el que fue redactora jefa. Escribió el libro de cuentos Los borrachos de mi vida (Lengua de Trapo, 2009), ganador del VII Premio de Narrativa de Caja Madrid. También apareció en la selección de relatos Pequeñas resistencias 5: Antología del nuevo cuento español (Páginas de Espuma, 2010), editado por Andrés Neuman. En 2016, publicó su primera novela, Cosas que brillan cuando están rotas (Círculo de Tiza). Fue en 2019 cuando entró a formar parte del catálogo de Random House con La mejor madre del mundo. Su vida profesional ha estado ligada a la transformación digital de los medios de comunicación. Actualmente trabaja con un cargo directivo en Mediaset y escribe opinión en El País.


 

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