EL CEREBRO Y LAS ENFERMEDADES DEL ALMA, de Juan Lerma y José Luis Rozas, un libro que desentraña la complejidad de ese órgano fascinante que es el cerebro humano


EL CEREBRO Y LAS ENFERMEDADES DEL ALMA plantea uno de los grandes retos a los que se enfrenta la ciencia actualmente: comprender cómo funciona el cerebro. Este esclarecedor libro sobre la salud de nuestro cerebro, de la mano del prestigioso neurocientífico Juan Lerma, y el biólogo José Luis Rozas, desarrolla cómo enfermedades de la mente como la esquizofrenia, el autismo y la depresión son perfectamente tratables; y cómo las enfermedades neuro degenerativas, por durísimas que sean, son patologías que se podrán vencer un día, al igual que se ha logrado con otras enfermedades. Ese es el reto de la neurociencia y la psiquiatría.


¿Por qué somos como somos? ¿Cómo funciona nuestra mente y de qué manera influye en nuestro cuerpo? ¿Cómo definimos el alma hoy en día? ¿Cómo funciona la memoria? Desde un punto de vista puramente biológico, ¿de qué manera influye la dotación de cromosomas del sexo en nuestro cerebro? ¿Somos esclavos de nuestras emociones? ¿Qué mecanismos de generación de emociones en nuestro cerebro se activan y provocan las adicciones? Dado que el funcionamiento del cerebro no entiende de legalidades o ilegalidades, ¿cómo nos relacionamos con la dependencia y determinados hábitos de consumo? ¿Cómo afectan las drogas de abuso y los hábitos adictivos al circuito de recompensa del cerebro? ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar y lidiar con las enfermedades mentales? ¿Por qué enfermedades del cerebro que afectan a la mente y alma humana, como la esquizofrenia, el autismo, la depresión y la epilepsia, no son tomadas como otras patologías que nos aquejan? ¿Cuál es la importancia social de la enfermedad neurodegenerativa del Alzheimer? ¿La vía de actuación está en las células madre? ¿La mente humana es capaz de comprenderse a sí misma?


«Es posible cambiar el funcionamiento de los circuitos neuronales mediante el aprendizaje: de hecho, es lo que hacemos continuamente, desde que nacemos, con la información de la experiencia que nos llega a través de los sentidos. Podríamos decir que los mejores electrodos para estimular nuestras áreas cerebrales están ya implantados: son los sentidos. Por tanto, es importante aprovechar esta capacidad única de cambio que nos ofrece el cerebro para actuar de forma que podamos corregir aquello que no funciona adecuadamente y nos causa sufrimiento. En esta combinación de diagnósticos basados en circuitos y propiedades neuronales, farmacología y tratamientos personalizados con psicoterapia creemos que está el futuro de la psiquiatría».


«En realidad, de lo que estamos hablando aquí es de difuminar la división que existe entre la neurología y la psiquiatría. Tal división tenía su sentido hace décadas, cuando no conocíamos cuanto había detrás de la expresión de un determinado comportamiento. Pero ahora que sabemos que, en sentido estricto, no hay grandes diferencias mecanísticas entre el control del movimiento de un apéndice del cuerpo y la expresión de una emoción, la barrera ha perdido parte de su significado. Las enfermedades neurológicas y las psiquiátricas no tienen por qué catalogarse en compartimentos distintos, porque no hay dos compartimentos distintos, solo hay uno, en el que están el cerebro, nuestra mente y todas las propiedades que de ellos se derivan».


El conocimiento del cerebro ha avanzado de forma considerable en las últimas décadas y, sin embargo, aún estamos a años luz de poder explicar todas sus peculiaridades. Pero al menos sabemos que aquellas características que distinguen a un individuo, como su consciencia, sus recuerdos o sus emociones, provienen del funcionamiento de este maravilloso y complejísimo órgano.


En este libro, el prestigioso neurocientífico Juan Lerma y el biólogo José Luis Rozas plantean uno de los grandes retos a los que se enfrenta la ciencia actualmente: comprender cómo funciona el cerebro, así como entender sus enfermedades y cómo estas se pueden considerar afecciones del alma. Algunas de estas dolencias, como la esquizofrenia, la depresión o el alzhéimer, destruyen la misma esencia de la persona, y quizá por eso tienen un coste social y sanitario enorme. A partir de la neurociencia, una disciplina relativamente joven, los autores ofrecen respuestas a estos y otros problemas y desentrañan la complejidad del cerebro y sus mecanismos. Nuestra alma ya no sería un ente que existe, sino simplemente un ente que funciona, en la medida que lo hace quien la produce: nuestro cerebro.


¿Por qué somos como somos?


«Desde los tiempos más antiguos, el ser humano se ha formulado preguntas, y una de las más recurrentes versa sobre sí mismo. El hombre se observa y es capaz de reconocerse; es consciente de sí mismo. También piensa y puede extraer ideas abstractas a partir de conceptos materiales, por lo que concluimos que tiene intelecto. Esas mismas ideas, tamizadas por el filtro de la percepción, hacen que cada individuo posea una idiosincrasia propia; es decir, tiene un carácter que influye en su comportamiento. Poseemos todas esas cualidades, que, tomándolas juntas, hacen un todo que no resulta fácil definir en una sola palabra ni aglutinarlo en un solo concepto. Podríamos llamarlo alma o, quizá, espíritu. Y no nos referimos con ello al concepto religioso de alma trascendente, pese a que ambos puedan parecer indisolublemente ligados (durante muchos siglos, así fue). Nos referimos a aquello que nos impulsa, que nos dota de pensamiento y de voluntad, y que cesa o desaparece en el momento de nuestra muerte.


Alma (del latín anima) es aquello que poseen los individuos —o, quizá, que posee a los individuos— y que hace que estos estén vivos. Es decir, es la fuerza vital que los sustenta y a la vez los diferencia, sin la cual no seríamos más que carcasas huecas, seres semejantes a piedras. Ahora bien, ¿todos tenemos un alma? Si con ese «todos» nos estamos refiriendo al conjunto de los seres humanos, la mayoría de las personas contestarían con un «sí» rotundo a la pregunta. En cambio, si nos estamos refiriendo a los animales, muchos dudarían al contestar. Y si incluimos a todos los seres vivos, es probable que la mayoría considere que no. No es fácil —ya sea por un mal entendido antropocentrismo, ya sea por otros prejuicios— adjudicarle la posesión de un alma a una planta. Y tampoco a un animal poco complejo, como, por ejemplo, una medusa. Porque lo cierto es que, aunque las plantas responden a estímulos, como cualquier ser vivo, no son capaces de pensar. Tampoco lo hacen muchos animales de los llamados «inferiores».


Entonces, ¿quién puede tener un alma? Si nos atenemos a la definición que hemos dado anteriormente, solo aquellos que tengan un intelecto, una consciencia, un carácter. Pero, ¿somos realmente los únicos que tenemos esas cualidades? Observamos a muchos animales y vemos que también tienen un carácter, un comportamiento que incluso en ocasiones puede ser racional. ¿Es suficiente para adjudicarles un alma? Incluso algunos son capaces de razonar dentro de unos límites. Es difícil contemplar a un chimpancé o a un bonobo y no maravillarnos (y tal vez sentirnos un poco inquietos) al descubrir en ellos comportamientos que nos resultan familiares, muy cercanos a los nuestros, de tal modo que podríamos adjudicarles también a ellos un alma.


La cuestión del alma quedaría reducida entonces a su identificación con la mente y sus propiedades. Pero, aun así, esto nos suscita otra pregunta: la de cómo funciona esa mente y de qué manera influye en nuestro cuerpo. Tal vez nos sorprenda descubrir que los mecanismos por los cuales esa mente controla las funciones del organismo son tremendamente similares en todos los animales, incluidos los seres humanos. La forma en que la mente se hace cargo de emociones o necesidades básicas, como comer o dormir, no difiere en lo sustancial de la elaboración de pensamientos complejos. Todo esto lo hace el sistema nervioso, primordialmente el cerebro, y este, aunque difiere entre los seres vivos en muchos grados de complejidad, al final se rige por principios estructurales y funcionales universales, que son comunes a todos ellos.


El estudio de esta dualidad mente-cuerpo ha pasado de ser un campo de trabajo fundamentalmente filosófico a ser un aspecto más de la ciencia biológica, en particular de la neurociencia. Es una disciplina moderna; se podría decir que toda la biología lo es, pues prácticamente no se puede considerar su nacimiento como verdadera ciencia independiente hasta el siglo XIX, aunque las raíces de su existencia se hunden en el pasado, unidas a esa pregunta que formulábamos al principio acerca de la existencia del alma y su relación con la sustancia de la que estamos hechos».


El alma en la Antigüedad y en la Edad Media


«El hombre primitivo debió de observar que, en la Naturaleza, los seres vivos se comportaban todos de una determinada manera. Los lobos como lobos, los ciervos como ciervos, y los osos como osos. No obstante, había diferencias entre cada individuo: un oso podía ser más agresivo que otro, un ciervo más asustadizo que otro. Dentro de su propia comunidad debió de encontrar las mismas diferencias: cada individuo, pese a sus evidentes semejanzas, era distinto a otro, y esa distinción no solo consistía en un físico diferente (mayor altura, más peso, rasgos físicos distintos), sino en un carácter y un comportamiento particular que lo hacía, por así decirlo, único. Es decir, todos los seres guardaban similitudes, pero todos poseían algo que los diferenciaba. Y ese algo era lo que permitía distinguirlos como seres independientes unos de otros: su alma.


Para las sociedades antiguas, todos los seres vivos —incluso algunos inertes— poseían alma. Estas sociedades eran fundamentalmente animistas: adoraban a unos fenómenos naturales que no comprendían, a los que asignaban ciertas cualidades humanas, pero también lo hacían con los animales que cazaban que les resultaban peligrosos. El bisonte, el alce, el lobo…Todos tenían su espíritu. En aquel momento, ese concepto tenía una profunda carga religiosa que se mantendría a lo largo del tiempo. Así, al principio, el concepto de alma trascendental, que prácticamente todas las religiones poseen, no difería de la fuerza vital que impulsaba al individuo.


Los antiguos egipcios tenían un sistema de creencias complejo en el que, por supuesto, el concepto de alma tenía cabida, pues, para ellos, ese sistema se sustentaba en un punto clave: el paso del alma desde este mundo a la otra vida. Para ellos, el alma estaba dividida en siete partes: el khat, el sahu, el ib, el ka, el ba, el ren, el sheut, el aj y el sejem. El alma que define a un individuo sería un compendio del espíritu (sahu), la mente (ib) y la fuerza vital (ka), que se uniría al ba o alma trascendente, con un sentido plenamente religioso. No obstante, la capacidad de discernir, de pensar y de elaborar un juicio le correspondería únicamente a la mente (el ib), que curiosamente los egipcios situaban en el corazón. La elección del corazón como órgano más importante del cuerpo no es casual y veremos que fue un concepto muy extendido a lo largo del tiempo. Es un órgano único —no par—, situado en el pecho, se mueve por sí solo y sus latidos se pueden escuchar a través de la piel. Solo se para cuando sobreviene la muerte. Por tanto, los egipcios trataban a este órgano, después de la muerte, con suma devoción y cuidado, pues era donde residía el poder cognitivo de la mente y el individuo lo necesitaría en el más allá. En el proceso de momificación, necesario para que el alma pudiera sobrevivir en la otra vida en buenas condiciones, también extraían el estómago, el hígado, los pulmones y el intestino, y cada uno de estos órganos se introducía y se guardaba en vasos canopes a fin de que estuvieran disponibles para el difunto en el más allá.


Pero ¿y el cerebro? El cerebro, en cambio, cuya función les era completamente desconocida, se extraía de forma un tanto brutal, introduciendo una varilla metálica caliente con forma de gancho por las fosas nasales y removiéndola hasta licuar el contenido de la caja craneal; el fluido salía por las fosas nasales, pero no se guardaba, sino que se tiraba. Aunque se sabe que los antiguos egipcios practicaban la trepanación como técnica médica, no hay constancia de que para ellos este órgano tuviera una funcionalidad concreta.


A finales de la Edad Media ya existía la noción de que el cerebro era una parte importante del organismo y que estaba involucrado en el control de nuestras emociones y del comportamiento. Es decir, de eso que llamamos alma. Y podemos comprobar, no en un texto, sino en un cuadro, que esa noción era popular y no restringida a los círculos filosóficos.


En el Museo del Prado (Madrid) se pueden contemplar varias obras del pintor flamenco Jheronimus van Aken, conocido como El Bosco. Aparte del archiconocido tríptico El jardín de las delicias, hay otro cuadro peculiar no solo por su calidad artística, sino por el tema que trata: Extracción de la piedra de la locura. En él podemos contemplar cómo un cirujano de la época, acompañado de un fraile y de una mujer, realiza una intervención a una persona sentada en una especie de trono. La intervención consiste en extraer del paciente una piedra que entonces se creía causaba la locura. Y dicha extracción está siendo llevada a cabo con una operación directa sobre el cerebro del paciente: un hecho revelador que pone de manifiesto que ya entonces se consideraba la aparición de dicha enfermedad como una consecuencia del mal funcionamiento del órgano encerrado en la cavidad craneal.


Las enfermedades del alma


«Cualquier órgano del cuerpo puede debilitarse y enfermar, lo que afecta a las funciones que realiza. Así, cuando el hígado enferma, se altera gran parte del metabolismo del organismo. Si, por el contrario, lo hacen los pulmones, la respiración se verá comprometida y la cantidad de oxígeno en la sangre disminuirá. Entonces, siendo el cerebro un órgano más de nuestro cuerpo, ¿acaso no puede verse afectado por muchas y variadas patologías? ¿Y no resultarán afectadas las propiedades que de su función se derivan? Parece evidente que sí. Sin embargo, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar y lidiar con las enfermedades mentales? A lo largo de la historia, es difícil encontrar enfermedades más estigmatizantes que la locura. Desde tiempos antiguos solo quizá los enfermos de lepra han sufrido una persecución y un aislamiento social semejante. Los locos han sido tratados hasta hace no demasiado tiempo como seres humanos de segunda clase, tachándolos de «endemoniados» e incluso siendo utilizados para divertimento público. No obstante, la luz del progreso científico finalmente ha empezado a esclarecer las causas de estas enfermedades que antes se englobaban en la palabra «locura», palabra que ese mismo progreso ha terminado por privar de cualquier significado médico.


Aunque en el último siglo se ha avanzado mucho en el conocimiento de estas enfermedades, la estigmatización de alguna de ellas no ha desaparecido por completo. La sociedad, a veces temerosa y mal informada, no termina de aceptar que las enfermedades del cerebro que afectan a la mente, al alma humana, son nada más que eso: enfermedades. Y como tales, no se diferencian demasiado de otras patologías que nos aquejan. Lo que ocurre es que siendo el sistema nervioso, y en particular el cerebro, el órgano que controla no solo las funciones vegetativas, sino también todas aquellas que atribuimos a la mente, al enfermar se producen un conjunto de trastornos, signos y síntomas que afectan al resultado visible de todos esos procesos cognitivos, lo que conocemos como «nuestro comportamiento». Este es el hecho diferencial de las enfermedades mentales con respecto de las demás, y la razón por la que aún algunas personas hablan de ellas con discreción, como si hubiera algo que ocultar, de lo que avergonzarse. Nos cuesta aceptar que nuestro comportamiento, ese que consideramos «normal», dicho sea con todas las salvedades, pueda verse alterado por un proceso orgánico, biológico, del cual ni somos responsables ni tenemos manera alguna de evitarlo. Pero esa es la realidad: que no hay diferencia alguna entre que una proteína de nuestro páncreas funcione mal y nos provoque una diabetes, a que otra proteína deficiente de nuestro cerebro nos cause un trastorno mental. El hecho biológico es análogo, por mucho que las consecuencias sean dispares.


Lo único que diferencia a las enfermedades mentales del resto de patologías es, en ocasiones, su complejidad y lo poco que sabemos de ellas. Afortunadamente, ya no estamos en los tiempos en los que se trataba de sanar la locura extrayendo una piedra del cerebro, como en el cuadro de El Bosco que comentábamos en la introducción del libro; hemos progresado mucho desde entonces. Pero, debido a la particular idiosincrasia del cerebro y, sobre todo, a su enorme complejidad celular y estructural, el abordaje terapéutico de estas enfermedades es, como poco, complicado».


Depresión y ansiedad


«La depresión es probablemente el trastorno mental más común de todos. En España, la depresión es una enfermedad que sufre un 6,7 % de la población 7, siendo aproximadamente el doble de frecuente en mujeres que en hombres. Aunque la depresión y la ansiedad son trastornos diferentes, muy frecuentemente se presentan juntos, ya que cerca del 60 % de los pacientes de un trastorno presenta también el otro. El nexo entre ambas es muy significativo y no es solo estadístico, pues tiene sus razones biológicas.


Como ocurre con muchos de los trastornos mentales, gran parte de la población posee ideas preconcebidas acerca de la depresión que en muchos casos no se ajustan completamente a la realidad. La depresión no es tristeza; la tristeza es una emoción natural que en condiciones normales no implica ningún estado patológico ni ningún desequilibrio. La depresión, en realidad, es un trastorno del estado de ánimo que se caracteriza fundamentalmente por un profundo estado de anhedonia, su rasgo más distintivo, acompañado a veces por apatía, somnolencia o insomnio, pensamientos negativos, hipocondría, en ocasiones anorexia y pérdida de peso y, como ya hemos señalado, frecuentes estados de ansiedad. Existen diferentes tipos de depresión, de las cuales la más importante es el trastorno depresivo mayor. En cuanto a sus causas, estamos en esta ocasión ante una enfermedad que no está tan vinculada a la genética, o, por lo menos, estos vínculos no son tan obvios como en el caso del autismo y la esquizofrenia.


La depresión puede presentarse por causas en principio ajenas al individuo (depresión exógena) de tipo muy variable, como por ejemplo la muerte de un familiar, el consumo de drogas de abuso, el aislamiento social, problemas laborales o de pareja o situaciones patológicas previas. En cambio, hay depresiones en las que no hay una causa externa aparente (depresión endógena), sino que son factores internos los que las desencadenan. Presumiblemente, es en este tipo donde la influencia genética es mayor, aunque siempre es difícil de discernir si en el caso de una depresión exógena la persona que la desarrolla, a partir de una causa conocida, estaba ya predispuesta de alguna manera por sus genes a padecer el trastorno.


Hablaremos aquí fundamentalmente de lo que se conoce, a nivel neurocientífico, acerca del trastorno depresivo mayor o, simplemente, depresión mayor. Aunque se tiene el concepto de que como patología no es tan grave como, por ejemplo, la esquizofrenia, en los episodios agudos es una enfermedad altamente incapacitante. Dado que su prevalencia es la más alta de entre las enfermedades mentales (se estima que en torno al 15 % de la población presenta ansiedad y que el 10 % de los varones y el 20 % de mujeres sufre o ha sufrido depresión), su impacto económico y social es enorme. Esta prevalencia ha aumentado sensiblemente desde el año 2007 en España, quizá debido a las circunstancias económicas que han afectado a gran parte de la población, pero las cifras se han visto drásticamente superadas a consecuencia de la pandemia debida a la COVID-19, con un aumento del 25 % de casos SOLO en 2020, preferentemente en jóvenes, por lo que es presumible que las cifras que muestren los últimos estudios aún en curso arrojarán incrementos significativos en la prevalencia de la enfermedad.


Además, acerca de la situación de gravedad que puede alcanzar una depresión mayor, cabe decir que hay diversos estudios que la vinculan con el empeoramiento de diversas enfermedades no relacionadas directamente con el sistema nervioso, como las enfermedades cardiovasculares. Y, por supuesto, hay que añadir que la depresión, llevada al extremo y en su desenlace más trágico, es responsable de que muchas personas acaben por quitarse la vida; el suicidio se ha convertido en la principal causa de muerte no natural en España.


Tradicionalmente, desde mediados de los años sesenta del siglo pasado, se ha vinculado la depresión con un neurotransmisor: la serotonina. La hipótesis de que una disminución en la liberación de serotonina, o la ineficacia de sus receptores, está detrás de la depresión ha sido el punto central sobre el que han girado casi todas las investigaciones y se ha desarrollado toda la farmacología antidepresiva que hoy se sigue utilizando. En los últimos tiempos, como ha ocurrido con otras patologías, el mejor conocimiento acerca de cómo funcionan los circuitos neuronales ha abierto otras perspectivas, pero, aun así, el déficit de serotonina sigue siendo considerado el hecho causal de la patología. Esta afirmación tiene, como veremos, sus pros y sus contras. A favor de la hipótesis hay que decir que, en efecto, aumentando la cantidad de serotonina en las sinapsis por medios farmacológicos (con inhibidores de la recaptación, o con inhibidores de la monoamino oxidasa, la enzima que la inactiva) se obtienen buenos resultados en el tratamiento de la depresión. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido desde que se lanzó esta hipótesis, todavía no se ha podido comprobar fehacientemente que la serotonina esté disminuida de forma efectiva en pacientes con depresión. Tampoco la depleción de los depósitos del triptófano, el precursor necesario para sintetizar la serotonina, causa depresión.


No obstante, sí que se han asociado algunas anomalías en la transmisión sináptica serotoninérgica con la depresión, como el número y tipo de receptores de serotonina, los niveles de monoamino oxidasa, variantes genéticas de la triptófano hidroxilasa 2 (la enzima que interviene en su síntesis) y polimorfismos genéticos de los receptores de serotonina. Por tanto, ciertamente, hay evidencias que vinculen la acción de este neurotransmisor con la depresión, pero también algunos resultados contradictorios. De hecho, la práctica totalidad de los fármacos antidepresivos que se siguen utilizando hoy en día se basan en incrementar la concentración de serotonina en las sinapsis mediante diferentes estrategias, que, afortunadamente, funcionan en la mayor parte de los casos.


Conjuntamente con la serotonina, también se considera que intervienen en la generación de la depresión los sistemas de liberación de dopamina y noradrenalina. Los tres neurotransmisores son parecidos químicamente, e incluso comparten enzimas en su síntesis, así como las proteínas encargadas en su recaptación, por lo que la vinculación entre ellos es muy estrecha. Una deficiencia en la enzima tirosina hidroxilasa puede afectar a las concentraciones de los tres. Pero la relación entre ellos no acaba aquí, sino que debemos fijarnos en las interacciones de los diferentes sistemas de transmisión, dopaminérgico, serotoninérgico y noradrenérgico. Las principales células liberadoras de serotonina son las neuronas del Núcleo Dorsal del Rafe (NDR), que proyectan sus axones a diversas regiones, entre ellas la Amígdala y núcleos del Estriado (ver figura 18). El NDR está bajo control del Córtex Prefrontal Medial; una activación del mismo puede inducir la inhibición de la liberación de serotonina por las neuronas del NDR mediante la liberación gabaérgica, como se ha demostrado en modelos animales de depresión. Por otra parte, en el Área Tegmental Ventral (VTA) están las principales neuronas dopaminérgicas, como explicamos en el capítulo anterior, que proyectan sus axones de forma mucho más concreta y menos difusa que las neuronas del NDR, al Estriado Ventral (donde está el Núcleo Accumbens, el mencionado circuito de la recompensa) y, de nuevo, al Córtex Prefrontal.


Al igual que ocurría en el sistema de recompensa, una disminución de la liberación de dopamina en el Estriado Ventral se asocia con síntomas y reacciones aversivas, como ocurre durante el síndrome de abstinencia. Es probablemente lo que sucede en la depresión y la situación causante de la anhedonia y la desmotivación. En realidad, los circuitos que parecen activarse en el caso de la depresión no difieren mucho de los que se activan durante la adicción, salvo en las primeras etapas de esta, con la descarga de dopamina en el Núcleo Accumbens. La liberación de dopamina se incrementa con el estrés, pero decae si el estrés se vuelve crónico, y esta es una de las causas que conducen a la depresión. Por otra parte, es la liberación menor, pero sostenida, en el Córtex Prefrontal, lo que contribuye también a generar emociones de aversión, y esta activación en el Córtex Prefrontal puede retroalimentar la inhibición de la liberación de serotonina por parte del NDR. Además, las neuronas noradrenérgicas del Locus Coeruleus también reciben inervaciones del NDR; la disminución en la liberación de serotonina puede activar las neuronas noradrenérgicas del Locus Coeruleus, que envía aferencias a un gran número de áreas del cerebro: la Amígdala, el Hipocampo, el Tálamo, la corteza o el Hipotálamo son algunos de sus destinos. La liberación de noradrenalina por parte de estas neuronas se asocia con situaciones de estrés y miedo, y en conjunción con la actividad excitatoria de la Amígdala sobre el Córtex Prefrontal y el Hipotálamo (y a través de este, del sistema nervioso vegetativo) es probablemente responsable de la aparición de la ansiedad que tan frecuentemente acompaña a la depresión.


Por tanto, lo que vemos aquí es lo que ya hemos contemplado en otras ocasiones: un desbalance en la transmisión sináptica que acaba por provocar un funcionamiento anómalo de una serie de circuitos neuronales. No es nuestra intención ser repetitivos, pero es que las enfermedades mentales, prácticamente todas, siguen este patrón, que empieza por algún desajuste probablemente a nivel molecular o celular, pero que, debido a las propiedades de comunicación de las redes neuronales y del cerebro, se amplifica y acaba por afectar a uno o varios circuitos, lo que se traduce casi siempre en alteraciones en el comportamiento o cognitivas. La importancia del circuito nos enseña que, por ejemplo, en el caso de la depresión es posible que no exista ningún problema en el NDR, que es donde están las neuronas que liberan serotonina, sino en el Córtex Prefrontal Medial, que es el que controla ese núcleo directamente. Y, en efecto, hacia ese camino se dirigen las últimas investigaciones, poniendo en relevancia cada vez con mayor intensidad la importancia de las redes neuronales del Córtex Prefrontal.


Los estudios de neuroimagen muestran que pacientes con depresión sufren de una hiperactividad en una subregión de una zona del córtex, concretamente en el Córtex Cingulado Subgenual, que podría ser responsable, indirectamente, de la reducción en la liberación de serotonina. Por otra parte, en la última década se ha incrementado también el número de estudios que relacionan la función de la Habénula con la depresión. Recordemos que la Habénula controlaba, mediante la transmisión glutamatérgica, la activación de las neuronas de la VTA, responsables de la liberación de dopamina, y una activación de la Habénula implicaba una inhibición de las neuronas dopaminérgicas de la VTA, y, por tanto, menos dopamina liberada en el Núcleo Accumbens, lo que conduce a emociones de aversión. Pero lo que hace aún más interesante esta hipótesis es que la propia activación de la Habénula está sujeta al control de la liberación de serotonina sobre las propias neuronas de la Habénula. Por tanto, una disminución de la liberación de serotonina implicaría también una activación de la Habénula y una inhibición de las neuronas dopaminérgicas de la VTA, disminuyendo por tanto la liberación de dopamina, tal y como se produce en la depresión.


Dado que las implicaciones de los circuitos en la depresión van más allá de la serotonina y la dopamina, se están comenzando a probar algunos tratamientos que se apartan de la consabida línea de combinar antidepresivos clásicos con ansiolíticos. Por ejemplo, la ketamina, un anestésico de uso veterinario, parece que puede tener un uso terapéutico como antidepresivo, y su acción es además mucho más rápida que la de los antidepresivos normales. Pero la ketamina no interviene directamente en la transmisión serotoninérgica, sino que es un antagonista del receptor NMDA. Al parecer, el efecto de la ketamina como antidepresivo no solo está relacionado con el bloqueo de la transmisión sináptica glutamatérgica, que ya de por sí puede ser en realidad la responsable de todos los demás desequilibrios, como hemos explicado, sino que también impide, bloqueando el receptor de NMDA, que se inicien una serie de cascadas de señalización que implican síntesis de proteínas. Este efecto de la ketamina ha provocado que se establezca una nueva hipótesis sobre las causas de la depresión, centrada en la transmisión sináptica glutamatérgica en vez de la hipótesis clásica de las monoaminas. No es la única: también hay hipótesis alternativas centradas en una disminución de la transmisión sináptica gabaérgica inducida por el estrés; también una hipótesis que tiene en cuenta alteraciones endocrinas del eje HipotálamoHipófisis-Adrenal, porque la prolactina y la somatostatina, hormonas liberadas por la acción de este eje, tienen efectos sobre el estado de ánimo; y también una hipótesis que relaciona la depresión con la melatonina y los ritmos circadianos, puesto que la liberación de serotonina sigue un patrón oscilatorio, llamado ultradiano, que está relacionado con los ritmos de sueño y vigilia. En todo caso, puede que todas estas hipótesis tengan algo de cierto y no sean excluyentes, porque es posible que, en el contexto de la depresión, todos estos sistemas se desequilibren y acaben por contribuir de una manera u otra a la enfermedad, aunque quizá no sean la causa primigenia.


Queda claro, pues, que el funcionamiento aberrante de ciertos circuitos neuronales conduce, de nuevo, a la expresión de una patología. Ahora bien, ¿por qué, a diferencia del autismo o de la esquizofrenia, la depresión puede ser adquirida, y con cierta facilidad? Como decíamos más arriba, esto no quiere decir que no exista predisposición genética, puesto que hay datos que afirman que ciertas mutaciones suponen un factor de riesgo añadido, sino que existen otros medios por los cuales el circuito puede perder su funcionalidad original. Y aunque las causas puedan parecer muy variopintas, el cerebro las entiende como una sola: el estrés. El estrés hay que entenderlo en este caso como un estímulo fisiológico: no tiene que ver con «estar nervioso» o «ajetreado». Una situación de estrés para un animal puede ser permanecer en estado de alerta mucho tiempo, la falta de sueño, o una alimentación deficiente o muy precaria. Está sobradamente demostrado que el estrés prolongado es capaz de inducir todos esos cambios en los circuitos que hemos mencionado y que acaban conduciendo a la depresión. De hecho, muchos modelos animales para el estudio de la depresión se basan precisamente en eso, en implantar una situación de estrés prolongado, aunque se están viendo desplazados por los modelos genéticos, menos sujetos a variabilidad. Y, como ocurría en el fenómeno de la adicción, muchos de los cambios que suceden en nuestro cerebro en respuesta al estrés son cambios debidos a nuestra propia plasticidad neuronal, cambios fisiológicos que intentan mantener la homeostasis del sistema ante ese estímulo. Naturalmente, no todos los organismos reaccionan igual: por eso no todas las personas desarrollan depresión ante los mismos estímulos. Aquí sí es donde debemos buscar la influencia de la genética, que provoca que haya individuos más susceptibles que otros a desarrollar esta enfermedad, aunque, de momento, dado el número relativamente bajo de genes identificados en comparación con otras enfermedades, parece necesario seguir profundizando en esta línea».


«Llega un momento en la vida del individuo en el que su actividad empieza a verse mermada por diversas circunstancias. La principal, aunque no la única, es el envejecimiento. Si en el capítulo anterior tratábamos de explicar qué ocurría cuando el cerebro enfermaba y cómo repercutía esto en la mente, en este hablaremos de lo que sucede cuando el cerebro llega a su estación final y enferma irreversiblemente con un tipo de patologías diferentes a las ya explicadas: las enfermedades neurodegenerativas que ocasionan demencia.


Sin embargo, aunque la vejez es un factor importante, no es la causa primigenia de las demencias, puesto que muchas personas pueden alcanzar una edad considerable sin padecerlas, más allá de un cierto deterioro en sus funciones cognitivas. Las demencias tienen sus propias causas, que no hemos de buscar en defectos del desarrollo y de la maduración del cerebro, como ocurría en la esquizofrenia, en el autismo o incluso en la epilepsia, sino en otros procesos que se ven acentuados con el transcurso de los años. Eso sí, esas causas, como siempre, son biológicas y se basan en una serie de eventos a nivel molecular, bioquímico, genético y fisiológico, como cualquier otra enfermedad, que finalmente se amplifican y acaban afectando a toda la funcionalidad del cerebro (a veces con énfasis en determinadas partes) y que finalmente acarrearán casi siempre el mismo resultado: la muerte de las neuronas.


Las enfermedades neurodegenerativas, y dentro de ellas, las demencias, acaban por destruir por completo lo que somos. Nos precipitan hacia un final en el cual nuestra memoria desaparece, nuestras emociones se distorsionan, nuestra consciencia se diluye. Somos lo que somos porque nuestro cerebro así lo reconoce y lo representa, pero al destruir el cerebro, prácticamente podemos afirmar que dejamos de ser.


Sobre los autores


El doctor Juan Lerma (Moral de Calatrava, 1955) es profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y director del Centro Internacional de Neurociencias Cajal (CINC-CSIC). Ha dedicado su vida a desvelar el papel desempeñado por los receptores de glutamato en el control de la excitabilidad neuronal y patologías como la epilepsia, el autismo o el síndrome de Down. Desde 2016 dirige, como editor-jefe, la revista científica Neuroscience, buque insignia de la International Brain Research Organization (IBRO). Es miembro de la Organización Europea de Biología Molecular (EMBO), de la Academia Europea y vicepresidente del European Brain Council (EBC). Ha sido también director del Instituto de Neurociencias de Alicante (CSIC-UMH), director científico del Programa de Excelencia «Severo Ochoa», presidente de la Sociedad Española de Neurociencia (SENC) y presidente del comité paneuropeo de IBRO.


El doctor José Luis Rozas (Cáceres, 1976) estudió Biología en la Universidad de Extremadura, donde se licenció en 1999. Aunque se inició en la investigación en los campos de la microbiología y la inmunología, pronto derivaría su interés en el sistema nervioso, lo que le llevó a seguir sus estudios de doctorado en el Instituto Cajal (CSIC) bajo la tutela del profesor Lerma. Posteriormente se dedicó de lleno a la investigación acerca del funcionamiento de la sinapsis tanto en universidades españolas como extranjeras. De vuelta en España, ahora compagina su labor en la enseñanza con su actividad como escritor. 


 

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