EXISTIRÍAMOS EL MAR, de Belén Gopegui, una novela osada y conmovedora de historias comunes con momentos de respeto, risas, charla, felicidad, apoyo mutuo y rabia compartida


Literatura Random House. 304 páginas

Tapa blanda con solapas: 17,95€ Electrónico: 8,54€


EXISTIRÍAMOS EL MAR, la nueva novela de Belén Gopegui, ilumina nuevas formas de convivencia, de lealtad, de estar y ser con y entre los otros. Una obra que pone en el centro la vida, entendida como aquello que se teje entre risas, frustraciones, fracasos, los momentos compartidos y la aparente banalidad de lo cotidiano. La obra es un soplo de energía que nos lleva a los caminos donde se unen la fragilidad y la fuerza, lo difícil y lo posible, los nuevos comienzos, y formas diferentes de perseverancia y de lealtad. Belén Gopegui ha escrito una novela osada y conmovedora de historias comunes donde lo más intenso no reside ni en lo más oscuro ni en lo más turbio, sino, a veces, muchas veces, en momentos de respeto, risas, charla, felicidad, apoyo mutuo o rabia compartida.


En el portal 26 de la Calle Martín de Vargas de la ciudad de Madrid, Lena, Hugo, Camelia, Ramiro y Jara comparten un piso. A sus cuarenta años, convivir es una necesidad que surge de unos salarios que no alcanzan para costearse una vivienda propia en la ciudad, pero también, es una manera de entender las relaciones y de poner en valor el compartir. Entre fracasos amorosos y un trabajo como investigadora científica más frustrante de lo esperado, Lena ha encontrado en Martín de Vargas un refugio. Para Hugo, desarrollador web, el piso compartido también es un lugar de afecto y confianza donde soñar con inciertas historias de amor o liberarse del clima de estrés que se vive en la empresa que lo emplea. Ramiro, empleado en unos almacenes de bricolaje, y Camelia, administrativa en una constructora, crean lazos y comunidad en Martín de Vargas, como lo hacen a diario en el terreno de la actividad sindical. Jara, más frágil e inestable que el resto, es la única que está en el paro, y que un día decide vaciar su habitación y partir sin avisar ni dejar rastro.


La enigmática desaparición de Jara, con la que se abre la novela, desconcierta a sus compañeros que temen por su bienestar mental y emocional, y a la vez sienten un gran vacío. Mientras continúan adelante con sus vidas y sus batallas cotidianas, Lena, Hugo, Ramiro y Camelia se debaten entre ir en su búsqueda o respetar su necesidad de escapar y esconderse de todo y de todos. Jara, por su parte, prueba iniciar una nueva vida en Calatayud, un destino al que ha llegado por pura acción del azar. Allí alquila un modesto altillo y consigue hacer una sustitución en la barra de un bar. Unas cuantas pistas y la insistencia de Renata, la madre de Jara, convencen al grupo de viajar en busca de su amiga. Cuando finalmente dan con ella, se entrelazan las preguntas, el alivio y la felicidad del reencuentro. Jara les hace entender que su lugar en Martín de Vargas la atrapa en una situación incómoda y que ahora necesita esta oportunidad que ella misma se ha dado. Sus compañeros deciden entonces conservar una habitación para ella en el piso compartido y regresan a Madrid sabiendo que, pese a la distancia física, se sostienen los unos a los otros gracias a la lealtad y los lazos creados en el portal 26 de la calle Martín de Vargas.


CLAVES DE LA NOVELA


A lo largo de su amplia trayectoria, Belén Gopegui ha concebido a sus novelas y ensayos como artefactos capaces de representar la realidad y, al mismo tiempo, de poner en cuestión al poder y el orden socio-económico hegemónico, interpelando al lector e invitándolo a dar un paso, por pequeño que sea, de la reflexión a la acción en defensa de una sociedad más justa. Literatura y política van de la mano en obras que, como El comité de la noche, Quédate este día y esta noche conmigo y Acceso no autorizado, narran historias que indagan en la desigualdad, los mecanismos del poder, la acción social, la vulnerabilidad o la injusticia, entre otros temas con un marcado cariz político y moral.


En la línea de las piezas que la preceden, Existiríamos el mar es una novela coral que, sobre el trasfondo de la pandemia de COVID-19, nos muestra un mundo donde la incertidumbre, la precariedad laboral y las dificultades para costearse una vivienda están a la orden del día, y se ha abierto una brecha insalvable entre los que cuentan con patrimonio y aquellos que no; pero también, donde otras maneras de convivir, compartir y construir comunidad y familia se erigen como alternativas colectivas y solidarias que desafían las nefastas leyes de la exclusión social.


Gopegui focaliza en los diferentes protagonistas de esta historia para componer un mosaico de puntos de vista sobre la realidad en el que no faltan las discrepancias o, incluso, las contradicciones internas. Pasando de un personaje a otro, la trama avanza con agilidad pero cada tanto el hilo de los acontecimientos es interrumpido por la voz narradora que, reflexiva, expone sus tesis sobre las dinámicas humanas. Con estos cambios de velocidad y tono, Gopegui conduce a la novela hacia un terreno híbrido donde la ficción linda con el ensayo, y la escritura adquiere una dimensión filosófica que le otorga trascendencia a la historia narrada. Existiríamos el mar es una novela que gira en torno a una desaparición y un reencuentro, pero ante todo es una obra que pone en el centro la vida entendida como aquello que se teje entre risas, frustraciones, fracasos, los momentos compartidos y la aparente banalidad de lo cotidiano.


LOS PERSONAJES


Lena «Lena creyó que investigar en un laboratorio sería emocionante, que la promesa de descubrir algo, de hacer avanzar la ciencia y la lucha contra la enfermedad la colmaría. Cuando eligió sus estudios tenía un modelo, Jonas Salk, el que donó la vacuna de la polio a la humanidad, y ante la pregunta de por qué no la había patentado, contestó: ¿Acaso se puede patentar el sol? Pero todo eso está tan lejos de lo que ella hace. Tampoco con la epidemia ha podido contribuir en nada. Les obligaron a trabajar más días de lo que hubiera sido prudente y en ningún momento pensaron siquiera en poner ese trabajo al servicio de lo que estaba ocurriendo. No pudo participar entonces, ni puede ahora, en la decisión de lo que van a investigar, apenas tiene autonomía para opinar sobre cómo hacerlo, y no tiene ninguna para elegir a quién beneficiará. Ha trabajado en la universidad y en tres empresas distintas, y eso nunca ha cambiado. Si está pronto en casa es porque ayer pasó la noche en el laboratorio y hoy solo ha ido tres horas por la tarde. Tenía tantas ganas de llegar pronto y darle una sorpresa a Jara, que pasa, pasaba, se corrige, allí sola casi todo el día. Ya no, hace cuatro días que no. Y aún no entiende por qué no se ha despedido. Jara no es su pareja; es su amiga, indecisa, obsesiva, amada.» (pp. 14-15)


Ramiro «Ramiro termina de organizar su pasillo en la multinacional de bricolaje y decoración.«Lleno, limpio, balizado», el mantra de cada mañana. Que toda la mercancía esté colocada, que las estanterías estén limpias, y que estén puestas todas las etiquetas. Quince metros a cada lado, dos metros y medio de altura, un metro lineal de separación. Mantiene una relación cordial con su pasillo, le caen bien las herramientas, le agrada saber que su tarea es concreta, atenerse a su pasillo, que no haya catástrofes en su pasillo, que nadie resbale, que pocos discutan, tener bien localizado el desfibrilador porque un día un hombre se desmayó en su pasillo y lograron sacarle adelante hasta que llegó la ambulancia. Cuanto más se abre su pasillo al mundo, la cordialidad se complica, tratar con los clientes tiene su aquel pero Ramiro se empeña en que le guste y procura ser muy consciente de cómo lo hace, sobre todo cuando hay que cerrar pedidos e instalaciones o reclamar a los proveedores. Preferiría otro mundo con jornadas más cortas y otras opciones, trabaja modestamente para hacerlo posible en la doble jornada de la militancia pero, mientras se construye ese otro mundo, no le pesa ocuparse de un pasillo.» (p. 24)


Camelia «Cambian de tema, recogen los platos, preparan yogur con miel de postre. Camelia está dos veces a punto de contarle a Hugo lo que le ha pasado en su trabajo. Pero todavía le afecta demasiado. Al final, calla. Recogen juntos, hablan de ese concierto al que les habría gustado ir pero ya no había entradas. Hugo se va a su cuarto un rato. Camelia se pone una chaqueta, abre la ventana del salón y se acoda en ella. El frío le enrojece aún más la piel; no le importa, busca esa sensación de estar a la intemperie y a cubierto. Si se asoma un poco puede llegar a ver el pequeño parque del fondo. Aunque no hay horizonte, le gusta mirar a la gente que pasa y si ve a alguno de los gatos del barrio entre los coches, les baja algo de comer. Sin embargo, ahora solo está viendo el rostro gastado de Valentín; tiene sesenta años pero hoy parecía que tuviera más. Él le ha enseñado todo lo que sabe de sindicalismo; es vendedor en la sección de electrodomésticos y miembro del comité de empresa, pese a que en el gran almacén donde trabaja es casi imposible que no ganen los sindicatos amarillos.» (pp. 40-41)


Hugo «Hugo tiene una historia. Suponía que ya no podía pasar, no con esa fuerza. Porque Hugo ha visto el futuro. Ya no quiere fantasear con un horizonte borroso donde todo será posible. Tiene unas condiciones de vida de las que no puede librarse. Claro que le gustaría dejar el trabajo, vivir cerca del mar, pero no él solo, ni siquiera con Chema. No querría hacerlo si los demás tuvieran que quedarse. Es estúpido, le dirían todos, a nosotros nos alegra que estés bien. Y es verdad, pero Hugo lleva consigo un sentimiento que encontró escrito cuando era adolescente; no alude a su catadura moral ni, cree, a su cobardía: solo está ahí, como otras personas prefieren las avellanas a las almendras o tienen más o menos frío. La frase dice: «Puede uno sentir vergüenza de ser el único en ser feliz». » (p. 43)


Jara «Jara se levanta en el pequeño altillo que ha alquilado en Calatayud. Estuvo a punto de hacerse trampa cuando le tocó ese destino. No conocía el lugar, nunca había estado antes pero comprendió que, de alguna manera, había imaginado un sitio en la costa, tal vez, pensaba, porque el mar consuela nuestros esfuerzos y crea la sensación, aunque sea superficial, de que al fin se ha llegado, como si pudiera poner una firma debajo de las cosas. Sin embargo, el mar era un sueño de Martín de Vargas al completo, no quería cumplirlo sola. Un bosque en las montañas quizá también habría valido, espacios donde poder desaparecer por segunda vez. Pero tampoco quería ir a parar a un sitio que le sirviera de pretexto para dejar de preguntarse cosas. Por último, detestaba hacerse trampas. Jara cumplió con el azar. » (p. 103)


Renata, la madre de Jara «En ese momento, Renata acaba de presentar unos papeles, saca un número para la siguiente gestión y espera. Ya se ha jubilado, aunque, como la pensión es pequeña y siempre ha estado temiendo que Jara pueda necesitar dinero, tiene un empleo en negro en una gestoría donde trabajó algunos años. Termina el último trámite que tiene pendiente y esta vez no pide que le den otros, baja al metro y se dirige a Martín de Vargas. Se cruza de brazos en el asiento y entorna los ojos, está preocupada. Sabe que no puede manifestarlo. Cuando vea a Lena tendrá que erguirse y fingir ser esa persona segura de sí misma que no es. Quizá por eso le gusta tanto el terror, en los libros, en el cine. El terror que lleva dentro y que allí puede ver fuera, dejar que se expanda sin apenas peligro, el terror, el horror, no cuando estalla sino cuando vagamente se va formando, susurra, aparece en oleadas súbitas que después se retiran. Necesita mirarlo de lejos porque sabe que puede estar cerca, y puede estar dentro y batir las alas con una fuerza con la que no quisiera tener que lidiar. Piensa que una cosa es la madurez, saber que ya se ha vivido y que, por tanto, toca ponerse delante a recibir los golpes dirigidos a las personas aún en formación. Y otra distinta, la obligación de sacarse siempre las castañas del fuego porque así conviene a lo que en sus tiempos llamaban clases dominantes.» (p. 67)


FRAGMENTOS


El trabajo asalariado «¿Qué más da saberse la teoría si algo en el aire presiona y hace que suene todo el tiempo en mi cabeza la obligación de trabajar para ser? ¿Qué más da que crea que el trabajo, al menos el trabajo asalariado, no debería ser la llave para vivir en sociedad si, a la vez, no puedo dejar de pensar que si soy adulta y no trabajo no existo, no soy? Me preocupa que no haya relación entre lo que se aporta y lo que se recibe, me da miedo que recibir sin dar me haga más débil y me deje sin un lugar de lucha. Sé que otras personas ni siquiera pueden permitirse ese miedo. Y que cuando creo que trabajar querrá decir que me necesitan, en realidad nunca me van a necesitar a mí, sino solo a alguien como yo. El mundo tendría que cambiar de arriba abajo para que toda persona fuese irreemplazable, y eso no quiere decir que cada una pueda hacer lo que le dé la gana ni que no deba comprobarse si está haciendo las cosas bien.» (p. 178)


Tres condiciones de lo humano «Con su cuerpo de sombra constata, cuando mira, que existen tres estados, o tal vez condiciones, por donde con frecuencia discurre el caminar humano. Y que no están separados, se cruzan. Ha llamado al primero la chapuza vital. Es el primero pues lo contiene todo. Afecta a lo que no funciona desde el principio, no por la voluntad deliberada de seres humanos concretos, sino porque la vida es finita, incompleta y grotescamente chapucera: los materiales que tan bien pensados parecían, se estropean; los temperamentos se impacientan a menudo sin pensar, sin aguardar, sin comprender; la fuerza se desmanda, a la razón le pierde la soberbia, la mezquindad se impone un día sobre lo magnánimo, sucede el accidente, la enfermedad, el frío exterior y el interior, la muerte inesperada y la esperada, y el pesar hunde los corazones. Amor o miedo, apetito o dolor o melancolía, todo tiene muescas. La vida no es siempre diligente […] El segundo estado, al que la voz ha llamado el impulso de la justicia, no surge para eliminar la chapuza, y es que no hay modo de hacerlo; surge para que sus consecuencias puedan aliviarse, no aplasten: trae el deseo de que no quede nadie a solas, sin amparo. El impulso de la justicia avanza y retrocede, pierde fuerza; aunque no se extingue, puede ser derribado y entonces ha de pasar el tiempo hasta que se restablece y se levanta. No es perfecto, pertenece a este mundo y reúne también los ciclos inexactos, la sequía, lluvias torrenciales, la expresión de quien no acepta y canta mientras aprende junto con otras: no soy hoja que el viento lleve por donde quiera, si quieres detenerme tendrás que golpear. Como no hay dos sin tres, junto con la chapuza vital y la justicia, la voz percibe la llamada de lo lejano. Ulula, no cuenta nada pero lo evoca todo. Se puede confundir con el canto de las sirenas en la mitología, pero no es igual. No siempre atrae hacia el peligro, a menudo solo provoca desconcierto. Ni quiere siempre lo contrario, la escapatoria, el deseo de apartarse en pos de un lugar con horizonte donde el temor se vaya. En ocasiones puede ofrecer salidas, guiar hacia el portazo al corazón que huye en busca de otro paisaje y otros hábitos, o de un experimento vital. Porque la vida debería ser otra cosa. Porque a veces se necesita que esta vida concreta sea otra cosa. » (pp. 38-40)


El azar «Lo que no es el propósito de levantar la mano o de abrir una puerta, es el azar de coincidir con un propósito desconocido de otro ser o bien con el barullo de la vida no buscada: el chaparrón en mitad de la calle, el estribillo tarareado por un viandante justo cuando pasábamos cerca y evocábamos a la persona que nos descubrió esa melodía, la iluminación súbita de una idea con extrañas consecuencias. Pero ¿qué es, qué puede ser lo que no es ni una cosa ni otra o bien da en ser la una más la otra? Y suavemente la respuesta asoma: vivir, vivir.» (p. 154)


La intensidad «La voz y la intensidad suben ahora al borde del tejado del hostal, allí se sientan, con sus piernas ficticias colgando. En lugar de echar a suertes su papel en la historia, la voz expone su caso. Algunas historias, dice, requieren no transitar por los límites de lo insoportable y lo extraordinario. En los momentos ordinarios, la chapuza vital, el impulso de la justicia y la llamada de lo lejano encuentran un peso tal vez equivalente; los humanos tratan de responder como mejor saben a esa tríada, hay momentos espléndidos que, como grandes robles, extienden sus copas, hay caídas y tiempo de pena, hay intentos perfectos si bien no logrados y un discurrir a través de los días con afecto atento, un discurrir a veces intrincado, un poco lóbrego y sobrecogedor, a veces espacioso y al borde del mar. Y esta es la vida sin sus desafueros, también cuenta, y también forma parte del camino. […] No pido que te ausentes de esas historias comunes. Quédate pero sin que siempre hagan falta cataclismos, alumbra y logra que por un tiempo baste el filo de la hoja y no siempre la puñalada, habilita otros caminos para llegar a conocerte. Sostenlos aunque sean corrientes y no traigan movimientos súbitos, laderas que se desprenden, avalanchas. Solo un breve viaje, el antes y el regreso, la sección dibujada de unos meses, sus materiales y cómo se agregan vidas con vidas, formando figuras cambiantes. Observa que la noche siga al día, y al día siga la noche y, entretanto, quede en la historia algo ni turbio ni sublime, sino calladamente exacto, inestable y sin embargo no exento de la fuerza de una llama que tiembla pero puede quemar una desdicha.» (pp. 245-247)


El valor de compartir «Luego piensa en Raquel y en que esa noche, sí o sí, va a escribirle una carta. Lleva tiempo queriendo hacerlo pero siempre lo pospone. Esa noche lo hará, le dirá las pocas cosas que sabe, casi todas se las ha enseñado alguien. Siempre ha retrasado la escritura de esa carta, ¿qué poner en un papel que luego Raquel pudiera guardar? Y ahora piensa que la carta o, mejor, las cartas sucesivas, tratarán de todas esas personas que se ha ido encontrando y que le han entregado, sin que ella se lo pidiera, sin darle la menor importancia, un gesto, un secreto, una verdad pequeña pero tan real como cuando toma una piedra de río y la coloca en la palma de la mano.» (p. 206)


Sostener «Las mesas y sillas de las terrazas están apiladas, se sienta en un banco, observa que los contornos de algunas fachadas no son rectos, se amoldan como cuerpos de personas para sostenerse una en la otra; según les contó Camelia, se debe a la permeabilización que el río causa en sus cimientos. La comparación es inevitable, Hugo la piensa y luego la niega: ellos no pueden ser como esas casas. Ni pueden pedir a Jara que vuelva para que no se desmorone el resto de la fila, ni pueden pensar que Jara sin ellos se desmoronará. Las personas también se sostienen unas a otras en la distancia, y a veces viven en tiempos diferentes aunque estén juntas, y otras en el mismo tiempo aunque estén lejos. » (p. 244)


Arrepentimiento y segundas oportunidades «Apresuran el paso, Hugo se pone a silbar y Camelia tararea. Piensa en lo que le ha dicho Hugo; le gustaba la filosofía pero tenía tantas ganas de irse de casa, y no porque estuviera especialmente mal con su familia, quería respirar, quería vivir a su aire. Tal vez se equivocó eligiendo estudiar psicología y abandonando la carrera después. Nunca se ha arrepentido. Solo ahora, al oír a Hugo, ha pensado que algún día le gustaría volver a estudiar, no para terminar la carrera ni para tener un título. Le gustaría estudiar, quizá más literatura que filosofía, como cuando aprende a reconocer los pájaros.» (pp. 229-230)


Sobre la autora


Belén Gopegui nació en Madrid en 1963. En 1993, la editorial Anagrama publicó su primera novela, La escala de los mapas. Siguieron, entre otros títulos, Tocarnos la cara (1995), La conquista del aire (1998), Lo real (2001), El lado frío de la almohada (2004), El padre de Blancanieves (2007) y Deseo de ser punk (2009), todos ellos publicados recientemente por Debolsillo.


Literatura Random House ha publicado Acceso no autorizado (2011), El comité de la noche (2014), Quédate este día y esta noche conmigo (2017) y la edición conmemorativa del XXV aniversario de La escala de los mapas. Rompiendo algo (Ediciones Universidad Diego Portales, 2014; Debolsillo, 2018) reúne una selección de sus artículos y ensayos.




 

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