David Torres gana el Ateneo Ciudad de Valladolid con CARTAS A LAS NOVIAS PERDIDAS, una novela sentimental, tierna, divertida y a ratos muy dura
Algaida Editores. 336 páginas
Rústica
con solapa: 20,00€ Electrónico: 8,49€
CARTAS A LAS NOVIAS PERDIDAS es la obra ganadora del XLVI Premio Ateneo Ciudad de Valladolid. Es una novela sentimental, tierna, divertida y a ratos muy dura; todo ello con la prosa maravillosa a la que nos tiene acostumbrados David Torres.
Pablo H. Casas ha
ganado el Premio Nobel de Literatura, ha escalado el Everest y
mantiene un romance con Monica Bellucci, pero sólo en su
imaginación. Autor de guías de viaje en las que se inventa la mitad
de los datos, se encuentra en Indonesia cuando recibe un mensaje de
su hermano Fran, avisándole que su anciana madre ha
desaparecido.
Pablo regresa a Madrid para echar una mano en el
negocio familiar y ayudar con los cuidados de su padre, enfermo
avanzado de alzhéimer. Allí tendrá que lidiar con sus propios
recuerdos de infancia, arreglar la difícil relación con su hermano
y sufrir los tormentos del amor entre cartas a las novias perdidas y
una correspondencia ilusoria con su madre ausente. Y también
descenderá a los tenebrosos sótanos de la historia,
las
mazmorras de la Dirección General de Seguridad, donde su tío Tomás
trabajó en los peores años del franquismo. En este brusco
reencuentro consigo mismo, y con su familia, Pablo comprenderá que
el pasado siempre vuelve y, a menudo, de la peor manera posible.
Palos de ciego, su anterior novela, mezclaba la autobiografía con la ficción y el ensayo histórico. ¿Hasta qué punto Cartas a las novias perdidas tiene elementos autobiográficos?
Siempre hay elementos autobiográficos en una novela, sólo que el tratamiento de esos materiales resulta muy distinto que en el género que se ha venido a llamar “autoficción” o “no ficción”. Sospecho, por lo demás, que la ficción siempre se lleva el gato al agua, incluso en los libros de memorias. Cartas a las novias perdidas habla un poco de eso, de la dificultad de relatar la propia vida desde un prisma objetivo y del momento en que los recuerdos se difuminan cuando llega el deterioro de la vejez.
¿Es el alzheimer, la enfermedad que sufre el padre del protagonista, una metáfora de la historia reciente de España?
En cierto modo, sí. Hay una tensión clave en las relaciones entre hermanos de la novela, no sólo entre Pablo y Fran, sino entre Paco, el patriarca, y su hermano Tomás, un policía que trabajó en los sótanos de la Dirección General de Seguridad en la época del franquismo. Como bien saben los neurólogos, los psicólogos y los escritores de diarios, la memoria no se limita a registrar hechos sino que los modifica, los manipula y en ocasiones los inventa.
Esa tensión aparece desde la primera frase: En el principio siempre hubo dos hermanos. Caín y Abel, Anubis y Bata, Rómulo y Remo, Tomás y papá, Fran y yo.
Para nuestra civilización, el mito fundacional de la rivalidad entre hermanos es el de Caín y Abel. Pablo, el narrador de la novela, se siente un poco cainita porque abandonó el hogar paterno para recorrer mundo, aunque su sueño de ser escritor abortase en redactor de guías de viajes. Fran es un Abel que ha ido dimitiendo de todos sus talentos (poeta, músico, alpinista, fotógrafo) para seguir el guión familiar, casarse joven y quedarse a cuidar de sus padres. El choque entre los dos es la viga maestra de la trama.
¿Cuánto hay de David Torres en Pablo y en Fran?
Casi tanto como en los demás personajes de la novela, es decir, mucho y nada. Por ejemplo, soy un músico frustrado, como lo es Fran, pero ya me gustaría tocar el piano la mitad que él. Y nunca he sido un viajero impenitente como lo es Pablo, pero presté mi experiencia laboral en la librería de viajes Altair, de donde he sacado muchas observaciones sobre guías de viajes. Muchas de sus fantasías, literarias, sexuales y alpinas, son las mías, pero también las de mucha otra gente. La fricción entre las fantasías (el Everest, el Premio Nobel, Monica Bellucci) y la realidad es uno de los pilares de la novela, algo que ya había descubierto Cervantes.
La cita de Burgess que abre la novela dice: “Regocijémonos por haber añadido más y más al pasado”.
Burgess es uno de los grandes novelistas del pasado siglo, aunque apenas lo leen y todavía tiene un montón de libros inéditos en castellano. El pasado, en efecto, es la sustancia misma de nuestras vidas, si nos atenemos al principio de que el pasado no sólo son los recuerdos de hace cinco, quince o treinta años, sino la frase que acabo de decir, el instante que acaba de evaporarse. De algún modo, el pasado es nuestra maldición y nuestro paraíso: damos vueltas en torno a él, como mosquitos en torno a una vela. A los enfermos de alzheimer, como el padre de Pablo y Fran, el pasado se les va cayendo a pedazos y es como si fueran caminando por una banquisa de hielo derretido hacia la nada.
¿Qué puede hacer la literatura si nuestro destino es hundirnos en la nada?
Lo mismo que la música, el arte, el cine, el alpinismo, los viajes. Señalar que no vivimos en vano. Decir que mereció la pena. Hacer que nos quedemos un rato más.
Un viajero que vuelve a casa y termina encerrado entre cuatro paredes. Su novela casi es una profecía de la pandemia.
Escribí una primera versión hace unos cinco años, más o menos. Después la aligeré y la pulí, porque soy un firme defensor de la teoría de Henry James: “En el arte la economía es siempre belleza”. Lo que quiere decir que todos los adornos, todo lo que no sean elementos esenciales, vigas estructurales, todo lo que se pueda quitar, hay que quitarlo. La idea básica de la novela ya está en La Odisea, el héroe que regresa a Ítaca, sólo que no hay ningún héroe y los monstruos son recuerdos de la infancia y novias perdidas. Tendría que haber sido profeta para augurar el confinamiento y, además, los personajes llevarían mascarilla.
Sin embargo, también la portada, con el rinoceronte atrapado en una habitación, parece un símbolo del confinamiento.
Fue una casualidad, la elegimos en diciembre, creo, mucho antes de que apareciera el coronavirus. En una exposición de un fotógrafo argentino vi una foto de un rinoceronte enjaulado en el zoo de Madrid y transmitía tal impresión de pesadumbre que le pregunté al diseñador si podía encontrar algo parecido. Hizo un trabajo magnífico y, al verlo, pensé que era un símbolo perfecto del personaje de Fran, un hombre hecho para grandes escaladas y aventuras encajonado entre cuatro paredes.
¿Y el título?
Le di muchas vueltas pero al final recordé una frase de Felipe Mellizo, el inolvidable presentador de televisión, quien estaba un día en el camarote de un capitán de barco, examinando la bitácora y el ojo de buey, y de repente dijo: “Veo todo esto, en medio del mar y pienso que aquí podría escribir cualquier cosa, yo qué sé, cartas a las novias perdidas”.
Sobre el autor
David Torres (Madrid,
1966) es escritor y columnista de prensa. Su última novela, Palos de
ciego (2017), entrelaza autobiografía, historia y ficción en una
sorprendente indagación metaliteraria. En Niños de
tiza (2008), continúa la saga de Roberto Esteban, antihéroe de
novela negra que apareció por primera vez en 2003 con El gran
silencio, de reciente publicación en Francia. Su carrera literaria
arrancó en 1999 con Nanga Parbat, traducida a varios idiomas, la
que siguieron los libros de relatos Donde no irán los navegantes y
Cuidado con el perro. Ha cultivado también la poesía: Londres
(2003) y Horizonte de sucesos (2017). Otros títulos son La
sangre y el ámbar, un libro de viajes por Polonia; Por orden de
desaparición, un mosaico de reseñas biográficas; Todos los buenos
soldados (2014), ambientada en la guerra de Ifni; y El mar en ruinas
(2005), una ambiciosa continuación de la Odisea homérica.
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