EL INGENIOSO HIDALGO, de Álvaro Bermejo, una historia del Quijote, El Greco y el Quinto Sello del Apocalipsis

Editorial Algaida. 576 Páginas.
Rústica con solapas: 18,00€ Electrónico: 8,99€

¿Y si El entierro del conde Orgaz fuera el de Don Quijote? ¿Quién sería entonces el enigmático personaje cifrado en el retrato de El caballero de la mano en el pecho? En un Toledo incendiado por los autos de fe, y mientras compone su último lienzo, La apertura del Quinto Sello del Apocalipsis, El Greco abre los laberintos de su memoria para contarnos de primera mano la aventura de su vida y algo más: su relación con una peligrosa fraternidad herética a la que pudo pertenecer Miguel de Cervantes. Se conocieron en Roma, emprendieron un mismo viaje al Parnaso, pintaron caballeros andantes que tenían mucho de librepensadores, amaron a Dulcineas imposibles y supieron conjugar como nadie esa doble verdad, el orgullo y el desencanto, lo real y lo visionario, que parece engendrar, a la vista el uno del otro, el alma de un mismo Caballero de la Triste Figura, Caballero de los Espejos a su hermética manera. Un tan insólito como Ingenioso Hidalgo surge entre las luces lívidas de sus lienzos. “Este soy yo”, parece decirnos Cervantes a través del que pinta y nos mira. Una dama de fuego vela el enigma que no se resolverá hasta la última pincelada.

Así nos lo cuenta Álvaro Bermejo:

"Fue un sol negro lo que amaneció sobre nosotros aquellas vísperas de Navidad de 1564, lo recuerdo bien. El maestro Stavros había subido desde Creta, un largo viaje hasta alcanzar la península Calcídica, en Macedonia, al norte de Grecia. Llegó exhausto, mientras dormíamos. En la vacilación del alba, cuando me reuní con él tras los oficios, los farallones de Athos ganaron de repente una tonalidad púrpura, como si una luz evadida de otro cielo hubiese cubierto nuestra montaña sagrada con aquel lúgubre creciente lunar. Los monjes que sabían de astrología predijeron desgracias, los legos se evadían temerosos, los perros aullaban. —Otra mala señal, Doménikos. —El viejo Stavros lo advirtió como solía, una mano enredada en la barba, la voz lenta—. Cuando dejé Candía, Solimán aprestaba una flota inmensa, centenares de galeras, más de cincuenta mil jenízaros. Apuntan a la toma de Malta, pero nosotros estamos antes. Los perros del Turco lanzan continuos asaltos contra nuestra isla, se llevan doncellas para los serrallos y esclavos para su imperio. Lo escuchaba impaciente, sin quitar mis ojos de los suyos, cuando otro de los monjes, el que disponía las mesas del refectorio, intervino en nuestra conversación: —Sumad el hambre y la peste que afligen a todo el Mediodía. Hasta la próspera Venecia se ha visto forzada a suplicar trigo al rey de España. Es el eclipse, el eclipse de la cristiandad. Morirán reyes y príncipes, tal vez el mismo papa… Stavros plegó sus labios hasta que el monje, entendiendo que nos incomodaba, se retiró hacia las cocinas. —¿Qué nuevas me traéis de mi familia, maestro? Todavía me pesa haberla abandonado contraviniendo por dos veces la voluntad de mi padre. Él quería que fuera comerciante, ya lo sabéis, vine aquí sin recibir su bendición. Poco le faltó para maldecirme. —No es tiempo de juzgar al buen Jorghi. El Señor lo tenga en su gloria. —«El buen Jorghi, el buen Jorghi»; con solo oír ese nombre volvía a sentir su puño en mi corazón, sus golpes, su desdén, su intolerancia—. En tu última carta —siguió mi maestro—, me dijiste que tampoco te veías con vocación para tomar los hábitos. Bajé la mirada; no por humildad, para que no viera el rencor ni la rabia en mis ojos. —No me lo reprochéis más, os lo ruego. —No te lo reprocho, Doménikos, hiciste lo que debías: se puede servir a Dios de muchas maneras, pero la mejor consiste en llevar adelante la obra más conforme a nuestros talentos. El tuyo es pintar, por eso te aconsejé que vinieras a formarte aquí. En cuanto a tu familia. —Su rostro se ensombreció, no encontraba las palabras. —Decidlo de una vez. —El descontento crece como un fuego por toda la isla, de nada sirven ya títulos ni haciendas. Tu padre tuvo suerte al El ingenioso hidalgo morir antes de estos tiempos. Durante el último motín la turba estuvo cerca de matar a tu hermano Manussos. —¡Miserables…! ¿Cómo se han atrevido? —Tanto él como tu padre eligieron una profesión muy comprometida: arrendatarios de impuestos al servicio del duque de Candía. A los venecianos, y a todos cuantos trabajan para ellos, se los tolera mal en la isla. —Pero ¿no es acaso Venecia quien nos defiende de Solimán? —Según su conveniencia, Doménikos, según su conveniencia. Eres muy joven, no conoces a esos mercaderes capaces de vender su alma al diablo. Hoy alzan las banderas de la cristiandad, pero mañana, ¿quién sabe? Si el poder de España llega a perturbar su comercio, pactarán con Solimán. ¿Y qué será de nosotros entonces?".

Sobre el autor



Álvaro Bermejo nació el 1 de agosto de 1959 en San Sebastián, España. Es licenciado en Historia Contemporánea y Antropología por la UAB. Inició su trayectoria creativa como performer dentro del grupo de agitación contracultural CLOC Entre 1997 y 2007 asesoró el proyecto "Bajo la piel del otro - Culturas y sociedades mediterráneas". Trabaja en la edición de proyectos transversales que conectan arte, literatura, ciencia y sociedad, dentro de la red SymbioLab. Ha colaborado en La Voz de Euskadi, El Diario Vasco, las revistas Más allá y Qué leer. Su relato El Socialista le valió el Premio Ciudad de San Sebastián de 1983. Publicó las novelas Las Arenas y el Templo (1985), La Madonna de la Tempestad (1989), El Descenso de Orfeo (1991), Benarés (1995) o El Juego de la Mandrágora (1996). Pero se consagró en 1997 con El Reino del año mil que le valió el Premio Ciudad de Salamanca. En 2001 obtuvo el premio Ateneo de Sevilla por La Piedra Imán y en 2008 por El evangelio del Tíbet. Con el siguiente libro El Laberinto de la Atlántida obtuvo el premio Internacional Luis Berenguer.


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