RobertoSantiago gana el Premio Fernando Lara con LA REBELIÓN DE LOS BUENOS, una novela negra brillante con un fondo moral
Editorial Planeta. 728 páginas
Tapa dura con sobrecubierta: 22,90€ Electrónico: 9,99€
El exitoso autor de literatura infantil y juvenil Roberto Santiago, que debutara en la literatura para adultos con el thriller judicial Ana, convertido en un fenómeno de ventas y adaptada a la televisión, da un paso adelante con LA REBELIÓN DE LOS BUENOS, una gran novela ganadora del Premio Fernando Lara. La maestría demostrada en ese título anterior se confirma ahora con una trama compleja, trepidante,que a los mejores ingredientes del género negro añade un fondo social y moral que engrandece el relato.
LA REBELIÓN DE LOS BUENOS va encabezada por una cita de Edmund Burke suficientemente explícita acerca de las intenciones del autor: «Para que el mal triunfe solo es necesario que los buenos no hagan nada».
Esos buenos que deben actuar para impedir el triunfo del mal están representados
en la novela por un inolvidable grupo de abogados/detectives que se enfrentan
a una poderosa multinacional farmacéutica. El bufete/agencia de detectives lo
componen Jeremías Abi; su segunda y sucesora, Trinidad Bardot; su imprescindible
mano derecha, Dolores; los abogados junior Ana María y Jon; y Romano, un
chiquillo recogido de la calle. No son unos personajes buenos, simples, blandos o
de una pieza. Al contrario, son personajes complejos, llenos de contradicciones y,
desde luego, bastante duros. Trabajan en Carabanchel Bajo, en un local modesto
flanqueado por una casa de apuestas y un restaurante chino, y coronado por un
rótulo luminoso.
«Para que el mal triunfe solo es necesario que los buenos no hagan nada.»
A sus 49 años, Jeremías Abi, el jefe del grupo, es un hombre herido y talentoso, lleno
de recovecos y de cicatrices en el alma y alguna en el cuerpo; alguien que, bajo
su máscara de cinismo, ha recibido tantos golpes como el que más. Un posible
retrato robot diría «que es rápido, que no tiene escrúpulos y que hace cualquier
cosa con tal de ganar sus casos; también dicen que se acuesta con sus clientas». A
Jeremías Abi se le tiene por el mesías de los necesitados, el apóstol de las causas
perdidas, el azote del sistema judicial… y por alguien con la doble cara de la verdad:
vendido al mejor postor de día y salvador de la humanidad de noche, como
esos héroes legendarios de doble personalidad, el Zorro o Pimpinela Escarlata.
En una ocasión, le abrió la cabeza a un juez con un ordenador portátil, a consecuencia
de lo cual le retiraron la licencia de detective y le expulsaron del colegio
de abogados. Recuperó la licencia, pero quedó relegado a casos menores. Sigue
siendo uno de los mejores abogados de la ciudad, aunque metido en un tugurio
bizarro, y un profesional enamorado de su trabajo, con el que disfruta en cada
detalle como un artesano. Y según su ex, con la que tiene dos hijas, tiene tanto
talento para sus casos, como carencia de él para las personas que están a su lado;
además de ser hábil en utilizar a los demás, enmascarando sus propios intereses,
o en conseguir que cada sacrificio que hace o aparenta hacer acabe resultando lo
mejor para él. En alguna ocasión, ha usado a sus clientes para salirse con la suya
con la excusa moral de que se lo tenían merecido.
Por su parte, Trinidad Bardot es una suerte de Lisbeth Salander a la española:
bisexual, fuerte físicamente, expresidiaria con múltiples antecedentes (había sido
«una delincuente juvenil reincidente que entraba y salía de centros de menores
y prisiones»). Siempre ha buscado la justicia, estrellándose en el intento. Es una
luchadora, suyos son algunos de los momentos más emotivos, y también más violentos, de la novela.
Como en algunas buenas novelas negras (por ejemplo, las del gran Donald Westlake),
los protagonistas son gente común que, en su lucha contra enemigos mucho
más poderosos, necesitan de todo su ingenio y su voluntad. Como ellos mismos
dicen en algún momento, «somos pequeños, pero estamos juntos y mordemos
juntos.»
A un modesto despacho de abogados, en el que trabaja una especie de Lisbeth Salander, llega la segunda fortuna del país.
Un día llega a un modesto despacho de Carabanchel la visita más inesperada: Fátima
Montero, la segunda fortuna del país, dueña, junto con su marido, Niklaus
Meyer, de la multinacional farmacéutica Montero-Meyer, un auténtico imperio
repartido por medio mundo. Quiere que se investigue la relación de su marido
con una joven –relación que no es una mera aventura, él mismo reconoce estar
enamorado– y vengarse de semejante humillación. Fátima Montero es clara y
contundente: «Quiero arruinarle la vida a mi marido. Quiero arrebatarle todo y
humillarle públicamente. Quiero acabar con él. Quiero quedarme con todo lo que
tiene, con la empresa, con las propiedades…». Está dispuesta a pagar una cantidad
astronómica y necesita que tanto la investigación como la demanda subsiguiente
(los abogados/detectives de Carabanchel cubren ambos campos) las lleve a cabo
alguien totalmente ajeno a su empresa y su mundo. Por supuesto, las cosas no serán
como parecen y las sorpresas y los giros se sucederán a un ritmo frenético sin
dejar respirar al lector.
Como el caso es multimillonario y el bufete/agencia de detectives bordea la ruina,
la tentación de aceptarlo es demasiado fuerte. El problema es que la empresa
Montero-Meyer tiene sobre sí condenas por daños causados con sus productos,
procesos judiciales abiertos en varios países, rumores de sobornos para eludir unas
y otras, supuestas tramas de corrupción no confirmadas… Por lo que aceptar el
caso puede significar vender el alma al diablo y, aparentando ir por libre, convertirse
en los lacayos de una mujer poderosa acostumbrada a salirse siempre con la
suya. En una palabra, venderse al sistema y trabajar para los que manejan los hilos.
Pronto, entran en escena otros personajes que enriquecen y complican la trama.
Como Javier Gaspar, miembro de la Fiscalía Anticorrupción y viejo conocido de
Jeremías, que avisa a este de dos cosas: que el caso Montero-Meyer es algo que le
viene muy grande («Fátima Montero es el epicentro de una enorme trama de corrupción y te está usando»); y, más importante si cabe, que un poderoso capo de
un grupo mexicano-iraní de tráfico de armas (Poupiño Fajardo), al que Jeremías
contribuyó a condenar, ha salido de la cárcel, está en Madrid con parte de su guardia
pretoriana y puede ir a por él; de hecho, ya ha eliminado al policía infiltrado
que declaró contra él y al que defendió Jeremías.
Lo que no sabe el fiscal es que el capo Fajardo posee documentación confidencial
de la empresa de Fátima Montero y quiere hacerla llegar a la Fiscalía, a través de
Jeremías, y a cambio de inmunidad. Jeremías tendrá que elegir entre traicionar a
su clienta o darle un nuevo motivo al capo para eliminarle.
Puesta en marcha la investigación, que es como «una partida de ajedrez sobre
un tablero en llamas», los descubrimientos y los acontecimientos cambian constantemente la situación. Como el juego de los espías, en el que «todo el mundo
sigue a todo el mundo», todos espían a todos: el grupo de abogados/detectives a
Niklaus Meyer y a antiguos colaboradores de la empresa; Niklaus, a ellos; el capo
Fajardo a Jeremías; la Fiscalía Anticorrupción, al capo y a Jeremías… Enseguida
se desencadena una acción frenética, salpicada de violencia y asesinatos, tráfico
de información, cambios de bando, traiciones, en la que se mezcla la vida privada
de los personajes con los hechos del caso, y los distintos hilos argumentales van
confluyendo.
Si la apariencia de La rebelión de los buenos es una trama absorbente, a la altura de los mejores thrillers, el fondo es un asunto relevante, con implicaciones sociales, éticas y económicas, un asunto que periódicamente salta a los informativos, el negocio de las empresas farmacéuticas. Como el maestro Stieg Larsson, Roberto Santiago combina magistralmente ambos aspectos: el relato adictivo y el fondo social y moral.
Una trama de ficción sobre un asunto muy real: los manejos de las grandes empresas farmacéuticas.
La novela muestra los manejos de una empresa farmacéutica de ficción, que suenan
inquietantemente verosímiles. Su actividad es un negocio que, como tal, solo
busca beneficios, y su mercado es la salud de las personas; un negocio que «se basa
en una cosa sola: cuantas más enfermedades, cuanta más desgracia ajena, cuanta
más medicación, más ganan ellos». Usan la salud para ganar miles de millones. La
batalla por los derechos industriales (las patentes) sobre los productos es una parte
esencial del negocio farmacéutico, y una estrategia habitual consiste en aprovecharse
de las inversiones públicas, poniendo dinero en la fase final de desarrollo
de un nuevo producto prometedor (por ejemplo, una vacuna) y registrando la
patente. «La trampa está en que el ochenta por ciento de la fase previa ya la había
abonado el Estado. Por eso es un sinsentido que tengamos que pagar en las
farmacias por un medicamento que ya hemos pagado previamente con nuestros
impuestos durante su investigación en las universidades públicas. Ocurre todos los
días y ningún Gobierno, absolutamente nadie, pide responsabilidades por ello. No
sucede en ningún otro sector. Es escandaloso, pero nadie les para los pies».
La empresa de la novela, Montero-Meyer -«un organismo de dimensiones gigantescas con ramificaciones en todos los estamentos e instituciones, que realiza prácticas mafiosas sin ningún reparo ni escrúpulo; lo único que los diferencia de la
Cosa Nostra es que todo lo hacen a la luz del día, con el aplauso social generalizado
»– llega a usar a nativos de un país del Tercer Mundo, Senegal, como cobayas
humanas de nuevos fármacos en pruebas, aprovechándose de su pobreza y su ignorancia.
La rebelión de los buenos habla de los miles de millones que mueven los fármacos
para combatir las tres enfermedades de nuestro tiempo (depresión, insomnio y
ansiedad), un dinero que podría erradicar el hambre y la sequía del planeta para
siempre. Habla de cómo, cuando no existían los ansiolíticos ni los antidepresivos,
la gente no era más infeliz que ahora. Hoy hay más aparente bienestar, pero también
más infelicidad, y las farmacéuticas nos prometen la felicidad si les entregamos
el cuerpo… o el salario. Estamos alimentando una crisis (como ya ocurrió con
la de los opiáceos) que nos estallará en las manos.
Un personaje del bufete/agencia, la eficiente Dolores, contrae una enfermedad
que parece provocada, o empeorada, por un producto de Montero-Meyer. Entran
en escena, incorporándose al grupo, el marido de Dolores, un buen tipo con problemas de alcoholismo; el padre de Jeremías, todo un carácter, una versión implacable del hijo, que «no argumentaba, te arrollaba», al que le han diagnosticado
ELA, y Roy Mercader, un sintecho, damnificado en el pasado por un caso llevado
por Jeremías.
Con los millones que gastamos en algunos fármacos se podría erradicar el hambre y la seguía del planeta.
Los cambios de lealtades y la batalla, no meramente legal, que se desencadena
causan estragos entre los protagonistas, que quedan seriamente mermados física y
económicamente. Hasta el punto de acabar componiendo un conjunto de héroes
maltratados, que parecen salidos de un western de Howard Hawks: un inválido, un
enfermo terminal, un alcohólico, un crío sin estudios; y a la cabeza de todos, una
exconvicta furiosa.
La ruina que amenazaba al despacho al principio del relato deja de ser una amenaza
y se convierte en realidad. Los protagonistas tienen que dejar el local de la
agencia y recluirse amontonados en un pequeño piso, convirtiéndolo en un «refugio
para enfermos y desheredados de la tierra en el que… lo siniestro y la muerte
se mezclaban con lo cotidiano, y casi parecíamos personajes de un sainete tétrico»,
aunque a Mercader le parezca mejor que el albergue al que suele ir. Ahí viven y
trabajan todos. «Quizá éramos demasiadas almas solitarias reunidas en pocos metros
cuadrados». Dar forma a ese grupo le parece a Trinidad lo mejor que le ha
pasado en la vida.
El último acto de la novela es, en sí mismo, un soberbio relato de género judicial
en el que se adivina una muy solvente documentación jurídica por parte del autor.
El caso Montero-Meyer se ventilará en un juicio con jurado. Y en esos casos «no
ganaba quien tenía la razón, sino quien contaba la mejor historia». El juicio, que
en cierto modo, constituye el clímax de la novela, contado con detalle, tensión, de
manera totalmente realista, es trepidante.
En él destaca el abogado de Montero-Meyer, Adolfo Oriol de Villanueva, aristócrata,
listo, manipulador, pagado de sí mismo, un triunfador que nunca ha perdido
un caso. El juicio despierta interés internacional (Montero-Meyer tiene presencia
en muchos países) y el Frankfurter Allgemeine titula un reportaje sobre el asunto «la
rebelión de los buenos». Y se convierte en un tsunami social, un fenómeno que
remueve conciencias y va sumando adeptos.
Pero su resolución se presenta difícil. El brillante Oriol de Villanueva, además de
mostrar la indiscutible cara positiva de las farmacéuticas, da la vuelta a la demanda,
presentando a Jeremías, Trinidad y los demás, como meramente interesados
en el dinero de la indemnización. Aceptar el acuerdo económico que se propone
supone un agudo dilema para la justiciera Trinidad. El dinero puede resolver todos
los problemas del bufete y el juicio puede estar perdido. Aceptarlo ¿significa
desistir y mirar para otro lado, dar el brazo a torcer ante los poderosos? ¿O significa
abandonar una batalla perdida sacando un beneficio muy necesario para todos?
Y dar por perdida la batalla legal ¿no será uno de esos razonamientos que hacemos
para convencernos de que lo justo es precisamente lo que nos conviene?
Una gran novela que combina intriga, acción, un asunto de plena actualidad,
emoción y personajes inolvidables.
El magnífico tapiz que es La rebelión de los buenos está compuesto de numerosos hilos:
en primer lugar, la trama y la intriga; el fondo moral y social, los sentimientos y
la emoción que suscitan en el lector a través de las relaciones de los personajes; el
subterráneo y muy eficaz sentido del humor, sobre todo en algunos diálogos, y la
propia solidez de los personajes, tanto protagonistas como secundarios.
Como thriller, tiene las características de las novelas negras modernas, la acción
y la denuncia social, pero también la intriga de las novelas clásicas de enigma, el
whodunit (quién lo hizo). Los sentimientos y las relaciones de los personajes son
otra gran baza de la novela, que toca desde el maltrato machista sufrido por una
de las protagonistas a las relaciones amorosas poco convencionales, como la del
cincuentón Niklaus con una adolescente o la de Trinidad con Ana María: «Ella era
una heterosexual de libro, para ella esto era un paréntesis, una aventura quizá.
Pero nos entendíamos y nos cuidábamos. Había decidido no intentar analizarlo
demasiado». O las complicadas relaciones entre padres e hijos: Jeremías con su
padre y con sus hijas; Trinidad con sus padres.
Además de los protagonistas, La rebelión de los buenos cuenta con un conjunto de
memorables secundarios, especialmente femeninos: Marta Praena, exempleada
de Montero-Meyer, intolerante al agua, descarada. «Todo en ella resultaba excesivo
». Estaba deshecha, alcohólica y «bajo su aspecto exacerbado, tenía una lucidez
sorprendente». Elena del Valle, la abogada de Meyer, irresistible en su descaro y
su locuacidad, como esos personajes teatrales con un parlamento corto pero inolvidable.
Luna, la hija mayor de Jeremías, rebelde, decidida y con una marcada
personalidad. África, la pizpireta y espabiladísima hija menor de Abi. Y Milagrosa
Nguema, psicóloga brillante, hermosa, africana: «Era una luz inesperada y maravillosa en mi vida, pero, y esto es doloroso, no estaba enamorado de ella». Ella y
Jeremías celebrarán una boda que los marcará por siempre: a ellos, a sus amigos,
a la propia historia…
Entre las protagonistas, por supuesto Fátima Montero, una mujer hecha a sí misma,
que ha librado muchas batallas tenebrosas, y de la que se duda si simplemente
no ha jugado siempre limpio o ha perpetrado las barbaridades que muchos
le achacan. Fátima Montero, cuyo principal pecado era su orgullo extremo. «Un
orgullo de clase que le venía de cuna y que la hacía sentirse eximida de cumplir
las normas que eran aplicables al resto de los mortales. Extremadamente exigente
con los demás, indulgente consigo misma… Dirigía un imperio tan grande, con
un poder tan desmedido, que se sentía injustamente tratada por el mundo si no
le agradecían sus esfuerzos… Su enorme inteligencia era eclipsada parcialmente
por sus heridas, por su arrogancia y por su tendencia a la grandilocuencia y la
intensidad». Una máster del universo que trata de que los otros aparezcan como
los interesados miembros de la comunidad negra de La hoguera de las vanidades de
Tom Wolfe. En contraste con ella, su marido, Niklaus, se muestra como un ídolo
con pies de barro.
«El que no sabe vivir se cree que con dinero puede comprar una falsa
seguridad; el problema es precisamente ese: que es falsa».
Los personajes de la novela, ni siquiera los buenos, no son de una pieza, se mueven
siempre en la zona de los grises, y ese es uno de los motores en la historia para
mostrarnos de forma implícita un claro fondo moral. La tortuosa búsqueda de
la justicia que vertebra la historia da lugar a una serie de consideraciones y reflexiones que se hacen los personajes. Así, a la pregunta sobre cuándo perdieron
la humanidad, Jeremías responde: «El día que pisamos un tribunal por primera
vez. Puede que antes, cuando decidimos que la justicia estaba por encima de los
sentimientos». Frase en la que resuena el Camus que, entre la justicia y su madre,
aseguraba elegir a su madre. O también Jeremías, «cuando el fin justifica los medios,
significa que algo empieza a oler a podrido».
El dinero y el poder que conlleva, con su capacidad de comprar voluntades y hacer
que la gente traicione, algo que hacen varios personajes, es otro aspecto de la
novela. Frente a ellos, la destrozada, alcohólica y lúcida Marta Praena sostiene que
«el que no sabe vivir se cree que con dinero puede comprar una falsa seguridad;
el problema es precisamente ese: que es falsa».
Un personaje desencantado afirma: «He perdido la fe en el ser humano. Pero de
vez en cuando, muy de vez en cuando, me da por disimular y hacer como si aún
tuviera esperanza». Y, puesto en la tesitura de comprometerse y declarar contra su
antigua empresa, decide hacerlo. «Porque es lo correcto. Y porque creo que les
estoy ayudando a enfrentar sus fantasmas. A ellos. Y a usted».
Cuando el abogado de la multinacional hace un brillante alegato presentando los
logros y méritos de las farmacéuticas, es una forma sorprendente de darles voz, de
dejar en el aire cierta ambigüedad que, desde luego, enriquece a la gran novela
que es La rebelión de los buenos.
Y es que, como piensa Jeremías ante la locura de que la inteligente y pacífica Ana
María haya podido enamorarse de un maltratador, «los seres humanos somos una
caja indescifrable de enigmas».
Sobre el autor
La primera novela negra de Roberto Santiago, Ana, fue
traducida a varios idiomas y se convirtió en la serie de televisión
Ana Tramel, estrenada en TVE y en Netflix. Con esta
segunda, La rebelión de los buenos, ha obtenido el Premio de
Novela Fernando Lara 2023. Ha sido el creador de la colección
juvenil Los Futbolísimos, un fenómeno literario que
ha vendido más de cinco millones de ejemplares en una
veintena de países y ha sido adaptada al cine. Ha publicado
varias sagas de misterio y aventuras que han sido distinguidas
por sus valores para los lectores más jóvenes, entre
ellas, Los Once, Las Princesas Rebeldes o Los Gamers Piratas.
Y por el conjunto de su obra literaria infantil y juvenil
ha sido galardonado con el Premio Cervantes Chico. Recibió
una nominación al Goya al mejor guion adaptado por
El penalti más largo del mundo y también ha obtenido diversos
premios teatrales, como el Enrique Llovet o el Premio
Telón, por sus obras originales: El lunar de Lady Chatterley o
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