MIL DOSCIENTOS PASOS, una novela de Juan Cruz sobre la infancia, la adolescencia y el descubrimiento de la maldad en una época oscura de la historia de España


Alfaguara Editorial. 216 páginas

Tapa blanda con solapas: 18,90€ Electrónico: 8,99€


MIL DOSCIENTOS PASOS, la última novela de Juan Cruz, es una historia sobre la infancia y la adolescencia y sobre el descubrimiento de la maldad en una época oscura de la historia de España.


"Pasaron el tiempo y una multitud de cosas, tantas que ahora forman un torbellino. Estoy aquí solo, la sombra del cuerpo se ha ido alargando, a la vez que vuelven a mí mechas sueltas de aquellos tiempos.


Después de mucho tiempo, un hombre regresa a su lugar de origen y, apostado en un punto desde el que puede ver todos aquellos sitios que marcaron su vida —su hogar, la escuela, donde jugaba con sus amigos, donde experimentó el dolor, la violencia, el miedo y el odio—, recuerda su infancia y esa frontera vital que es la adolescencia:

«Te pegaban por cualquier cosa, las riñas eran la tarde de los sitios, la gente llegaba con su puño hinchado, el odio no era una palabra sino un gesto en la cara; los chicos también odiábamos, y yo lo aprendía cada día como un argumento. Esa baba de maldad marcó nuestros primeros años, y ahora aquí lo rememoro, el barrio me rodea y yo siento que ante mí está mi fantasma diciéndome que me duerma. Los ojos abiertos, por ahí llega la bruma del pasado».


MIL DOSCIENTOS PASOS es la distancia exacta que separa a este hombre de la casa familiar en esta historia de iniciación, de amistad, de descubrimiento de la vida y también de la maldad, de secretos no confesados por el temor a las consecuencias. Esta novela es el relato emocionante de un momento crítico de nuestro pasado: los años duros y oscuros de la posguerra en los que con frecuencia, además, la clandestinidad era la única manera de lograr sobrevivir.


La adolescencia


En la transición entre la infancia y la adultez cambia la manera de ver y de relacionarse con el mundo. En esa etapa de la vida, el protagonista de esta historia atraviesa un camino marcado por la «crueldad inconsciente» de los amigos del barrio y los compañeros de clase, que no es ajena a las estrategias de los adultos para tratar de convivir en una etapa llena de heridas y cicatrices en la historia reciente de España:


«La adolescencia es un hoyo en el que si no tienes aire te hundes y te ahogas y te caes y no eres nada sino polvo del centro de la Tierra, un hoyo. Una mano te va bajando a las tinieblas y de ahí no se sale solo; es como el pecado dicho por los curas, y es como el ahogo, termina donde ya no te acompaña la buena suerte de respirar, y ya no eres nadie, ni tu recuerdo».


«Jugábamos a ser mayores y valientes, y a veces íbamos al mar, a escondidas. Había algunos que se hacían los valientes, se sacaban la pinga y se la acariciaban para burlarse de los otros, y a mí todo eso me daba una enorme vergüenza. Una de esas veces Crispín me vio ladeado, como huyendo, y me gritó al propio oído, “¡Cariante!”, que era un insulto del barrio, dicho para avergonzar a los muchachos que no seguían la vereda de la golfería, y yo volví la cara, sin amor, seguí caminando como si llevara grillos en las manos, derecho de vuelta hasta mi casa. Yo no sabía entonces que las palabras tenían violencia siempre, pero cuando notaba que había en ellas la intención de dañar como arañazos volvía el camino como si me estuviera esperando mi madre».


El miedo


Percibir el peligro y responder al riesgo o a la amenaza puede ser algo aprendido o puede relacionarse con un conflicto guardado en el inconsciente y no resuelto. A lo largo de toda esta novela, el miedo que siente el protagonista se cuela en forma de desconfianza o angustia que provoca creer que, con frecuencia, está a punto de suceder algo negativo. No obstante, esa reacción emocional no llega a paralizarlo por completo o a impedirle el disfrute de la vida:


«Yo conocía ya todas las maneras del miedo, y aunque me estimulaba a no sentirlo no sabía decir las palabras con las que, pienso ahora, me atormentaba igual, en cualquier esquina estaba el cabrón miedo mirándome desde el cielo raso. La niebla en los huesos, la calle de tierra, el chillido de los grillos, hierro volando eran esas alas negras. Cuando se oía un grito era un insulto, “ven acá, cabrón, que me tienes harto”, y luego el silencio interrumpido por el ventanal verde de las plataneras».


«En la escuela no hablaba para que no me miraran, todo alrededor me parecía una amenaza, los niños ruines tenían la audacia de la que yo carecía, esperaba que ellos dijeran cualquier cosa para asentir callado, las manos dibujando naderías en el pizarrín sin colores. No veía la hora en que se acabara la clase, y cuando ésta terminaba, don Domingo, como si supiera algo, me preguntaba, acariciándose la barba de chivo: “¿Todo bien o tienes algo que contarme?”».


El primer amor Enamorarse por primera vez nos descubre aspectos de la vida que nos acompañarán para siempre. Sin importar qué tan real, buena o mala fue la primera relación, el asombro, la intriga y la emoción calan en lo más hondo del protagonista. A veces inocente, siempre tierno, el recuerdo perdura y, cada tanto, se refugia en él:


«En ese tiempo me fijé en Alessandra, yo creí entonces que ya no era un chiquillaje y me atreví a decirle a Jero que me había enamorado. Él se rio con un estruendo malcriado. Se me ocurrió pedirle tan solo que no le dijera nada a Crispín, que era un burletero. Fue lo primero que hizo, decírselo a Crispín, y yo estuve varias tardes sin hablarle. No pude aguantar mucho así, en esas edades todo se perdona, hasta que te hagan sangre».


«Seguramente las personas desaparecen porque las olvidas, y eso no es cierto en el caso de Alessandra porque jamás me olvidé de ella y ya debe ser una abuela en Taormina, de donde tuve hace ya tanto las últimas noticias. La recuerdo con su hoyo en la barbilla, la mirada asombrada que llegaba de un lado al otro del barranco, los ojos verdes como uvas concretas, del color que ahora me sigue pareciendo el mar feliz, tan hermoso, inmenso y tan inexistente. Ella está tan lejos ya que a lo mejor es cierto que no existió nunca, la siento tan cercana como si no fuera únicamente un sueño. Ahora que la recuerdo recibiendo las flores sin conocer el remitente me parece que me mira, sé que eran flores de otro, y yo estoy subiendo la cuesta para ver que su risa es para oídos ajenos, de modo que escucho tan lejos como ahora esa voz que va diciendo, cada vez más alto, ¡Alessandra, Alessandra, Alessandra! y yo me muero de ganas de ser el que le llama la atención hasta que ella le grita, “¡acá estoy, acá estoy!”, en su italiano de España, alborozada, y surge de la casa como una avispa alegre, y los dos cantan, mientras yo me oculto, aquella canción de entonces, No non l’età…, entre carcajadas que me hieren como inesperados navajazos.


Avispa, avispa, me veo diciendo ahora mismo, el Muro lleno de silencio, y yo grito por dentro, de amor, y no supe decirlo».


Acoso escolar


La violencia física, verbal o psicológica entre compañeros impregna las páginas de este libro. Hoy lo llaman bullying e, incluso, hay campañas de concienciación para erradicarlo, pero en la escuela del protagonista, las burlas y los golpes parecían normales en el día a día. Y él mismo padece esa situación:


«La primera vez que Crispín me pegó fue porque lo llamé como al amigo del Capitán Trueno. Él presumía de Goliat y yo le dije que era como Crispín, un poco chica. Me sacó del campito y me pegó tres veces, era un aviso. “¡Y ahora llora, cabrón!”, pero yo no lloraba. A él se le subía enseguida la vena mala, y no hablaba al pegar, se concentraba. Te agarraba por el pelo, te miraba cerca para darte miedo, jugaba a ser, peor que la maldad, la burla. Luego me dio tres puñetazos; firmaba cada golpe con saña y miraba alrededor, buscaba aplauso. “¡Llora, cariante!” Esa fue la primera vez, un ensayo que acabó en magulladuras y moretones.


Luego ya fue más en seria su diatriba, y dejó de ser un juego para convertirse en crueldad o desvarío. Le dio por matarme como un juego para hacer reír a las fieras. Yo notaba cada vez más fuerte su embate contra mi cabeza, poco a poco había más sangre que pelo, él tocaba la sangre y dibujaba en mi cara una raya, y reía. “¡Que lo vas a matar!”. “Anda, ven, que este te mata”, mi madre me limpió la cara con la mano. “Era de broma”, dijo Crispín, después fue cuando dijo que aquello era un tontín, nada que tuviera otra importancia que un ensayo de broma para el graderío. Fue la primera vez que me pegaba, el partido no había terminado, así que volvimos a la tierra y él se olvidó por unos días de la tarea de martirizarme. Pasó el tiempo y volvió a intentarlo, y ya se sabe lo que ocurrió. La saña era peor que la burla, más que la herida, y que el recuerdo de la herida".


La sombra alargada de Franco


Con la dictadura en pleno auge, ¿alguien podía escapar a los designios y a la omnipresente figura del Generalísimo? Ni los niños podían hacerlo. Para algunos, hasta las palomas parecían sus soldados:


«Detrás de lo que oía decir, o callar, siempre estaba en mi mente la cara de Franco pintada de colorines que había detrás de la mesa donde don Domingo dibujaba palomitas. Jero, que era más malo que la quina para las metáforas, decía que las palomas eran soldados de Franco cagando».


La clandestinidad en la posguerra


Para algunos de los personajes de la novela, como ocurría a menudo en cada uno de los rincones de este país tras la contienda, camuflarse o esconderse era la única posibilidad de sobrevivir. Esa es la situación que atraviesa el maestro, don Domingo, y en cierto sentido también los padres del protagonista. En realidad, en esta novela todos parecen necesitar ocultar algo a los demás. El narrador, en su adolescencia, se asombra cuando descubre ese río oscuro, se pregunta por qué cuchichean los adultos, observa comportamientos «extraños» y entiende que no hablar del asunto es la mejor forma de ayudar, ente caso, a su maestro:


«En su mirada de ser perseguido por las ratas había un pavor latente, mi madre me decía que era de huir, que no te atreves a mirar sino al suelo, sus manos peludas y blancas, la palma hecha para acariciar o escribir, mi madre decía que era víctima de la guerra, un hombre sin casa, echado de todas partes como la peste cuando tan solo era, eso decía ella, un perdedor.


En el barrio nadie, excepto mi madre, sabía dónde vivía escondido el maestro, él llegaba a su escondrijo haciendo zigzags como un gato, ayudándose de su capacidad para esconderse, pero no pudo remediar que aquel ojo que manejaba el hombre del bigote supiera un día dónde estaba, para llevarle como mierda el recado que merecían los fugitivos: sabemos dónde paras.


Mi madre me había amenazado si contaba aquel paradero. “Si lo dices te mato”. Nunca la había escuchado dar tales órdenes de sigilo, pero ella añadió entre dientes que esa amonestación era de vida o muerte. En casa nunca se había oído la palabra clandestino. Otra vez supe que ese hombre peludo y silencioso, escurridizo como un perro doméstico, que en la escuela parecía un bondadoso sacerdote laico, había sido un guerrillero republicano, quizá comunista, escapado primero de la guerra y luego del exilio, así que había vuelto a España y había sido ayudado a simular, en lugar tan lejano, que su oficio de magisterio no había sido anulado por las leyes de quienes, a partir del fin de la guerra, hicieron, eso decía mi padre, machuca y limpia, con la hacienda o los valores de los que habían perdido. Un documento falsificado era entonces una moneda peligrosa, y que lo llamáramos maestro a él le parecía un reconocimiento y un salvoconducto. Mi madre lo llamaba Usted.


El hombre vivía allí como si no estuviera. No se oía sino el gato, su maullido ronco de animal viejo. El maestro era madrugador como los gallos. Comía de vez en cuando, o eso creía yo, de lo que mi madre le ponía en la estera de la puerta. La dejaba allí y se iba corriendo hacia su casa, unos toques en la puerta y aparecía la mano rojiza de mi padre, “anda padentro”, decía.


Una vez, en una de esas noches oscuras en las que se oía todo, le escuché contar a mi madre, como si alguien le hubiera preguntado, de dónde venía el maestro. Era tenebroso ese origen, pues incluía las palabras prisión y tortura y miedo y Zaragoza y guerra y República y sangre y fusil y muerte, y clandestinidad también, y comunista, y no se lo digas a nadie, una expresión que escuché desde entonces como si fuera una obligación que, de no cumplirse, nos iba a costar muy caro a todos nosotros. A la casa incluso, estas cuatro paredes pueden saltar por los aires si no te callas lo que vas sabiendo. “¿Tan caro como la muerte?” Tan caro como la muerte.”


El sigilo en la casa parecía la prolongación de la clandestinidad en la que vivía el maestro, su casa vacía, los libros guardaban papeles con nombres propios, direcciones que él debía usar si peligraba en ese destino que parecía un paraíso a punto de incendiarse".


El paso del tiempo


Escarbar en la memoria implica revivir escenas y sentimientos. La intensidad de los acontecimientos del pasado se acentúa en el presente cuando quien lo hace es un hombre mayor que se sacude con cada evocación. Es el caso del narrador de MIL DOSCIENTOS PASOS:


«Han pasado tantos años, y en realidad no ha pasado nada sino que ya no hay otra cosa que recuerdo, las uñas rebuscando en las paredes el sonido imperturbable del pasado. En otro tiempo pensé que sólo contaría los veranos, y así vencería la insistencia del tiempo, que también se compone de frío y de otras leyendas, pero ahora que ya estoy a mil doscientos pasos de aquella pared sé que el tiempo ha sido algo concreto y cabrón, como una eternidad llena de cristales rotos sobre los que ahora camino buscando veredas que ya no hay. Me duelen las manos, esta es la actualidad.


Ese niño no ha cesado de ser el mismo, más viejo ahora, el tiempo no cura nunca los temores de la niñez, y aquí estoy, cerca de la pared, tratando de llegar de nuevo al lugar en el que ya no hay manos como aquellas ni soy yo como aquel ni nadie sabe ya qué pasó con el poema del que ahora, quizá, aún queden allí las huellas de mis uñas chicas. El camino se hace largo y voy a pie, pero no avanzan ni este pie ni el otro, estoy amarrado a un lugar y este no me deja avanzar a donde me espera el pasado».


Sobre el autor


Juan Cruz Ruiz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948) es licenciado en Periodismo por la Universidad de La Laguna. Ha desarrollado una extensa labor como periodista en el diario El País, en el que trabajó desde su fundación en 1976 hasta 2022. De 1992 a 1998 dirigió la editorial Alfaguara. En la actualidad es adjunto a la presidencia en el grupo Prensa Ibérica. Su dilatada trayectoria literaria se manifiesta en obras como Crónica de la nada hecha pedazos, Cuchillo de arena, Retrato de humo, El sueño de Oslo, La foto de los suecos, Serena, Edad de la memoria, El territorio de la memoria, La playa del horizonte, Retrato de un hombre desnudo, Ojalá octubre, Muchas veces me pediste que te contara esos años, El niño descalzo, Un golpe de vida, Primeras personas y Mil doscientos pasos. Su labor como editor ha quedado plasmada en Egos revueltos (XXII Premio Comillas), Especies en extinción, Jaime Salinas. El oficio de editor, Beatriz de Moura. Por el gusto de leer, Toda la vida preguntando y Literatura que cuenta. También es autor de Viaje a las Islas Canarias. En el año 2000 fue Premio Canarias de Literatura. También ha obtenido el Premio Benito Pérez Armas, el Azorín de novela y el Nacional de Periodismo Cultural. Fue maestro de escuela y ahora su nombre es el de un colegio público en su barrio de La Vera, en Tenerife.


 

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