Miqui Ortega, Premio Ojo Crítico de Narrativa, recrea en ORQUESTA la historia de una noche de verano en la que resuenan todas las noches

Editorial Alfaguara. 320 páginas

Tapa blanda con solapas: 20,90€ Electrónico: 9,99€


«Hay silencio, así que hubo música. Hay muerte, así que hubo vida. No hay nadie, así que por aquí pasaron todos. Toda la historia en una noche y todo el mundo en un lugar».


Hace poco más de una década, Miqui Otero debutaba con Hilo musical, una aclamada prime­ra novela a la que le siguieron La cápsula del tiem­po, Rayos y Simón, Premio Ojo Crítico 2020, uno de los mejores libros del año en todas las listas y la obra que lo consagró como una de las voces más singulares y consistentes de la escena literaria española actual. Del barrio de Sant Antoni y una Barcelona en transformación a un valle recóndi­to rodeado de bosques y leyendas, el cambio de escenario salta a la vista en Orquesta, una nueva novela que, más que un viraje, es la ampliación de un universo literario que se sostiene, ante todo, en la observación fina y empática de lo humano y lo social, un enorme talento narrativo y un tono que, como esas canciones de trasfondo triste que invitan a mover los pies, nace entre la diversión, la ternura y el desencanto. Allí donde estas sen­saciones confluyen y forman una ambigua y en­cantadora amalgama, está escrita una novela que abre con un prado al amanecer que contiene los restos de una desgracia o, según se mire, de una gran fiesta y un verano llegando a su fin.


Valdeplata amanece después de la verbena de verano. Sobre el prado de la plaza de la iglesia, cadáveres de estorninos, un billete rasgado, un mechero, una bicicleta roja, una piruleta rota, una zapatilla con trazas de sangre. No queda nadie y hay silencio donde hasta hace poco hubo músi­ca. La música que tocó toda la noche la Orquesta Ardentía para que, como cada final de verano, los niños, los jóvenes y los viejos del pueblo salgan a bailar las mismas canciones guardando, sin em­bargo, secretos muy distintos.


Los guarda el Conde, anciano centenario que podría morir en cualquier momento de la noche, enterrando consigo un mundo antiguo de magia, miedo y misterio. También Ventura, un camionero veterano que saca por fin el vestido de lentejuelas escondido en un armario, o Placeres, la octogena­ria cuyo corazón late al ritmo de venganzas y amo­res prohibidos. O Caridad, la más guapa del Valle, que a los treinta años ya ha recorrido el camino del pueblo a la ciudad en ambas direcciones y aho­ra quizá podría dejar que todo arda. Y también el niño que, subido a su bicicleta, pedalea por el pue­blo en busca de los mensajes -un piropo, una pre­gunta, tal vez una confesión- que la orquesta leerá antes de que termine la fiesta, y va arrancando, sin proponérselo, las historias del Valle mientras una canción encadena con otra y todos bailan, beben y, por una noche o un instante, parecen capaces de dejar de lado viejas rivalidades, entenderse con antiguos amantes, reavivar el deseo o hacer reali­dad alguna fantasía.


Lo que sucede a lo largo de esta verbena lo cuenta la Música, que se inicia con el sonido de la cuerda de un bajo seguido de un redoble de bom­bo que hace vibrar a los vivos y anima a los muer­tos a que los visiten. Una música que está dentro y fuera de cada uno de ellos, que mezcla pasado y presente, lo que aconteció con aquello que po­dría haber sido y lo que la imaginación reescribe en un valle rodeado de montes de eucaliptos. Una melodía que no se apaga, simplemente deja el pi­loto rojo encendido y cede paso al silencio cuando amanece sobre un prado sembrado con los restos de la fiesta y los secretos desvelados durante una noche inolvidable.


Un redoble de bombo pone en marcha una obra donde la Música ejerce de narradora y, capaz de deslizarse de una escena a otra y estar dentro y fuera de cada personaje, le imprime movimiento a una narración que incorpora en su estructura el dinamismo de una escena coral en una noche de fiesta. A esta voz que cuenta el presente e invo­ca el pasado a partir de un objeto o un gesto, se añaden los monólogos de una serie de personajes que traman un relato polifónico hecho de histo­rias entrelazadas y un caleidoscopio de puntos de vista. El Niño de la Bici Roja presta oídos a estas voces mientras Miguel, el escritor del Valle, inten­ta no perder detalle de lo que acontece en una ver­bena en la que, diría un coro de personajes de vi­das corrientes, no pasa nada y, sin embargo, se va representando una comedia humana que habla de pequeñas miserias, silencios, soledades, de­seos, desengaños, ilusiones e íntimas contradic­ciones que se trenzan con la historia reciente de España. La posguerra, la Transición, la corrupción, la voracidad capitalista, los caminos de la emigra­ción a un lado y otro del océano, o las tensiones de clase que se actualizan generación tras gene­ración asoman en una novela en la que el tiempo desempeña un papel protagónico. Un tiempo que es continuidad, un palimpsesto donde confluyen y dialogan presente y pasado; y a la vez, un tiempo que sigue un curso circular: el rito anual y el ciclo de la vida que se completa en una misma noche con una muerte y un nacimiento.


Las transformaciones del paisaje y el arco que trazan las diversas historias también están atra­vesados por el tiempo que para algunos es ro­mantización del pasado y para otros, conciencia de finitud, mientras los más jóvenes de la fiesta lo conciben eterno. Salpicada de pistas que forman un juego de reverberaciones que enlaza persona­jes y generaciones, Orquesta transcurre en una noche que es momento y lugar de encuentro, pero lo que la pluralidad de voces también deja al des­cubierto son los matices y las divergencias que construyen tantos relatos como miradas entran en escena. Dicotomías como lo rural y lo urbano, o lo autóctono y lo foráneo se relativizan en una obra que indaga, a la par, en la frontera porosa en­tre la ficción y la realidad a través de las leyendas que revisten al pasado de magia e imaginación, los guiños metaliterarios ingeniosamente admi­nistrados a lo largo de la narración, o las conver­saciones infantiles acerca de mouras, ballenas, sirenas y dinosaurios, o en otras palabras, los in­ciertos límites entre lo que existe y lo que no.


Del pasodoble al reggaetón, pasando por ran­cheras y ritmos tropicales, la orquesta toca, los vecinos bailan y las canciones se entreveran en la prosa de Miqui Otero hasta sonar, como todas las letras universales, un poco propias. La música narra y, a la vez, es el lenguaje que ilumina actos o los precipita, que une vidas y convoca «toda la historia en una noche y todo el mundo en un lu­gar». Los músicos están en el escenario, aunque, sospecha Miguel, la orquesta es el público. Un pú­blico que es la suma de muchas historias que, por sí solas, podrían sonar banales pero en una noche que tiene tanto de euforia como de tristeza com­ponen juntas la novela que las cuenta.


LOS PERSONAJES


La Música

Dentro y fuera de cada uno de los personajes al mismo tiempo, la Música hace vibrar el pecho de los vecinos de Valdeplata agitando secretos, emociones y recuerdos. Como si se tratara de una narradora en estado gaseoso, una presencia in­visible y envolvente que pone en movimiento un mundo, la Música recorre el prado, el Valle y la noche entera siguiendo la coreografía de muchas vidas y muchas historias que se van entretejiendo en una fiesta en la que, dirían todos, no pasa nada.


«Planetas, estrellas y desgraciados bailan se­gún mi matemática.

Invento lo que sientes, lo descubro, lo describo y lo someto a las leyes de los números.

Lo domo, lo filtro, lo cultivo: detono controlada­mente tu estallido subversivo.

Abro y cierro las heridas como si fueran crema­lleras y acompaño la sangría del hemofílico. Soy el corte y la cicatriz.


Te hago tararear en el ascensor, silbar en la sala de espera, comprar y decidir que nada, ni nadie, ni tú, tiene precio.

Te hablo a ti y solo a ti cuando todos escuchan y piensan que les hablo a ellos y solo a ellos.

Puedo embellecer lo desagradable y afear lo hermoso, bruñir lo humilde y oxidar lo noble.

Soy tan democrática como el aire, tan popu­lar como un vaso, tan perfecta como un cuchillo, como una rueda, como un libro.

Estoy dentro y fuera de ti». (p. 14)


El Conde

Cristóbal Margadelos es un conde centenario que conserva casi tantas historias como dinero: una fortuna que nació en el mar y creció en plan­taciones cafeteras, una fábrica de loza y tierras cubiertas de eucaliptos. Hombre ilustrado, dueño también de una sabiduría hecha de leyendas y ma­gia, siempre ha infundido una mezcla de miedo y respeto entre la gente del pueblo, aunque nadie cree que esté loco, como ha querido demostrar su hijo para quedarse con su fortuna. De esta traición y muchas otras crueldades de su vástago, el Conde prefiere no hablar directamente con el Niño de la Bici Roja, pero la nota que le entrega junto a un par de zuecas con sangre reseca son su forma de ha­cer justicia en una noche que, sabe, será la última.


«Ese día había bebido mucho vino y el vino no es agua. Necesitaba dormir. Estaba en uno de los pastos de mi familia durmiendo la mona cuando, de repente, la figura de un caballo del tamaño de un hórreo se recortó contra un cielo color ameixa. Medía lo menos dos metros, o eso me pareció des­de el suelo, y lo cabalgaba un gigante apuesto y muy moreno. Nos habían preparado para eso. La sabiduría popular decía que esos antiguos pobla­dores mágicos de la zona volvían a por nuestro di­nero, que ellos consideraban suyo. Si te cruzabas con uno de esos mouros, tenías que ponerte un pañuelo en los ojos para no verlo y decir, muy fuer­te: “Dame de tu riqueza y yo te daré de mi pobreza”. Se supone que así se iba. Yo, el niño más rico de la región, cambié la frase: “Dame de tu pobreza y yo te daré de mi riqueza”. El que huyó fue él (me encar­gué de explicarlo así). Desde entonces, siempre he hecho eso con las gentes del Valle: darles una mez­cla de miedo y respeto. Las claves para que todo esté ordenado, para que la gente obedezca, son tres: milagro, misterio y autoridad. Lo sabe el gran inquisidor y lo sé yo, un conde modesto». (p. 28)


Placeres

A sus ochenta años, el corazón de Placeres Fiallega vibra con el bombo de la orquesta. Su nieto pedalea y ella, con esas zuecas con sangre reseca que él le trae, recuerda el miedo, la miseria, la posguerra y una violación que debería ser ven­gada. Única madre soltera del Valle, un duro estig­ma en sus años de juventud, ha pasado muchas fiestas de verano aislada en un rincón del prado. A diferencia del resto de vecinos, Francisco Alegre, aquel que alguna vez soñó con ser cantante de or­questa, la ha mirado siempre con otros ojos, pero ella no pudo seguir un juego que esta noche tal vez los lleve a salir juntos a la pista de baile.


«Yo miedo he tenido siempre. Hay personas que son deseo. Yo siempre he sido miedo. Aquí la gente dice y no dice, cree y no cree. El resto de las viejas en realidad no creen, pero yo durante mu­cho tiempo no tuve otra opción. Aún ahora salgo de casa con un ajo macho, o una castaña de In­dias, o una higa de azabache. Sí, es así, una higa, escondiendo el pulgar debajo de los otros dedos. Hay gente que incluso se fía de papelitos escritos: los daban en un sitio donde tenías que volver cada año y no podías enseñárselo a nadie. Un poco como los que llevas en la mochila.

Miedo he tenido siempre, pero porque he com­probado que la realidad es mucho peor que las le­yendas. He visto perras seguidas por pollos y galli­nas empollando a cachorros. He sabido de la vaca Juanita, con siete patas. Y del pulpo gigante en el que cabían dos personas dentro. Hace un tiempo, el demonio estaba por todas partes.

Si te descuidabas, o te levantaban la falda, se te metía dentro. Y, si no se te metía, el resto decía que sí y era como si se te hubiera metido». (p. 48


Ventura

Camionero jubilado, Ventura Rubal viene de ganar el concurso a la mejor ornamentación floral en la procesión anual de camiones. En el Valle, so­lían llamarlo el Curita, y también el raro, porque de pequeño se entretenía vistiendo imágenes en la iglesia. De su paso por la Gran Ciudad a finales de los setenta, no olvida a un amigo desfilando por las Ramblas vestido de mujer, y esa memoria lo anima esta noche a desempolvar por fin un traje largo de lentejuelas negras para hacer su entrada triunfal en la pista de baile.


«El camión me sirvió para irme del Valle, sin abandonarlo, para volver a aparecer manejando un trasto gigante y viril. Bocinas nada más enfilar la cuesta. Compadreo machote en la taberna. El camión en la plaza: es del Curita, que por fin se ha hecho todo un hombre. A veces subían otros pai­sanos. Les gustaba que los llevara aquí y allá. Lo que no sabían, claro, es que el camión era mi bici de contrabando. Porque era lo que me permitía ir a otros sitios donde no me conocían: ciudades, pueblos remotos, estaciones de servicio donde todos teníamos que pasar la noche y el aburri­miento apretaba, porque era justo en el camión, cuando había vaciado la carga, donde ponía lite­ras o colchones y donde, después de ir a algún bar de estos especiales de la Ciudad, o de detectar las señales en los lavabos de una gasolinera, me ali­viaba por fin con otra persona, me sacudía toda la mierda que había vivido, todo el dolor y todo lo que había callado, lo soltaba ahí». (p. 86)


Soledad

A los sesenta y bastantes años de edad, esta exconsejera autonómica celebra, con alegría im­postada, el regreso al pueblo y la naturaleza. Sus años urbanos comenzaron en los ochenta, cuan­do con sus zuecas y una pandereta aterrizó en la Capital. De la aldea a la Movida y de allí al Partido, la política, un caso de corrupción y la prisión, Sole­dad Díaz ha vivido muchas transformaciones an­tes de volver a Valdeplata, donde arremete, siem­pre que puede, contra los eucaliptos y todo lo que viene de fuera.


«Porque aquí nos conocíamos todos y nos cuidábamos mucho, y mi madre siempre tenía refresco en polvo en la nevera y siempre sacaba hogazas de pan de centeno. Y mi padre era muy generoso en el bar, que me invitaba también a mí a cacahuetes. Y había un Conde y había magia y leyendas. Y grandes historias, como aquel barco inglés que naufragó en la costa cargado de acor­deones y aún ahora se escuchan, si te fijas mu­cho. Pero nada, luego todo arruinado: teclados y eucaliptos. Pero antes había siempre moras y claudias y las cogíamos como si fueran de todos. Que, a ver, suena un poco comunista, pero no te preocupes, porque las mejores se las llevaban los más rápidos, los buenos, nunca los de fuera. Y nadie quería irse jamás de este sitio, del pueblo. Bueno, Ventura se iba con el camión. Pero mira tu abuela Placeres, jamás se fue, una gran mujer, digan lo que digan. Nadie quería irse. Aunque yo me fui, claro. Pero es porque ya no era lo que era antes. Y la gente trabajaba pero no se quejaba. Porque estaba cansada y feliz. “No me he senta­do en todo el día”, decían, y lo decían contentos. Lo decían contentos porque se estaban sentan­do y porque merecían sentarse. Ahora la gente va al gimnasio, pagan por cansarse, pero mira esos cuerpos de los abuelos. No necesitaban eso. Nos hemos vuelto muy débiles. Todo por el dinero».


Cosme

Cincuenta años y divorciado, Cosme Ferreira llega al mundo de la inversión en criptomonedas de la mano de una amante. Ahora, entre canción y canción, intenta recordar la clave de acceso a su cuenta que la chica se ha llevado tatuada en un muslo, mientras piensa que no es cierto aquello de que él es un machista y que quizá, pese a ha­berla traicionado, su exesposa, «esa zorra», aún le de una oportunidad. O tal vez sería mejor disparar con la escopeta y, sencillamente, prenderle fuego a todo.


«Estoy hasta los huevos. Espero que arda todo, ¿me entiendes? Ya verás cómo nos reímos. Si tie­nes algo, supongo que te importa que se queme, pero, si resulta que con más de cincuenta tacos no tienes una mierda, yo solo me alegraría de que se les quemara a los demás.

Además, nunca me he sentido de aquí. Ni de aquí ni de allí. ¿Sabes lo que dijo el primer locutor al que le pasaron un disco de Elvis? Me lo contó un día Liberto, que el tipo parece tonto, pero sabe mucho de música. “Demasiado blanco para los negros, demasiado negro para los blancos”. Puto gilipollas. Pues yo igual. Ni americano ni del Valle ni todo lo contrario. ¿Tú ya puedes beber?

Dispara. Fuego. Mal. Joder, mal. Voy a tener que ir a por la mía a casa y enseñarte de verdad, hostia. Es que eso es lo que pasa. Ese es el pro­blema de este país. Del mundo. Es todo falso, lite­ral. Las mujeres son falsas, que son todas iguales. Los coches son falsos, que ahora son todos igua­les, así redondos, sin puntas. El dinero, que nunca fue igual, nuevo y viejo, pero también es falso, ¿me entiendes?» (p. 142)


Miguel

Padre de dos niños pequeños y cuatro novelas largas, Miguel escribe una primera frase en su or­denador antes de que la fiesta empiece y pasa el resto de la noche observando una escena hecha de muchas, queriendo adivinar los secretos que se esconden detrás de cada gesto y cada acción. Los mensajes que guarda el Niño de la Bici Roja son para él un preciado tesoro que intenta conse­guir a cambio de unas pipas, algunos consejos y confesiones, y una declaración de intenciones li­terarias que se desliza entre canciones pegadizas.


«Yo no sabía sobre qué escribir, y aquí estoy. Me he venido a un sitio donde dicen que no pasa nada, porque sé que es en estos sitios donde pue­de pasar de todo. Y juego con desventaja, por­que no me sé el nombre de todos los árboles ni sabría reconocer el trino de un pájaro (molaría un Shazam de plantas y sonidos). Vivo en la Ciudad Grande, donde sí me sé los nombres de las para­das del metro, pero donde soy incapaz de atrapar qué les pasa a todos los que me cruzo por la calle por qué son así, por qué votan asá. Incapaz de es­cribir el presente, que va demasiado rápido, ven­go aquí con la candidez de quien cree que pue­de viajar en el tiempo y volver al pasado. Algunos dirán que es nostalgia, y lo dirán los que quieran decir que la nostalgia es siempre mala, aunque, en realidad, pueda servir tanto para reverdecer fas­cismos y vender cosas (aparatitos, discos, libros, galletas, programas electorales) inanes o tóxicas como para oponerse al brío idiota y tiránico del progreso».


Caridad

Caridad Villaronte, la guapísima Muñeca del Valle, llega a la fiesta con una camiseta dos tallas más grande, unas zapatillas Converse All Star re­cién estrenadas, un entusiasmo fingido y muchas dudas a cuestas sobre su futuro. A los treinta y tres años, y después de una temporada intentando hacer carrera en la Gran Ciudad, esta periodista sabe de precariedad millennial y tensiones de cla­se que atraviesan vidas, de hipocresía y envidias, y de los clichés que hacen que pueblos y ciudades luzcan como opuestos irreconciliables.


«Me fui para echar de menos la Ciudad, y no la añoro. Pero lo mismo me sucedería si me vuel­vo a mudar ahora: seguramente no echaría en falta esto, o no todo. No son opuestos, el Valle y la Ciudad, porque no responden a los clichés co­munes, sino a la experiencia personal y al carácter de cada uno. Ton volvió, por ejemplo, para huir de allí, y aquí ha acabado aún peor. Yo no, yo no me pongo estupenda con lo mágico que es todo aquí, pero te digo que, cuando no estoy trabajando con el móvil, al menos estoy tranquila. Como fuera de la rueda. O de la carrera. Respirando bien, fuerte, al menos. Como cansada solo de pensar en vol­ver, pero muy descansada, estirando las piernas cuando paseo por las pistas y los prados con las abuelas vestidas de chándal (a veces van todas con unos colores que parece que vengan de rave). Me cuentan de cuando eran niñas y tenían el ga­nado en el piso de abajo, que hasta a ratos com­partían espacio, para que calentaran los pisos de arriba de la casa, y entonces yo les cuento de los peores pisos de estudiantes que tuve yo en la Ciu­dad Grande, compartiendo habitación con cuca­rachas y calentándola con butano». (p. 193)


Ton

Ton Rialto, veinte años y mirada en llamas, conduce a toda velocidad hacia el pueblo con una oreja vendada y un trozo de lóbulo en el bolsillo de su tejano: herida de guerra por la que recibe a cambio el brazalete de Capitán de la fiesta, una vieja tradición entre los jóvenes del Valle. A Ton, el brazalete no lo toma por sorpresa pero lo que no espera encontrarse son las miradas de Caridad, objeto inalcanzable de deseo adolescente que, por una vez, parece fijarse en él.


«No tengo ni idea de a dónde ir. Ni puta idea.

Cuando estaba allí, en la Ciudad, al menos pensaba que todo tenía remedio. Porque creía que el Valle era el remedio. ¿Ahora a dónde me voy? ¿A otro planeta? ¿Al planeta agosto, con sus alienígenas tías buenas? No existe. Si me hubiera quedado en la Ciudad estaría igual de jodido, pero al menos pensaría que hay una solución. No es tan difícil estar triste, si piensas que tiene remedio. Que es cuestión de tiempo. Que siempre podrías volver a un sitio. Te lo reconozco: es en las noches como hoy, en las de Fiesta, cuando veo hasta qué punto la peña está triste. Y me revienta». (p. 225)


Iria

Iria Agarimo, la hija menor de Cosme, se pasea con su muñeca y un peine de oro macizo mientras el Niño de la Bici Roja sigue de cerca a esta cria­tura de cabello rojizo que, lo cree el Conde y ella también, podría ser una moura. A los once años, esta niña aficionada a las adivinanzas y los mis­terios sabe que entre lo que existe y aquello que dicen que es invención apenas hay una línea fina y muy resbaladiza.


«Así que si me pongo en el río ahora a peinar­me con este peine y de repente aparece el Foraste­ro, o cualquier otro de la Fiesta, y me ve, qué, ¿eh? ¿Existen o no existen las mouras? Yo creo que sí. Y esa persona que me vea también. ¿Paramos aquí? Deja que nos sentemos los tres. Sí, la muñeca también. Dicen que soy demasiado mayor para ir con muñecas, pero eso lo dice la gente que siem­pre dice que somos demasiado mayores o dema­siado pequeños para hacer algo. Para hacer lo que nos apetece. A mí mi muñeca me salva, cuando en casa empiezan a gritar. Cuando me siento, me es­tiro, y cuando me quedo parado, me agrando. Me gustan mucho las adivinanzas, porque en casa siempre estoy intentando entender las cosas mis­teriosas que se gritan». (pp. 244-245)


El Niño de la Bici Roja

Querido por todos en el valle, quizá porque nació sordo y ahora oye gracias a un audífono, el Niño de la Bici Roja se proclama mensajero en un juego ideado por él que consiste en que los vecinos escriban algo sincero para que lo lea la orquesta. A cambio recibe, entre confesiones y recuerdos, un puñado de historias que va entrela­zando a medida que pedalea por el prado. Y tam­bién, la oportunidad de pasar un rato a solas con Iria. Sus secretos, sin embargo, los guarda para su hermanita, que se mueve en la barriga de su madre y, quién sabe, puede que decida nacer esta noche de fiesta.


«Ya tengo ganas de que vuelva a ser noche de Fiesta otra vez. El año que viene tú sí estarás. Y el Conde vendrá, seguro, pero ya muerto, así que igual hasta su silla vuela por el cielo. Y Ventura, que dice que ya no estará pero a ver si lo conven­cemos, que hoy te está salvando la vida. Te prome­to que habrá caballos gigantes y brujas y abuelas que bailan, y te presentaré a Iria. Te llevaré en bici. Y te presentaré a todos. Te encantarán. Están lo­quísimos. Solo se ven una vez al año, pero siempre en el mismo sitio, los mismos, a la misma hora. Solo queda un año, ya menos. Entiendo que para ti quedan unas trescientas sesenta y cinco vidas (Iria estaría contenta con mi cálculo)». (p. 271)


Sobre el autor


Miqui Otero (Barcelona, 1980) debutó con la aclamada novela Hilo musical (2010), ganado­ra del Nuevo Talento FNAC. Dos años más tarde llegó La cápsula del tiempo (2012), libro del año según Rockdelux. Ha escrito regularmente en me­dios como El País y el suplemento Cultura/s de La Vanguardia, y actualmente es columnista para El Periódico. También da clases de periodismo y lite­ratura en la Universidad Autónoma de Barcelona. Con Rayos (2016), celebrada por los críticos como la nueva “gran novela de Barcelona”, se estableció como una de las voces más destacadas de la es­cena literaria española. Su ambiciosa novela Si­món (2020) ganó el Premio Ojo Crítico, fue finalis­ta del premio Dulce Chacón, apareció en todas las listas de lo mejor de ese año y le confirmó el favor de público y crítica. Con una adaptación audiovi­sual en curso, ha sido traducida a varios idiomas. 

 

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