LOS ADIOSES PÓSTUMOS, una novela de Sergio Villanueva para constatar que, al final, la lucha por las causas perdidas es la que mueve la historia


Editorial Algaida. 368 páginas

Tapa blanda con solapas: 19,95€ Electrónico: 9,99€


LOS ADIOSES PÓSTUMOS, la última novela de Sergio Villanueva, es una declaración de amor a la literatura, al Mediterráneo, y a esa protagonista recurrente en casi toda la obra del autor que lleva por nombre Valencia.


Una mañana de octubre de 2005, segundos antes del eclipse total, Marcelo Martín-Santos envía un e-mail de despedida a su hermana Sofía, la joven gerente del mayor grupo constructor del litoral levantino. Incrédula ante esas palabras en la pantalla de su ordenador, comienza a llamarlo, después de varios años sin saber el uno del otro.

Al no recibir respuesta, decide emprender un viaje inmediato desde Valencia hasta ese Madrid que eligió su hermano para convertirse en escritor, alejado de los negocios de su familia.


A medida que el chófer conduce a la joven empresaria por la autovía hacia el encuentro de su hermano, Sofía comienza a leer el archivo adjunto del e-mail. Un

extenso relato a modo de novela del que su hermano gemelo se ha servido para sacarla de sus obligaciones e iniciarla en un viaje emocional en el que constatará

la importancia de la lectura, de la palabra escrita, como bálsamo perfecto para curar ciertas heridas, y para provocar que dos hermanos diferentes lleguen a comprenderse de un modo redondo y perfecto, como hacen en los eclipses los astros, los satélites y

los planetas.


¿Cómo surge la idea de esta novela?


Los adioses póstumos no surgió a partir de una

idea. Surgió a partir de una sensación que experimenté

en el parque del Retiro en Madrid, el día en

que pude contemplar por vez primera un eclipse

total. Me encontraba esa mañana junto al estanque

del Palacio de Cristal y cuando ya estaban a

punto de fusionarse perfectamente la luna y el sol,

tomé conciencia de que algo trascendental parecía

estar envolviendo todos los alrededores. No me

refiero a lo que se veía o se eclipsaba precisamente

en el cielo, sino en todo lo que estaba aconteciendo

en el parque. Lo que se veía y, mucho más importante,

lo que no. Los sonidos desaparecieron, la

luz quedó transformada por una especie de violácea

y desconocida textura que parecía acariciarnos.

Miré los rostros cercanos de niños, de adultos.

Sonreían de un modo especial. Todos parecían

encontrarse en unión, en comunión más bien. Se

notaba una energía muy especial, muy intensa.

Mucha calma. Toda la paz posible. Entonces me

pregunté, si algo tan complicado como los astros,

los planetas y los satélites llegan a entenderse por

un momento de una forma tan perfecta, ¿cómo

es posible que no nos entendamos nosotros aquí

abajo?, ¿cómo es posible que sigamos sin resolver

nuestras diferencias?


Eso ocurría la mañana del 3 de octubre de 2005.

Y esa misma fecha es lo primero que el lector o

la lectora van a leer cuando empiecen el viaje

emocional que propones con este libro. ¿Lo tenías

escrito desde entonces, desde ese 2005?


No. Aunque, bueno, en realidad lo empecé a escribir

poco a poco por aquel entonces, sí. Y poco

a poco fue tomando forma de una posible novela

que fui puliendo entre rodaje y rodaje, entre teatro

y teatro, o incluso entre escritura y escritura. Porque

fui estrenando obras de teatro y publicando

otros textos en paralelo a esta novela. La detenía,

la guardaba, la aireaba, la volvía a detener y a guardar

por meses, por un año incluso. De vez en cuando

me recordaba a mí mismo que tenía una historia

que no debía abandonar. Pero la iba dejando

porque otros asuntos se imponían con más urgencia.

Entonces, tras un tiempo largo parada, llegó

la pandemia. En ese periodo en el que nos dimos

cuenta del valor de cada hora, las posibilidades

infinitas que hay en cada minuto, que podíamos

tener tiempo para lo que fuera. Me puse con los

episodios nacionales de Galdós, por ejemplo, con

un montón de libros diferentes también que creía

que jamás llegaría a leer. Pero descubrí que una

hora en ese momento cundía más que una hora

anterior. Y por eso escribí mucho también. Concluí

dos obras de teatro. Y tuve una certeza. Que era

el momento perfecto para regresar a Los adioses

póstumos porque sabía que durante ese tiempo

detenido, que quise entender como un regalo, una

especie de prolongado “eclipse”, podría concluir la

novela tal y como se merecía.


¿Y cómo se merecía Los adioses póstumos que

la acabaras?


Poniendo en ella todo mi corazón, por supuesto.

Toda mi alma. Cuidándola. Respirándola a diario

conviviendo con ella hasta concluirla de la mejor de

las maneras. Y así fue. La motivación que encontré

para tener la versión definitiva es que estábamos

viviendo en un mundo mucho más polarizado, mucho

más distanciado, mucho más necesitado de

comprensión y de empatía, paradójicamente, que

en aquel eclipse total de 2005. O paramos todos

a pensar en qué podemos hacer al respecto o habremos

alcanzado un punto de no retorno. ¿Qué

puedo ofrecer yo? Y la respuesta es esta novela.


Te ha movido un eclipse total a escribir esta

historia. Buen disparador para una novela que

muestra las luces y las sombras que habitan en

cada una de nuestras familias.


Es que somos lo mismo siempre. Yo creo que cada

uno de nosotros somos planetas, astros e incluso

satélites que se entienden o se separan, porque

como es abajo, es arriba. De eso también hablo

en la novela que cuenta la historia de una familia

dedicada al negocio de la construcción en la costa

del Levante durante el siglo veinte. El personaje

protagonista le propone con un texto un viaje a

su hermana, que no quiere saber nada del pasado,

que sólo atiende a los negocios. Compartimos

con ella una travesía protagonizada por las tres o

cuatro generaciones de su familia por las diferentes

Valencias. Desde tiempos de la República, pasando

por la Guerra Civil, los setenta, los ochenta…

Así hasta alcanzar el mismo día del eclipse en

2005. Viajamos para adelante y hacia detrás. No

de manera lineal, sino saltando en los diferentes

tiempos, que no dejan nunca de ser el mismo. Y

en ese viaje cuántico en la memoria que plantea

Marcelo Martín-Santos a su hermana, ella acabará

dándose cuenta de que, por mucho que se haya

esforzado en evitar ciertas cosas, es imposible no

estar a merced de la poderosa fuerza de la gravedad

que genera el cariño. De cómo nos entendemos,

de cómo nos dejamos de entender, de cómo

nos distanciamos y colisionamos, y de cómo viajamos

desesperadamente una y mil veces hacia la

oscuridad para regresar algún día, lo queramos o no, a eso mismo de lo que nos alejamos. Porque

todo vuelve un día. Todo regresa. Incluso quienes

no habitan ya con nosotros. Ya que aunque las personas

mueran, jamás desaparece el amor que han

provocado en vida.


De nuevo una novela cuya acción se desarrolla

básicamente en Valencia.


Es que Valencia es un personaje que no tiene fin.

Al menos así lo siento yo. Sobre todo por ser un

valenciano que ha pasado más de media vida lejos

de su ciudad. Y otra media regresando a ella.

Es así como digo, infinita, no sólo por su urbanismo,

sus calles, sus bares, su historia. Sino porque,

más allá de la superficie, de lo tangible, Valencia es

una constante madre que siempre te espera, pero

también una madre que nunca comprenderá del

todo por qué decidió uno ser artista y no un burgués

con un despacho en la calle Colón, acciones

en un club de tenis a las afueras, una novia fallera

en un casal céntrico y un chalet en Jávea.


Eso le pasa a Marcelo Martín-Santos, el protagonista

de la novela que, a partir de cierto trauma

de la infancia, se queda por siempre en rechazo

de lo que significa el negocio que creó su

abuelo en tiempos de la dictadura.


Efectivamente, el negocio de la construcción, el

cemento y el ladrillo. Y se queda más próximo al

otro abuelo, un hombre mucho más sencillo al que

la Guerra le arrebató el sueño de ser maestro de

escuela. El buen hombre que se vuelca años después

con su nieto para enseñarle que las cosas

más importantes de la vida no están vinculadas al

dinero, que son las cosas que habitan en los libros.

Sin casi darnos cuenta, comprobamos, a medida

que avanzamos en la novela, que de alguna manera,

ese buen hombre pudo ser al final maestro,

aunque sólo tuviera un alumno, su nieto Marcelo.

Gabriel Benedet, ese es el nombre del abuelo materno

de Marcelo y Sofía, es un personaje íntegro

que creo que tocará el corazón de los lectores y

lectoras, sobre todo al escucharle decir cosas fun-

damentales como que el dinero puede comprar

una casa, pero no un hogar.


¿Cuánto hay de autobiográfico en esta novela?


Todo lo que remite a las sensaciones de lo mediterráneo.

Eso es lo autobiográfico. Que pertenezco a

la misma generación que los personajes protagonistas,

esos hermanos gemelos valencianos. Que

he comido los mismos arroces, las mismas clóchinas

y gambas, que me he bañado en las mismas

playas, en las mismas calas. Que he tenido también

gente que me ha iluminado en mi recorrido

como persona vinculada a la lectura, a la cultura.

Que les hice caso cuando me propusieron leer

cierto libro, a cierto poeta. Y que he sido consciente

de que Valencia es el mejor lugar para vivir, pero

que es letal con quien decide dedicarse al arte o a

contar historias.


Una vez más dejas claro con este libro tu condición

de mediterráneo.


Es que no lo puedo evitar. Soy mediterráneo en

todo momento, aunque me encuentre en Siberia.

Lo soy sobre todo como autor porque trato siempre

de ofrecer un viaje sensorial en cada uno de

mis relatos, que los sentidos del lector o la lectora

viajen hacia ese lugar que para mí es el origen y el

fin de todas las cosas. Nuestro mar, nuestro clima,

nuestra tierra. El Mediterráneo no es sino la metáfora

de todos los sabores de siempre, los olores

que nos acompañan desde nuestra infancia. El paraíso

perdido y reencontrado. Porque todas nuestras

primeras veces están vinculadas a esa luz que

rebota en las olas del mar cuando atardece en las

playas. Ese primer beso, por ejemplo, un anochecer

de verano, sentados en las rocas de una cala

con la luna y las estrellas vigilantes ahí arriba. Somos

aventureros y soñadores porque hemos crecido

desde niños imaginando lo que nos esperaba,

más allá del horizonte donde se funden cielo y el

mar. Me refiero a los que hemos nacido y crecido

junto al Mediterráneo. A los que, como dice Serrat,

aunque alejados de ella, seguimos jugando siempre

en la playa.


Nos encontramos en esta novela con un juego

narrativo especial. Una novela que lleva dentro

otra novela. ¿Cómo se te ocurrió esta estructura?


Es cierto, Los adioses póstumos arranca con el envío

de un email. Un mensaje que lleva adjunto un

texto escrito en forma de novela. Y sí, es un juego.

Un juego que le propone Marcelo a su hermana.

Porque ella no lee nada desde hace años. Sólo tiene

tiempo para los contratos, las facturas. Quise

basar en ello esta nueva novela, como único recurso

que tiene un hombre de treinta y cinco años

para volver a conectar, tras años sin hablarse, con

su hermana gemela. Ella es quien quedó al frente

del imperio de construcción. Él se quedó al margen,

sin querer saber nada de ese negocio familiar.

A medida que avanzamos en la novela sabemos el

porqué de cada uno. No sólo de ellos dos, sino el

de cada uno de los componentes de su familia a

lo largo del pasado siglo veinte. Entendí a esos dos

hermanos como una analogía posible de las dos

Españas. Esas dos Españas que cada vez están

más distantes ahora pero que, en algún momento,

deberán volver a comprenderse y entenderse.


A lo largo de las páginas que componen esta

novela, se deja sentir también un claro homenaje

a la literatura.


Es que es gracias a ella como esos dos hermanos,

que somos en realidad todos nosotros, podemos

conectar un día. Sí, he querido ofrecer una novela

que invite a leer. A leer no solo la propia novela,

sino algunos de esos libros que nos están esperando

en alguna biblioteca o librería. Sobre todo

a esas personas que dicen que no tienen tiempo

para leer, que no les gusta. Y entonces permanecen

sin haber vivido la experiencia de enfrentarse

a esa historia que les estaba esperando, como

digo, en algún rincón y que puede cambiarles,

para mejor, su vida. A mí me pasó. Por eso quiero

compartir eso mismo. Creo poderosamente en el

poder transformador de los libros. Quizás ese sea

el tema principal de esta novela. Cómo la palabra

puede crear eclipses perfectos entre las personas,

como puede hacer que lleguen a entenderse.

Cómo los libros nos hacen libres, tolerantes, comprensivos,

conocedores, mejores. Cómo la gente

que nos ha ido recomendando una lectura son una

especie de faros en esa travesía fascinante y tan

difícil que supone el ir convirtiéndonos en mejores

personas.


Y ya, por último, ¿qué esperas como autor con

esta novela?


Mira, hay dos tipos de escritura. La que tal vez surge

por un encargo, por ejemplo, la que se elabora

con técnica, pero con poca implicación, con un

motivo comercial, sin mayor compromiso. Y otra

que nace desde muy dentro, porque era imposible

mantenerla oculta. La que surge de esta forma,

implicándose con ella a nivel social y emocional,

es lo que llamamos literatura. Y yo espero que los

lectores la entiendan así. Que es literatura. Porque

hayan podido entender que les he planteado una

invitación para respirar la vida con su tempo natural,

no con las velocidades que nos están distanciando,

individualizando, desconectando día a día.

Que descubran que el pasado tiene el poder de ser

presente, incluso futuro. Que conecten con sus

biografías familiares, que recuerden el beso de un

abuelo, el guiso de una abuela, las primeras veces

de sus vidas. ¿Cómo no va a haber tiempo para

eso? ¿Es que nos hemos vuelto locos? Que recuperen

esas sanciones que se sienten perdidas.

Que crean que un libro puede generar conectarse

con todo ello. Pero centrándome en tu pregunta,

que me voy dispersando como viene siendo habitual…

¿Que qué espero con esta novela?… Que

al menos un lector o lectora, al terminar de leerla,

coja el teléfono sin pensarlo y marque el número

de teléfono de esa persona con quien aún sigue sin

dirigirse la palabra.



Sobre el autor


SERGIO VILLANUEVA (Valencia 1972).

Ha publicado las novelas Ausencias (1998),

Laberinto de celuloides (2011), El secreto de

los nocturnos (2019), y como autor teatral

cuenta con varias obras publicadas y representadas

a nivel nacional e internacional.

Además, es Licenciado en Dirección

de Escena y Dramaturgia por la ESAD de

Valencia y como actor ha participado hasta

el momento en varias obras de teatro,

treinta largometrajes entre los que destacan

La Celestina, Tranvía a la Malvarrosa,

La selva, La luz prodigiosa, Bala perdida, La

hora fría o Selfie, y en series de televisión

como Cuéntame, Viento del Pueblo, Tarancón,

Acacias 38 o El Ministerio del tiempo

de TVE, donde interpretó a Chicho Ibáñez

Serrador.

Con su primer largometraje como director,

Los comensales, ganó el premio del público

en el Festival de Cine de Málaga en 2016.

Actualmente continúa su actividad “poliédrica”

formando parte del reparto de la

serie El pueblo de Prime Video y Telecinco,

así como preparando guiones, puestas en

escena, nueva novela y una tesis doctoral

sobre el cineasta José Luis García Sánchez

con quien ha tenido el honor de trabajar

como actor en cinco películas.


 

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