CHAMANES ELÉCTRICOS EN LA FIESTA DEL SOL, la nueva novela de Mónica Ojeda, finalista al National Book Award y seleccionada como una de los 25 mejores narradores jóvenes en español


Colección Random House. 288 páginas

Tapa blanda con solapas: 19,90€ Electrónico: 8,99€


CHAMANES ELÉCTRICOS EN LA FIESTA DEL SOL es la nueva novela de Mónica Ojeda, finalista con la novela MANDÍBULA al prestigioso National Book Award y seleccionada por Granta cono una de las 25 mejores narradoras en español de menos de treinta y cinco años. Con una prosa lírica y una estética deslumbrantes, Mónica Ojeda bordea lo sobrenatural y apocalíptico sin dejar de hacer pie en lo real: en la violencia de un país, de los afectos y una tierra que, bella y rabiosa, no cesa de temblar.


Año 5540 del calendario andino. Noa se escapa de su Guayaquil natal con su mejor amiga, Nicole, para asistir al Ruido Solar, un macrofestival que anualmente congrega, durante ocho días y siete noches, a músicos, bailarines, artistas, poetas, chamanes y miles de jóvenes en las laderas de uno de los numerosos volcanes de los Andes ecuatorianos. Las dos adolescentes necesitan huir, experimentar el goce, dejar atrás a sus familias y la violencia de las ciudades con sus narcobandas, sus sicarios, sus muertos y los grupos de autodefensa barrial patrullando las calles. A medida que ascienden al páramo, rodeadas de hombres y mujeres con máscaras de Diabluma, se despliega ante ellas un paisaje alucinado que tiembla al ritmo de la música y las erupciones volcánicas bajo un cielo surcado por meteoritos.


Con ganas de explorarlo todo, Noa y Nicole recorren el festival, van del escenario a las carpas, hacen nuevos amigos y bailan inmersas en los sonidos del noise chamánico, los tambores post-andinos y la tecnocumbia espacial. La música celebra la vida pero, aunque ellas aún no lo puedan imaginar, también impone su violencia. Del frenesí del pogo y el pánico que desata el galope de una yeguada a las enigmáticas palabras que pronuncia el yachak cuando se reúnen en círculo alrededor de él, Noa inicia una transformación que la aleja más y más de su amiga y parece conectarla con un canto ancestral que pervive en ella. Antes de sumirse en un silencio febril anuncia que, pasado el festival, seguirá su travesía para ir en busca de su padre, que la abandonó cuando era una niña y desde hace años habita en una casa en los bosques altos que crecen por encima del páramo.


A las puertas del Inti Raymi, cuando el festival llega a su fin, un grupo de músicos y bailarines se aventuran montaña arriba, hacia el cráter de El Altar, un volcán extinto, para celebrar al dios sol entre glaciares, basalto y viajes alucinógenos. Acompañada por Nicole, que desconfía de la exaltación colectiva y no está dispuesta a dejar sola a su amiga aunque entre ellas se haya abierto una grieta insalvable, Noa los sigue a través del fango, la niebla y una noche que da paso a la tormenta. El Altar y sus nueve picos es la última parada antes de ir al reencuentro de un hombre que, en un mundo que tienta al mal, no pudo estar a la altura del amor que se le exigía y eligió vivir fuera, en el territorio donde lo crió su madre y también se esconden los desaparecidos: aquellos que una vez subieron al Ruido y nunca más regresaron a sus hogares.


CLAVES DE LA NOVELA


Con la publicación, en 2016, de Nefando y, dos años más tarde, la aparición de Mandíbula, obra finalista del National Book Awards, Mónica Ojeda se posicionaba como una de las voces más potentes de una nueva generación de autoras latinoameri­canas. Reconocida con el Premio Next Generation del Prince Claus Fund y la inclusión en la lista Bogotá39 y la selección de Granta de los mejores narradores en español, la escritora ecuatoriana re­gresó en 2020 con Las voladoras, una colección de cuentos que, recorriendo el camino desde los va­lles poblados hasta el páramo, se podría enmarcar en el gótico andino: un concepto que viene de la tradición oral y hace referencia a un miedo y un horror indisociables de una geografía cordillerana atravesada de leyendas y mitos ancestrales. En la atmósfera de muchos de esos cuentos y un paisaje accidentado que condiciona la experiencia, se pue­de rastrear el germen de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, una nueva novela que bordea lo sobrenatural y apocalíptico sin dejar de hacer pie en lo real, en la violencia de un país, de los afectos y una tierra que, bella y rabiosa, no cesa de temblar.


Entre viajes lisérgicos, mística, la confluencia de lo telúrico y lo cósmico, y ecos de Friedrich Nietzs­che y H.P. Lovecraft, Mónica Ojeda compone una obra coral narrada por los diferentes personajes que orbitan en torno a Noa, cuya historia nos llega en fragmentos a través del testimonio de los otros. Del relato de Nicole, la voz que vertebra la novela, a los cuadernos que escribe el padre, pasando por un coro de cantoras y las voces de los compañe­ros que las amigas conocen en el festival, Cha­manes eléctricos en la fiesta del sol encuentra en este modo indirecto y caleidoscópico de narrar la manera de sostener un misterio que no se acaba de descifrar. Aquello que no se dice, acaso porque ca­rece de nombre o porque ponerlo en palabras duele demasiado, está en el núcleo de una novela donde, como escribe el padre, «el silencio le da espacio a un lenguaje sincero y generoso».


Con una estética deslumbrante y una prosa que se asoma a la intensidad de la poesía sin perder el pulso narrativo, Ojeda transita ese silencio explo­rando lo que habita en él: el miedo, el abandono y la vulnerabilidad de un grupo de jóvenes a los que la violencia se empeña en quitarles la juventud antes de tiempo. El denso mutismo de Noa y la escritura ascética del padre tienen su contrapunto en el vitalismo de Pamela, la respiración rápida de Mario, la necesidad de recapitular de Nicole y la ternura de Pedro, una figura que, al igual que Ni­cole, encarna el amor y la protección en medio del caos y el desamparo. Aquí y allí, sin embargo, la muerte insiste y el mal cobra la forma de un chico decapitado en una esquina, las madres armadas en nombre de la autodefensa, el trance febril de una amiga, un rayo que ilumina el cielo, las cenizas de un volcán o un padre que, abrazado a una yegua muerta, de pronto se descubre capaz de abandonar a su hija.


En un mundo en el que la vida consiste en so­brevivir un día más y, reconoce Nicole, el futuro ya no se puede imaginar, el ascenso a la cordillera re­presenta tanto una huida como una travesía hacia la otredad. «Estás en el silencio, y el silencio es un mundo otro», es una de las pocas cosas que Noa le dice a su padre. La música, la danza, la caza o desaparecer más allá del páramo son formas deses­peradas de escapar y abrazar la vida, pero a su vez, de mirar la muerte, la finitud y las heridas que se cargan montaña arriba. Aferrándose al silencio y la soledad, sumergiéndose en una música colectiva, asumiendo el legado de una abuela y un canto que brota de lo más profundo del cuerpo o cuidando al otro para poder seguir adelante, los personajes de CHAMANES ELÉCTRICOS EN LA FIESTA DEL SOL buscan un modo de salvarse. Aunque en un territorio tomado por la violencia quizás nada alcance y todo refugio sea efímero, y al final del viaje unos y otros descu­bran que solo queda aceptar la pérdida y un miedo que se convierte en un espejo donde mirarse.



LOS PERSONAJES


Noa

Noa tiene dieciocho años, el cabello teñido de azul y las ganas de huir de casa, de los sismos, los disparos, las narcobandas de Guayaquil y una vida regida por la muerte. Su padre la abandona cuando tiene ocho años y desde entonces su madre, Ma­riana, ve en ella un recordatorio de todo lo que ha salido mal. De la mano de su mejor amiga, va al Ruido Solar impulsada por la sed de disfrute y la necesidad de desprenderse de la violencia y el dolor pero, entre tambores, danzas y viajes lisérgicos, la experiencia la conecta con la ausencia del padre, un miedo primitivo y el legado de su abuela, una chamana que vivía en la finca de los bosques altos. En un estado de trance que la debilita y, al mismo tiempo, la dota de una determinación desconoci­da, Noa se aleja de Nicole y va hacia el padre que apenas tuvo, en busca no tanto de una explicación, sino de un lugar de pertenencia, aunque eso signifi­que dejar el mundo conocido atrás.

«Es horrible ver a tu padre llorar cuando pien­sas que tu amor es suficiente para hacerlo feliz, nos dijo, pero mucho peor es verlo llorar encima de un animal muerto que empieza a oler.

Me molestó que lo hubiese contado frente a los demás como si con ellos tuviera la misma relación que conmigo. Yo creía que nos habíamos dicho todo la una sobre la otra, que sabíamos lo impor­tante, pero Noa no me habló del recuerdo de su padre postrado, fuera de sí mismo, hasta esa noche. Contó que, cuando empezó a ponerse el sol, el bos­que se volvió amarillo, después rojo y después azul, y que ella se puso a gritar porque él no le contesta­ba y hacía mucho frío. Dijo que sintió miedo, que la noche llegó con una tormenta y que ni aun así su padre reaccionó. Ella lo empujó, lo pateó, lo gol­peó, cosa que jamás había hecho y, a pesar de estar a su lado, él la dejó sola con los rayos y con el agua.

Oigo truenos que suenan a mis pesadillas, le contó al yachak y él cerró los ojos antes de decirle: ñawpa pachapi.

Adelante está el ayer, detrás está el mañana, de­cía el yachak. Soñando avanzamos hacia el origen y retrocedemos hacia el futuro».


Nicole

Hija de un padre alcohólico y una madre can­sada de sostener batallas dentro y fuera de casa, Nicole está unida a Noa por la soledad y la ur­gencia de escapar juntas. Amigas inseparables, soportan juntas terremotos y crímenes hasta que, tras la erupción del Sangay, deciden que es hora de acompañarse también en la huida y parten rumbo al Ruido Solar para ver a los Chamenes Eléctricos. El mal de altura que Nicole experimenta ni bien comienzan el ascenso al páramo, sin embargo, es un oscuro presagio de la transformación que su­frirá su relación con Noa, a quien cuida con deses­peración e, inútilmente, intenta mantener a su lado mientras a su alrededor la tierra tiembla y se abren grietas en las que, tarde o temprano, podrían caer.

«Salimos de Guayaquil hacia la capital can­tando como ranas cansadas de su charca, ansiosas por dejar el río y abrazar los valles, cambiar los mangles por los frailejones, las iguanas por los cu­riquingues. Ignorábamos lo difíciles que podían ser los cambios, la llaga que queda en uno cuando se abandona lo que es propio. Nadie se va del sitio donde alguna vez puso su atención: uno se arranca del lugar de origen llevándose un pedazo. Noa me tenía a mí y yo a ella, o eso creímos acompañándo­nos en la huida, preparando la mochila de la otra y escogiendo la canción apropiada para antes de partir: que “Miedo” de Rita Indiana, porque ni los gri­llos dormían tranquilos en la ciudad pantano; que “Me voy” de las Ibeyi, porque nosotras nos íbamos contentas a que nos meciera el cielo. La música ce­lebra la vida, dijimos, pero también saca lo peor, aunque eso no lo podíamos todavía ni imaginar».


El padre

Ernesto Aguavil tiene sesenta años y hubo un tiempo en que fue ingeniero civil, padre y esposo. La violencia que se extiende por el país y el mal que, de un modo u otro, tienta a los hombres lo llevan a huir, abandonando a Noa y a Mariana para re­cluirse en los bosques altos donde se había criado. Ahora lleva una existencia de ermitaño: recorre el bosque en compañía de su perro para cazar anima­les que después naturaliza, un arte que aprende de su madre y que, como ella le enseña, une la vida con la muerte. En la presa, dice, está Dios, y el amor que siente por las criaturas del bosque no se parece en nada a aquel sentimiento cobarde que alguna vez tuvo por Noa, la hija que dejó cuando supo que su afecto no era suficiente y un día desaparecería. Pero pronunciar estas verdades en voz alta puede ser pe­ligroso, por eso apenas habla con su hija cuando ella lo visita y, a cambio, vuelca su historia en un cuaderno. La escritura, apunta, es un modo de do­mesticar las palabras y proteger el silencio.

«Pude haberle dicho a mi hija que no viniera.

Pude haberle dicho:

no soy tu padre, soy solo un hombre.

Por dentro sigo siendo un hijo.

Por dentro no llevo nada que pueda alimentarte.

Tengo pocas respuestas a tus preguntas: no sé por qué no te quise lo suficiente.

Merecías amor, espero que lo hayas encontrado. Solo soy un hombre, no tu padre.

Pude haberle dicho esto, pero las palabras se es­condieron de mí.

Los días son largos cuando uno espera lo que no desea.

Noa se reía durante los terremotos. Cinco años después de que me marchara hubo un sismo que mató a centenares de personas. Llamé a Mariana y me dijo que estaban bien, que no volviera a llamar­las, y así lo hice.

Lo que me une a mi hija es la culpa de no haber sido su padre. La culpa de sentirme mejor lejos de ella, menos torpe, menos inútil.

La espero en el bosque alto con este sentimien­to. No me queda otra opción».


Pamela

Con su cuerpo grande y hermoso, y un dimi­nuto corazón que desde hace poco más de un mes late en su vientre, Pam es una mujer que persigue la belleza y el éxtasis, y puede sacar el sonido del trueno de los tambores que ella y Fabio, su com­pañero, fabrican inspirándose en mitos y leyendas. Noa y Nicole la conocen cuando llegan al festival y, obsesionada por las historias que Pamela cuenta sobre música, magia y rituales, Noa no se separa de ella. Juntas bailan, follan y se lanzan al pogo, mien­tras Nicole las mira a la distancia, convencida de que Pam es una peligrosa influencia para su amiga, cada vez más extraña y hermética.

«Nadie viajaba al Altar llevando adentro dos corazones, solo yo iba con uno completo y otro in­completo, y me alegró pensar que ese sería nuestro último viaje juntos, que viviríamos una experiencia magnífica unidos en la misma carne antes del fin. Estaba segura de que nuestros latidos se converti­rían en los golpes del tambor y se lo conté a mi hije: vas a creer que es el instrumento, pero en realidad será tu corazón el que hará la música, esto ocurrirá, te lo prometo, y luego dejarás de existir y yo te re­cordaré como un proceso biológico extraño, como el peso de llevar dos corazones o de hacer de la nada un nuevo corazón. Le dije: ojalá poder despedirte con un canto y que te vayas de mí acompañado por una música que suene a tus latidos. También le re­comendé a Noa que no le temiera a su propia voz, que la escuchara, que permitiera que las canciones entraran en ella y que alumbraran lo que tuvieran que alumbrar. Y si tu voz te sume en la tiniebla, le dije, no pasa nada: la tiniebla es tibia y líquida, es el útero y la tierra a la que volveremos, es la vasija de barro donde enterraban a los incas...»


Mario

Mario es un bailarín que asiste al Ruido Solar con Adriana y Julián, dos compañeros de la aca­demia de danza donde estudia. Con una máscara de Diabluma, sube al páramo para celebrar al sol y, bailando, curar los males de nacimiento; en su caso, una ira incontrolable que puede convertirlo en toro bravo, en diablo rojo ají. Durante los días que dura el festival, Mario y sus amigos se unen a Noa, Nicole, Pam, Fabio, Pedro y Carla, y guiados por el Poeta, el gurú del grupo que para Nicole no es más que un charlatán, ascienden juntos al cráter de El Altar.


«Anduvimos en silencio hasta que ella me pre­guntó si me creía capaz de amar con fuerza. De la nada me soltó esa pregunta extraña y yo me obli­gué a contestarle que sí. Ni tiempo de pensar tuve, pero fue lo fácil de responder para una cabeza de diablo quemada por el sol.

Le dije: yo comprendo ese amor malvado que impulsa todas las cosas buenas. Y ella me sonrió chueco.

No me dijo más, solo que de pronto me vi me­ditando en el universo enterito que se toca y se fu­siona. La danza solar ama fuerte, pensé: pinta las plantas, pinta los zorros. Nomás que los zorros se comen a las plantas y la tierra se come a los zorros. Nomás que el sol incendia la tierra y la tierra se tra­ga a los hombres. No hay amor fuerte sin su lado torcido, es así. Uno quiere lo eterno y lo que tene­mos es el baile: un momentito contaminado de lo bueno y lo malicioso, un segundito de arrejuntarse a los que se mueven como uno.

Le dije: uno ama fuerte lo que va a morirse, es algo que se sabe. Uno baila para que su amor no sea débil frente a la muerte».


Pedro

Pedro es músico y sabe que para ver fragmentos del cielo no hace falta mirar arriba: solo hay que recoger las piedras y los restos de meteorito que se encuentran en el páramo. Él los esculpe para que el universo hable y obtener así las notas musica­les que son la base de la tecnocumbia espacial que compone con Carla, su novia. Camino al cráter del volcán, Pedro y Carla se quedan atrás para acom­pañar a Noa y Nicole, las últimas del grupo, y la noche y la niebla los alcanza a los cuatro. A pesar del miedo y del mal que acecha, hay que hacer lo correcto, se dice este músico, que no puede dejar de amar a Carla, aunque en El Altar las alucinaciones los alejen, ella quiera unirse a los desaparecidos y él prefiera soñar con un pueblo en la costa, lejos de la violencia de las ciudades y la furia de las montañas.

«Aquella noche Carla y yo dormimos abrazados para vencer el frío, aunque antes nos pusimos a mi­rar las estrellas. Hay más átomos en nuestros ojos que astros en la Vía Láctea, me dijo. A menudo llo­ramos porque no podemos ver directamente al sol, pero el espectáculo nocturno es nuestro cuando se nos ofrece. Estábamos agotados y temblorosos, los músculos de nuestras piernas adoloridos, fríos has­ta los huesos, sin embargo, miramos arriba porque jamás habíamos visto tantos puntos blancos en la bóveda celeste.

Recuerdo que tomé el rostro de Carla entre mis manos y le dije: no volvamos a Guayaquil, tam­poco nos quedemos en esta destemplanza. Cuando termine el Inti Raymi vámonos al mar, es cálido allí, allí nunca nos sentiremos solos.

Ella me sonrió y sentí ganas de planear el futuro pese al miedo. Carla tenía razón: la única forma de sobrevivir era estando juntos en la noche del vol­cán. Ni el frío ni la piedra eran más firmes que no­sotros. Podíamos ser devorados por el viento, por el agua y por la tierra, pero nos abrazábamos para hacer retroceder el temor.

El ojo también viene del mar, le dije, volvamos al mar, volvamos al mar».


Los desaparecidos

La lista de personas que no regresan a casa des­pués del festival crece año tras año. Son los desapa­recidos: jóvenes que, como Noa y Nicole, llegaron al Ruido atraídos por la música y la altura y se quedaron allí, escondidos en los bosques altos de la cordillera. Nadie sabe exactamente quiénes son pero los rumores que corren acerca de ellos son muchos. Dicen que habitan en los valles más recón­ditos, que han formado comunas autogestionadas y reclutan nuevas personas para componer su mú­sica antigua y sus cantos enloquecedores. Lo cierto es que cada solsticio, ocultos bajo sus máscaras de Diabluma, vuelven puntuales a la cita del festival y desaparecer con ellos es una tentación difícil de resistir.

«En ese instante se me vino a la memoria lo de los desaparecidos del festival. Más de cincuen­ta, decían, que habitaban en cuevas, bosques de montaña y valles perdidos de la mano de Dios. La razón no la conocía nadie, solo que entre nosotros estaban porque al Ruido volvían siempre, o eso contaban. Contaban que callados iban eligiendo gente nueva nomás para convencerla y llevárse­la al fondo de la cordillera a cantar. Que huían de la muerte aunque hacia ella iban. Que canta­ban y bailaban para expulsar el miedo. Pensé en ellos mientras me sentía un niño endiablado y me dije: los desaparecidos son la verdadera espanta­da. Una espantada de humanos, pues, que huyen de tanta tragedia buscando la música. Gente que arranca visiones de sus sueños igualito que los pa­leoindios».


Sobre la autora


Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) es autora de las novelas La desfiguración Silva (2014), Premio Alba Narrativa, Nefando (2016) y Mandíbula (2018), el volumen de cuentos Las voladoras (2020), y los poemarios El ciclo de las piedras (2015) e Historia de la leche (2020). Ha sido seleccionada como una de las voces literarias más relevantes de Latinoamérica por el Hay Festival –en la lista Bogotá39-2017— y premiada con el Next Generation Prize 2019 del Prince Claus Fund por su trayectoria literaria. En 2021 fue seleccionada por Granta como una de las veinticinco mejores narradoras en español de menos de treinta y cinco años.

 



 

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