Susana Martín Gijón renueva el género negro con LA BABILONIA, 1580, un thriller monumental sobre un secreto que pudo cambiar la historia






Editorial Alfaguara. 464 páginas

Tapa blanda con solapas: 21, 90€ Audiolibro: 16,99€


Susana Martín Gijón, veterana del género negro y autora de la exitosa trilogía protagonizada por Camino Vargas, da un inesperado giro a su producción literaria con su primer thriller histórico, LA BABILONIA, 1580, una monumental novela ambientada en la Sevilla del s. XVI en la que literatura, rigor y aventura se dan la mano para sumergirnos en nuestro pasado más fascinante y conocer un secreto que pudo cambiar el rumbo de la Historia.


«Encontré esta historia por una azarosísima casualidad que jamás me ha acompañado en mi vida. Al principio mi sorpresa se transformó en alegría, luego en embeleso, más tarde en fervor. Me volqué en la historia con la misma pasión con que otras veces lo hice con amores de carne y hueso. Dormí pegada a ella, me desveló en las madrugadas y la retomé sin saciarme nunca, la admiré de la mañana a la noche, me llevó a querer saber más y, en última instancia, a querer compartirla con todos».

Susana Martín Gijón


Año del Señor de 1580. Sevilla vive su momento de máximo esplendor como capital del comercio entre el Nuevo y el Viejo Mundo. La Flota de Indias de Su Majestad está a punto de zarpar cuando la piel arrancada del rostro de una mujer y su cabellera pelirroja aparecen ajustadas como un disfraz macabro al mascarón de proa de la Soberbia, el buque de guerra que abre el convoy. Próxima al barrio portuario del Arenal, en una zona cercada por altos muros, se encuentra La Babilonia, el prostíbulo más cotizado de la Mancebía y donde ejerce Damiana. A pocos metros de allí está el convento de las carmelitas descalzas, donde vive en clausura sor Catalina. Ambas fueron amigas en la infancia y se verán unidas de nuevo a fin de averiguar quién cometió tan brutal asesinato y por qué. Para hacerlo pondrán en peligro sus propias vidas, pero también el secreto mejor guardado de la Corona.


«Quien no ha visto Sevilla no ha visto maravilla»


Corte sin Rey. Habitación de Grandes y Poderosos del Reyno y de gran multitud de Gentes y de Naciones... compuesta de la opulencia y riqueza de dos Mundos, Viejo y Nuevo, que se juntan en sus plazas a conferir y tratar la suma de sus negocios. Admirable por la felicidad de sus ingenios, templanza de sus aires, serenidad de su cielo, fertilidad de la tierra...

Gil González de Dávila



UNA INMERSIÓN EN NUESTRA HISTORIA MÁS FASCINANTE


Pescadores que vuelven con las últimas capturas del día, arrieros con sus carretones cargados de vituallas, barqueros que llevan y traen gentes de Triana, todos desaparecen al tiempo que lo hacen los rayos del astro rey. En breve, la estampa cotidiana dejará paso a los amigos de meterse en baraja, los concienzudos escurridores de jarros y tahúres sabedores de todos los engaños.


Damiana es una de las mayores atracciones de una botica conocida como La Babilonia, situada en la Mancebía del Cabildo. Este es el lupanar más importante de una Sevilla en el culmen de su gloria, alcanzada merced al mayor imperio del mundo y también por ser la puerta a través de la cual llegan el oro y la plata de las Américas. Esta muchacha de piel oscura, nariz de pájaro y ojos que transmiten una fiera determinación nos introducirá en uno de los escenarios más fascinantes de nuestra historia, del que todavía tenemos tantas cosas por descubrir.


Damiana subsiste en la mancebía gracias a su inteligencia, arrojo y una juventud que prende e ilumina una ciudad plena de riquezas y miserias. Sevilla es una y mil ciudades, llena de olores, sa­bores, colores: un festín para los sentidos. Hasta que comienzan a aparecer prostitutas asesinadas de la manera más escalofriante, lo que la flota de Los Galeones, a punto de embarcar hacia las In­dias, toma como un signo de mal augurio para.


Sobrevivir en una ciudad llena de trampas, ta­húres y peligros es ya un desafío, pero los recien­tes acontecimientos lo complicarán aún más. Una antigua talla de madera, guardada por Damiana y por Carlina, su única amiga de la infancia, ahora en la orden de las carmelitas descalzas, oculta un secreto que va más allá del recuerdo familiar. Ese objeto abre una puerta que despierta muchos in­tereses. Tras la talla se encuentran personajes de la élite, pero también acecha la siniestra presencia de la Inquisición española. Para Damiana, cono­cer el misterio no solo implica descubrir su propio origen: también es una aventura para escapar de la muerte.


Después del éxito de su trilogía sobre la ins­pectora Camino Vargas, Susana Martín Gijón da un inesperado giro a su producción literaria. Con La Babilonia, 1580 se embarca en un monumental thriller histórico, en el que literatura, rigor y aven­tura se dan la mano para sumergirnos en nuestro pasado más fascinante. Con una prosa cuidada, nos descubre una Sevilla orgullosa y llena de vida, que recorreremos acompañados por cada uno de sus personajes en una peripecia inolvidable.


La novela recorre los diferentes estratos de una sociedad en lucha consigo misma. En ella, cono­ceremos los palacios donde los hombres notables designados por Felipe II manejan la ciudad, pero también recorreremos callejas, posadas y atrave­saremos murallas con puertas que es mejor no cruzar tras la puesta de sol. Todo esto conforma las dos Sevillas: una llena de privilegios, en la que la avaricia y el interés por el dinero no parecen te­ner fin; otra integrada por la mayoría de sus pobla­dores, que tratan de salir a flote cada día, donde un golpe de suerte, una superstición o el excesivo celo de un alguacil pueden dar cuenta de su vida.


Las aventuras de Damiana en esta legendaria Sevilla (y en lo que suceda más allá de ella) sirven de excusa para diseccionar una sociedad que, en el fondo, no nos resultará tan lejana, ya que se­guimos teniendo muchas cosas en común con ella. La corrupción, la avaricia y el provecho propio conviven con la esperanza en la oscuridad de una ciudad que bien podría estar emparentada con la de Babilonia, célebre capital del pecado El papel de las mujeres de la época está también presente en todas las facetas de la trama, en un siglo que tejió las teorías morales y religiosas que se siguie­ron desarrollando en adelante.


La novela está constituida por cuatro partes equilibradas y llenas de tensión. A su vez, el texto se presenta en 127 capítulos de rápida lectura, di­recta pero con mucho sabor, que nos conducirán de manera muy ágil por una narración que emo­ciona, entretiene y de la que ningún lector podrá despegarse.


UNA MUJER LIBRE Y FUERA DE SU TIEMPO


Observa a la chica atezada que le ha gritado desde la casa. No es de las más jóvenes, aunque tampoco es vieja aún. Tendrá unos dieciocho, qui­zás diecinueve años. Le llaman la atención sus rasgos singulares: ojos almendrados, pómulos prominentes, unos labios muy gruesos y una na­riz aguileña que le da aire de ave rapaz. No sabría decir si es guapa, pero desde luego no posee la belleza canónica que uno espera hallar entre las mujeres más cotizadas de la ciudad.

Ella se adelanta sin pérdida de tiempo.


La protagonista de La Babilonia, 1580 es Da­miana, una joven que vive y trabaja en una de las boticas más destacadas de la Mancebía del Ca­bildo. Damiana tiene todas las probabilidades de morir joven, desgraciada y en la más absoluta indigencia: es mujer, con rasgos que delatan su ascendencia extranjera, huérfana y sin recursos materiales. Sin embargo, posee un fuego interior que se hace patente en su mirada, en sus diálogos y en el descaro con el que se conduce cada día, sin miedo y con una profunda sensación de libertad.


Damiana tuvo una infancia complicada. Per­dió a su madre muy joven, víctima de un terrible auto de fe de la Inquisición, y su padre, Miguel de Arellano, se marchó en busca de una fortuna que nunca llegó. Antes de desaparecer le dejó dos ob­jetos: un ídolo antiguo de madera, cuyo propósi­to es un misterio y que guarda en la Mancebía; y un cuaderno manuscrito que custodia su amiga Carlina, la única que sabe leer. Carlina y Damiana eran dos niñas que recorrían Sevilla robando pie­zas de fruta y vaciando la bolsa de los incautos.


Llegado el momento, la vida las obligó a deci­dir: Carlina ingresó en el convento de las carmelitas descalzas y se convirtió en sor Catalina, y consa­gró su vida a seguir los austeros preceptos de su orden y a dedicar los escasos momentos de ocio a los libros que el monasterio ponía a su alcance. La elección de Damiana no pudo ser más diferente: consciente de su energía, su desvergüenza y cierto atractivo que no pasa desapercibido a los hombres, decidió ejercer la prostitución en una de las boticas más importantes de la Mancebía del Cabildo. Allí, tras las tapias que separan a las meretrices lega­les de las que pululan por el puerto o en las más sucias callejuelas, Damiana aprende cómo son los hombres, cómo es el mundo, y de qué artimañas puede valerse para prevalecer en un tiempo que le ha retirado todos los privilegios posibles.


Al inicio de la historia, Damiana verá cómo al­gunas de sus compañeras en La Babilonia apare­cen asesinadas de manera espeluznante, sin que queden claros los motivos. Poco a poco, la trama se enredará y ella tendrá que dar un paso al frente. Sabe que nadie va a regalarle nada y que si quiere algo debe hacer lo necesario para tomarlo. Fuera de los muros de la Mancebía, Damiana descubrirá sorprendida hombres muy distintos a los que han pasado por su cama, lo cual pondrá en crisis su natural desconfianza. Además, deberá enfrentar­se a la mayor aventura: abandonar todo lo que ella había conocido y embarcarse en una singladura que la llevará a enfrentarse con su verdadera na­turaleza.


Damiana es el ejemplo de una joven que in­tenta escapar del papel destinado a las mujeres españolas del siglo xvi. Las vidas de estas mujeres estaban determinadas por su subordinación a los hombres, y justificada mediante teorías religiosas, morales, científicas y legales. Como resultado, su situación social, económica y jurídica dependía de los varones con los que estaban vinculadas.


Las dos posibilidades principales de subsis­tencia que tuvieron las mujeres durante este pe­riodo fueron contraer matrimonio o entrar en una orden religiosa, cosa que debían hacer antes de la mayoría de edad —establecida en los veinticinco años—. Esto las sumía en una nueva situación de dependencia —del padre al esposo o al encargado de la institución religiosa—, al mismo tiempo que las encerraban en conventos o en casas, donde no tenían posibilidades de influir en el exterior. Muchas mujeres humildes se dedicaron a tareas que no precisaban aprendizaje, sino que estaban relacionadas con cuestiones «femeninas» —ade­más de ejercer por necesidad trabajos marginales como la prostitución—, por lo que fueron comunes los oficios de comadronas, nodrizas, lavanderas o institutrices.


Teorías moralizantes como las de Fray Luis de León —en su obra La perfecta casada— crea­ron una imagen de la «mujer ideal» que provocó la relegación de las mujeres al ámbito privado y al desempeño de funciones relacionadas única­mente con la reproducción y el cuidado del hogar.


El establecimiento definitivo en la sociedad de es­tas teorías no sería completamente efectivo has­ta finales del siglo xviii, y especialmente en el xix, cuando las circunstancias, principalmente eco­nómicas, lo permitieron. Esta es una lucha que, como podemos reconocer, aún no ha acabado de equilibrarse. Y fueron los personajes como Da­miana quienes pelearon por conseguirlo.


LA MANCEBÍA DE SEVILLA, LA CIUDAD DEL PLACER


Como se ha ganado un poco de divertimento, de ahí que sus pasos se dirijan rumbo al lupanar del que solo ha oído alabanzas en boca de otros hombres. Atraviesa el Arenal en dirección a la muralla y camina en paralelo a ella hasta dar con la Puerta del Golpe. Es la entrada principal de la mancebía, llamada así por su pestillo que se cierra con un simple empellón. Allí, junto a un zagal apá­tico que la custodia, encuentra un panel en el que se plasman las ordenanzas redactadas por el Ca­bildo para el interior de la institución. Inútil, pues no sabe leer […]. Con lenguaje untoso, el barbudo le relata las excelencias de las mancebas. Fermín se deja envolver y paga el precio por adelantado, tal y como establecen las reglas».


Uno de los espacios que destacan en La Ba­bilonia, 1580 es la Mancebía del Cabildo, sede del burdel legal de la ciudad de Sevilla, un lugar don­de rufianes, tahúres, marineros de la flota de In­dias, gentes de variado pelaje y también del buen vivir acudían a gastarse sus dineros en busca de placer. También era conocido como el Compás de las Boticas, no por la sanación de sus estableci­mientos, sino por las enfermedades que podían hallar en ellas todos sus usuarios.


En la Mancebía conoceremos a muchas de las compañeras de Damiana, como Violante, Lucin­da, Alonsa, Megalinda y Mencia. Todas son cons­cientes de compartir un destino incierto, siempre al filo de la navaja. Hay cierta camaradería entre ellas, y aunque toda hermandad tiene sus límites, intentan ayudarse para sortear los peligros que las acechan: un embarazo, un mal encuentro o una enfermedad que les impida dar a su «padre» —que gestiona sus vidas en la botica— las mo­nedas exigidas para garantizar sus necesidades más elementales.


La Mancebía es un espacio que ejerce sobre el lector curioso una atracción que no se ve defrau­dada cuando conocemos su historia. Tras la diso­lución de la Orden del Temple en 1312, las clases humildes comienzan a asentarse en casuchas en­tre la plaza Nueva hasta más allá de la puerta del Arenal, terrenos sevillanos que pertenecían a di­cha orden. A mitad del siglo xiv ya existía un núcleo marginal en este arrabal que tenía a sus espaldas la muralla de la ciudad. Desde comienzos del siglo xvi, el espacio se aisló del resto de la población por una tapia con dos entradas, situándose una de ellas en el Compás de la Laguna o de la Mancebía.


La entrada era más conocida como puerta del Golpe, a causa de poseer uno de esos pestillos que se cierran solos con un simple empujón. Allí se sentaba habitualmente el «mozo del golpe», un empleado de los padres encargado de la vigi­lancia. Por su cercanía al lugar donde fondeaban los navíos, acudían marineros y emigrantes, y el negocio era más intenso. Esta ubicación central —pues el puerto era ya entonces el verdadero co­razón de Sevilla— explica la reiterada decisión del Concejo de aislar la Mancebía lo más posible, or­denando tapiar su perímetro y eliminar portillos que daban paso a calles secundarias.


La decisión municipal de apartar el burdel se­ría sistemáticamente violada; las mancebas y sus rufianes abrían numerosas entradas secretas en el lienzo de muralla que separaba a la Mancebía del puerto para favorecer los encuentros furtivos y, sobre todo, la huida en caso de visitas de los alguaciles. Al mismo tiempo, se amparaba así el que las mujeres públicas pudiesen salir a ejercer su oficio por las calles, lejos del control del padre y de las restricciones horarias.


No todas las prostitutas ejercían su oficio en la Mancebía. Para aquellas cuya salud estaba que­brada, los controles sanitarios periódicos que ha­cía el ayuntamiento podían hacer que las deste­rraran de la ciudad. Para evitarlo, buscaban zonas extramuros, donde la vigilancia fuera menor. Esto suponía no solo un problema de moralidad, sino de sanidad pública. El siglo xvi sufrió grandes epi­demias de sífilis, que se creía importada del Nue­vo Mundo —el llamado «mal de bubas» o también el «mal francés»— por aquella costumbre de im­putar a los extranjeros los grandes vicios.


EL PAPEL DE LA IGLESIA Y LA INQUISICIÓN


Las piras trágicas ya han ardido y tan solo per­manecen los restos del naufragio: los postes en que ataron a las víctimas, las capas de carbón im­pregnado en grasa humana, una costilla calcina­da, algún fragmento de tela que el aire ha salvado de la quema, la trenza chamuscada de una mujer, una medalla combada por el fuego. La ceniza so­brevuela por doquier y en el ambiente perdura el hedor inconfundible de la carne quemada.


LA BABILONIA, 1580 se abre con la detallada des­cripción de un espeluznante auto de fe celebra­do por el Santo Oficio de la Inquisición, un acto público en el que los condenados por el tribunal abjuraban de sus pecados y mostraban su arre­pentimiento —lo que hacía posible su reconcilia­ción con la Iglesia católica— para que así sirviera de lección a todos los fieles que se habían con­gregado.


La Inquisición española o Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición fue una institución funda­da en 1478 por los Reyes Católicos para mantener la ortodoxia católica en sus reinos. La Inquisición, como tribunal eclesiástico, solo tenía competencia sobre cristianos bautizados. Durante la mayor par­te de su historia, sin embargo, al no existir libertad de culto ni en España ni en sus territorios depen­dientes, su jurisdicción se extendió a la práctica to­talidad de los súbditos del rey de España.


Podemos leer en la novela: «Una vez advertida, Colomer da inicio al interrogatorio sin informarla sobre la causa de su detención. Los inquisidores nunca revelan nada, solo los acusados quienes han de adivinar el porqué de su arresto. Al no sa­ber a qué se enfrentan, muchos agravan su situa­ción hablando de más». Esto ilustra muy bien el miedo que, sin excepción, todos los españoles te­nían al Santo Oficio. Por un pequeño desliz o una inocente delación, uno podía acabar ante un in­quisidor y que su vida se pusiera en serio peligro. Si la sentencia del inquisidor era condenatoria, implicaba que el condenado debía participar en la ceremonia denominada auto de fe, que solemni­zaba su retorno al seno de la Iglesia o su castigo como hereje impenitente.


Uno de los grandes papeles de la Iglesia en este siglo viene de la codificación de la moral y de la doctrina sobre el sacramento matrimonial, fija­da por el Concilio de Trento. Los teólogos católi­cos determinaron que en el nexo nupcial recaía la conservación de la especie humana —y por tanto era más una obligación que una unión basada en el libre albedrío—, y expusieron las reglas relativas a la vida conyugal y las obligaciones de cada uno de los miembros de la pareja.


Especialmente relevante al respecto es la con­tribución de fray Luis de León en La perfecta ca­sada, donde afirmaba que la mujer debía «[…] es­tar siempre allí presente [en su casa], por eso no ha de andar fuera nunca […]. ¿No diximos arriba que el fin para que ordenó Dios a la muger y se la dio por compañía al marido fue para que le guar­dase la casa y para que, lo que él ganase en los oficios y contrataciones de fuera, traído a casa, lo tuviese en guarda la muger y fuese como su lla­ve? […]». Por su parte, Luis Vives, en su libro Ins­trucciones de la mujer cristiana, determinaba que debía ser «[…] casta, sobria, mesurada, diligente, frugal, amigable y humilde». Estas cualidades se adquirían estando bajo la tutela masculina y ha­bían de dotarla de los requisitos necesarios para cumplir sus obligaciones maritales, asegurándo­se así la supervivencia económica.


Sin embargo, en ciertos ámbitos las mujeres de las clases sociales más bajas sí pudieron apro­ximarse al aprendizaje intelectual, que estaba relacionado con sus ocupaciones, como sucedió dentro de los conventos. Estos espacios contaban en muchas ocasiones con bibliotecas, que propi­ciaron que numerosas monjas pudiesen adquirir conocimientos de lectura y escritura, y dedicarse también a la literatura, generalmente la que guar­daba una estrecha relación con el estudio de las cuestiones religiosas que exigían su ocupación como profesas.


SEVILLA, PUERTO HACIA LAS AMÉRICAS


Decenas de barcos atestan el Betis, confor­mando un asombroso bosque de mástiles que apenas deja ver las aguas […]. El trajinar de ir y ve­nir a las naos, los trabajos con estopa y brea para acondicionar la madera, las recuas de mulas que transportan las mercancías, todo ello impregnado del nerviosismo de quienes se sumirán en la gran aventura de sus vidas.


Una de las grandes protagonistas de La Babi­lonia, 1580 es, sin duda, la ciudad de Sevilla, que en el siglo xvi llegaría a su máximo esplendor. Este periodo se encuentra íntimamente ligado a su condición como Puerto de Indias, lugar del que partían las diversas flotas hacia las Américas.


El descubrimiento del Nuevo Mundo en 1492 supuso un cambio clave en la historia de España y de las naciones europeas, aunque la ciudad que más notó su efecto fue Sevilla, convertida en el puerto de salida europeo hacia América. Era una ciudad cosmopolita y universal, con presencia de genoveses, florentinos y alemanes. A finales del siglo xv ya era uno de los principales puertos que comerciaba con Inglaterra, Flandes y Génova.


El Puerto de Indias de Sevilla fue el principal puerto marítimo de enlace con la América espa­ñola, manteniendo un monopolio de entrada y sa­lida de mercancías a las Indias. Para su adminis­tración, los Reyes Católicos fundaron la Casa de Contratación de Indias en 1503, desde donde se contrataban los viajes, controlaban las riquezas que entraban de América y, junto con la Univer­sidad de Mercaderes, se regulaban las relaciones mercantiles y judiciales con el Nuevo Mundo. Esto conllevó una gran expansión urbana: si a princi­pios de siglo la ciudad tenía unos 45.000 habitan­tes, en el censo de 1565 ya aparecen 85.500 —de los cuales 6.300 eran esclavos— y para 1588 se habían alcanzado los 129.400, convirtiendo a la capital hispalense en la mayor ciudad de España y la mejor urbanizada de la época, donde desta­caban sus calles enladrilladas o empedradas. La prosperidad alcanzada por Sevilla la convirtió en el centro financiero y mercantil más importante de Europa, superando a otros importantes cen­tros, como la ciudad portuaria de Amberes.


En 1506 zarparon del puerto 35 barcos y para 1550 la cifra había aumentado a 215, pasándose de las 3.000 a las 30.000 toneladas de carga trans­portada. A América se enviaban productos como vino, aceite, harina, telas, ropas, jabón, miel, cera, bizcocho, papel, cerámica, vidrios, instrumentos, medicinas, higos, sardinas, zapatos, aceitunas, herramientas y libros. De todos estos productos, los más exportados eran el vino, el aceite y la hari­na. A cambio, los barcos que llegaban de América descargaban otras mercancías como oro, plata, perlas, cueros, azúcar, sebo, zarzaparrilla, algodón, palo brasil, guayacán, añil, maderas preciosas.


Todo se aceleró cuando, a mitad de siglo y de manera fortuita, Juan de Villaroel descubrió en el cerro Rico de Potosí (Bolivia) un inmenso filón de plata, todavía considerado como el mayor ya­cimiento hallado en la historia de la humanidad. Al año siguiente, Juan de Tolosa encontró otro gigantesco yacimiento argentífero en Zacatecas (México), mientras exploraba con un pequeño grupo de hombres del virreinato de Nueva Espa­ña. En contra de lo que creemos, fue la plata —y no el oro— lo que inundó las vacías arcas de España y Europa, y lo que enriquecería unas naciones aus­teras, empobrecidas y con pocos recursos. La pla­ta de América llenó muchos bolsillos, sobre todo fuera de nuestro país, subvencionando un impe­rio muy caro de sostener que acabó finalmente arruinado. Entretanto, y a través del río Guadal­quivir, llegaba la flota de Indias, conformada por galeones que conectaban la ciudad con los virrei­natos americanos.


En 1680, se decidió que los barcos de las Indias podrían despacharse tanto en Sevilla como en Cádiz. Fue en 1717 cuando Sevilla perdió definitiva­mente su condición de Puerto de Indias, un hecho que resultó decisivo en la posterior decadencia de la ciudad.

El 7 de junio de 1494, la reina Isabel I de Castilla y el rey Fernando II de Aragón, por un lado, y el rey Juan II de Portugal, por otro, firmaron unos acuer­dos para distribuir el espacio atlántico a partir de la llegada de Cristóbal Colón a América. Por primera vez en la historia, se estableció una frontera (meridiano de Tordesillas) que dividía el mundo, lo que se tradujo en la negación de de­rechos a cualquier otra nación. En este caso, con una línea de polo a polo, que pasaría a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, se declaró que Castilla tendría derecho a los territorios al oeste de dicha frontera y Portugal a los del este.


Este acuerdo puso fin a un largo conflicto a propósito de los territorios explorados por el reino de Castilla y Portugal, y evitó que ambas poten­cias entraran en guerra.

Si bien el tratado logró resolver los problemas inmediatos, con el avance de las expediciones y los nuevos descubrimientos quedaron áreas sin regular que fueron nueva fuente de conflicto, en­tre ellas, los territorios asiáticos conquistados por España y la región del Río de la Plata. El Tratado de Tordesillas se anuló en 1750 mediante otro acuerdo: el Tratado de Madrid.


LA VIDA A BORDO EN EL SIGLO XVI


Ahora el fuerte viento del noroeste hace crujir con saña los mástiles y aúlla en la jarcia. Un rayo descarga en la lejanía iluminando por unos se­gundos esa confusión de cielo y océano. Las olas cabalgan el horizonte con sus crestas de espuma, se erizan como si estuvieran poseídas por un mal espíritu y vapulean el casco de la Soberbia sin compasión.


Como bien se refleja en La Babilonia, 1580, du­rante el siglo xvi se construyeron enormes flotas, tanto para la lucha como para el transporte. En el Mediterráneo, la galera era el navío más polivalen­te, pero, además de tripulación y soldadesca, ne­cesitaba un número elevado de remeros para im­pulsarla en momentos de calma o en los encuen­tros con el enemigo. En el Atlántico se impuso el galeón, más apropiado para largas travesías y que estaba equipado con piezas de artillería. Eran los barcos más poderosos y en las flotas iban acom­pañados por otros de menor calado.


El mar era un instrumento básico para el co­mercio, por lo que resultaba indispensable con­trolarlo para la salvaguardia de productos. La tripulación disfrutaba de una alimentación algo repetitiva y de no muy buen ver, cuya base fue el bizcocho, el agua y el vino. El agua fue siempre un problema, pues al pasar por climas tropicales, y con el trabajo duro del barco, las necesidades se elevaban, por lo que aumentaba la necesidad de espacio en la bodega para los toneles.


El problema más importante al que tuvieron que enfrentarse fue el higiénico-sanitario, por tres razones: la ausencia o escasez de facultativos — todo recaía en barberos-cirujanos de escasa for­mación—, el confinamiento en un espacio redu­cido —que provocaba una rápida propagación de enfermedades— y la presencia entre la marinería de individuos de baja condición y con gran insalu­bridad, siendo foco de parásitos, animalejos e in­sectos muy nocivos para toda la tripulación. Todo se agravaba cuando se sufrían heridas, ya que, aunque las curas fueran adecuadas, dicha insa­lubridad provocaba, en ocasiones, peores conse­cuencias que las propias lesiones.


Los viajes en ultramar alternaban tempora­das de gran tensión —causada por la presencia de piratas, temporales, marejadas, etcétera— con otras de calma —cambio de guardia, llamada a co­midas, rezo de oraciones—. Los entretenimientos del marinero consistían en hablar, cantar, pescar y leer. Y, aunque el juego estaba prohibido, se ju­gaba, más a las cartas que a los dados. La lectura, siempre de día, era una actividad en grupo, pues como la mayoría no sabía leer, era uno el encarga­do de hacerlo en voz alta para los demás.


La marinería no embarcaba novias ni esposas, y el amancebamiento o la sodomía a bordo eran considerados pecado y delito, por lo que cual­quier actividad sexual se llevaba a cabo clandesti­namente. Los marineros embarcaban mujeres en secreto y luego aparecían como polizones, siendo las más apreciadas las mulatas. Había capitanes que, aprovechándose de su posición, embarca­ban prostitutas o criadas. En general, había que esperar a puerto, donde se desataban los bajos instintos en forma de relaciones con prostitutas y violaciones. Las prácticas homosexuales existían, y tenía lugar una gran ocultación de las relaciones con pajes y grumetes.


Estar en un barco era un duro castigo, seme­jante al de muchas prisiones: en algunos galeo­nes vivían durante meses más de 120 personas en apenas 180 metros cuadrados. Eso sí, los maes­tres poseían o construían cámaras que alquilaban a altos precios a funcionarios adinerados para lu­crarse. Sin embargo, a bordo los marineros com­partían espacio con cofres, alimentos, aparejos y animales —gallinas, cerdos, ovejas y cabras— para disponer de carne fresca. Por supuesto, había ra­tas y ratones, cucarachas, chinches y piojos, que habitualmente acompañaban a parte de la tripu­lación. A esta incomodidad se unía la que causaba el mareo, del que no se libraban ni los marineros con más experiencia. La noche hacía que el barco resultase más pequeño al tumbarse la tripulación, por lo que un tercio de ella debía hacer guardia. Se llevaba la «higiene seca», sin agua: enjugarse el sudor, darse friegas con paños limpios y perfuma­dos y empolvarse.


En cuanto a naufragios, colisiones con arreci­fes, bancos de arena o el excesivo balanceo en tor­mentas, estos eran muy frecuentes en los viajes de la época. El peor accidente era caer al agua, ya que aquellos barcos no maniobraban fácilmente y el re­sultado solía ser nefasto. Las epidemias eran otro severo problema, puesto que la travesía transcurría por zonas con enfermedades poco conocidas por los europeos. Vivir o morir dependía, muchas veces, de la fortaleza del marino. Tampoco había médicos en todos los barcos, pues los que había los ubica­ban en la almiranta y en la capitana —las naves que abrían y cerraban el convoy—. Por último, y no era el caso menos importante, a veces la codicia llevaba a los navieros a cargar en exceso los barcos, lo que en muchas ocasiones hizo que la expedición aca­bara en tragedia.


PERSONAJES REALES Y FICTICIOS


TERESA DE JESÚS, escritora mística y fundado­ra de la orden de las carmelitas descalzas


La madre Teresa cambió vuestra vida, ¿ver­dad?

Así es. Yo tenía apenas catorce años cuando vino a palacio, y ella definió mi vocación religiosa.


De las personalidades más importantes del siglo xvi y una de nuestras mejores escritoras, es­tuvo toda su vida limitada al ser mujer y monja en una época en la que la Iglesia, el poder y el saber estaban dominados por hombres. Fue beatificada en 1614, canonizada en 1622 y proclamada docto­ra de la Iglesia católica en 1970. Se la considera la cumbre de la mística experimental cristiana y una de las grandes maestras de la vida espiritual de la Iglesia. Su presencia sobrevuela toda la nove­la como el apoyo espiritual y de conciencia al que necesita aferrarse María de San José.


MARÍA DE SAN JOSÉ, priora del convento de las carmelitas descalzas


Con apenas treinta años la mandaron apresar por defender la doctrina teresiana. Pero eso es algo intrínseco a su vocación, a su existencia mis­ma. Si hay algo que teme en este mundo, más allá del juicio de Dios, es no estar a la altura de lo que la madre Teresa espera de ella.


Su verdadero nombre era María Salazar de Torres. Fue la persona de confianza de Teresa de Jesús en Sevilla, principal heredera de su pensa­miento, y se carteó con ella durante toda su vida. Tras los hechos que acontecen en la novela, la madre Teresa le encomendó la fundación de otro monasterio carmelita en Lisboa, donde sufrió idénticos pesares —destitución y encarcelamien­to— a los de la capital hispalense. En la novela, María de San José intenta comprender el papel de sor Catalina en la historia que la ata a Damiana y juega su papel en la trama de este misterio, uno que ni siquiera alcanza a soñar.


PADRE PEDRO DE LEÓN, misionero jesuita


Tras la abertura enrejada, un cura que anda mediada la treintena. Con su barba y cabellera es­pesas y su rostro de facciones finas, es un hombre apuesto a pesar de su sotana.


Sus misiones apostólicas más importantes las llevó a cabo en Sevilla, donde se consagró a los pobres, los marginados y los presidiarios. Fundó casas para mujeres arrepentidas en El Arenal, un hospital para galeotes en Triana, una cofradía en la cárcel para atajar la blasfemia y una Congrega­ción de Caballeros Incondicionales «para sacar a los presos del pozo de sus muchas desgracias». En la novela, el padre Pedro de León es el tutor de sor Catalina, una monja carmelita con la que comparte el amor por los libros y las letras, así como un carácter bondadoso. Pero en esta Sevi­lla del siglo xvi hay que ser duro y firme, y el padre León se verá enfrentado a fuerzas que sobrepa­san las suyas, aunque luchará con todos sus re­cursos disponibles.


CARLINA, también conocida como sor CATALINA


Su confesor le ha proporcionado un libro bajo cuerda. Gracias a ese gesto filantrópico, este es uno de los escasos momentos en que puede abs­traerse de su monótona existencia.


De niña era la única amiga de Damiana, y am­bas sobrevivían usando su ingenio, hasta que la vida les obligó a decidir. Carlina eligió la opción más opuesta a la de su amiga: colgarse los hábitos de las carmelitas descalzas, la congregación más austera de todas, pero también la única que le ofre­cía la posibilidad de solazarse en la compañía de lo que más le gustaba: los libros. Carlina vive así una existencia entregada a Dios y al saber, cumpliendo con escrupulosidad todos los preceptos exigidos, hasta que Damiana aparece tras años de ausen­cia, provocando un terremoto en su vida. Carlina guarda un cuaderno que el padre de Damiana le entregó para que su amiga pudiera leerlo llegado el momento. Y ese momento llega, solo que las cosas no van a salir como habían esperado.


EUGENIO DE RON, piloto mayor de la Armada de Indias


Pero Eugenio de Ron no es hombre al que pue­da intimidarle un noble venido a menos. No en vano ha recorrido todos los mares, se ha enfrenta­do a tormentas y corsarios, ha sobrevivido a varias epidemias en travesía y ha ejecutado las mayores proezas navales que ha conocido el siglo.


Eugenio de Ron es un hombre alto y fuerte, lleno de autoridad, cuya mirada apenas pueden soportar los que se cruzan con él. Ha navegado toda su vida y conoce cómo tratar a la gente ruda y pendenciera. Al mismo tiempo, ha estudiado to­das las cartas náuticas conocidas de las Indias y está a punto de hacer un asombroso descubri­miento. Con todo, y a pesar de su apariencia, es un hombre recto y justo, noble de corazón, el cual es precisamente su punto más débil. Tratar con una mujer como Damiana va a ser una de las situacio­nes más difíciles que se le hayan presentado. Eu­genio de Ron ha vivido muchas expediciones ex­traordinarias, pero la historia que ahora comienza va a superar todas sus expectativas.


RAFAEL DE ZÚÑIGA Y MANJÓN, caballero veinticuatro de Sevilla


Va ataviado con sus mejores galas. Jubón de raso pespunteado y acuchillado, greguescos vo­luminosos color azafrán, cuera negra con cordon­cillos de plata y capote de damasco con perlas y aderezos. En la testa, una gorra ricamente guar­necida.


Don Rafael es un noble en apuros económicos, que trata de proteger a cualquier coste sus inver­siones en la flota que embarca hacia las Indias. Intentará aparentar que su situación es mejor que nunca, pues Sevilla despedaza a los débiles. En su palacio cuenta con la sirvienta Ifigenia, madre de Gaspar. Por otro lado, su secretario Florencio le aconsejará, pero también tratará de sacar de él la mejor tajada. Don Rafael es uno de los veinticua­tro caballeros que rigen los destinos de la ciudad de Sevilla, por lo que conviene tratarle con respeto.


FRAY JUAN DE COLOMER, inquisidor


El inquisidor comienza a mostrar síntomas de impaciencia […]. La humedad de esa cámara se le cala en los huesos desgastados y le molestan las articulaciones. Y si hay algo que lleve mal fray Juan de Colomer es sufrir en sus propias carnes.


Fray Juan es uno de los frailes encomendados por el Tribunal de la Santa Inquisición Españo­la para arrancar confesiones de los pecadores e infieles mediante siniestros interrogatorios. Para conseguir los mejores resultados en su actividad se vale de la ayuda de Freire, un verdugo sin es­crúpulos ni remordimientos que en realidad es demasiado aplicado en su trabajo. Lo que en prin­cipio se trataba para él de un sencillo interroga­torio más va a convertirse en un caso peliagudo que interesará a las más altas esferas y en el que tendrá que esforzarse para no salir mal parado.


GASPAR, grumete de la Soberbia


Aunque por su condición de zambo debería ser un hombre libre, la realidad es que con sus die­ciocho primaveras sigue en la casa donde sirve su madre, una esclava negra que tuvo la mala fortu­na de desposarse con un indio fallecido al poco de preñarla.


Gaspar es un zagal de buen corazón, despierto y con anhelos de aventura, que sueña con embar­carse en la Armada de las Indias y hacerse a la mar en una gran aventura. Su madre, Ifigenia, sirve en el palacio de don Rafael de Zúñiga. Gaspar sabe leer y escribir, y usa esta instrucción como una ventaja. Se cruzará con Damiana por azar, y algo prenderá en su pecho para siempre una llama que no había ima­ginado que existiera. Jamás podrá olvidarla, y eso condicionará todo lo que le suceda en esta historia.


Sobre la autora


Susana Martín Gijón (Sevilla, 1981) es autora de la exitosa saga de novela negra protagoniza­da por la inspectora Camino Vargas y compuesta por Progenie (Alfaguara, 2020) —cuyos derechos han sido adquiridos para su producción audiovi­sual—, Especie (2021) y Planeta (2022). Ha sido ga­lardonada por su trayectoria literaria con el Premio Avuelapluma de las Letras, así como con el Premio Cordoblack por su contribución a la renovación del género negro, el Premio Cubelles Noir a mejor novela publicada en castellano y el Premio Grana­da Noir. Algunas de sus obras más conocidas son Más que cuerpos (2013), Desde la eternidad (2014), Náufragos (2015), finalista del certamen de novela Felipe Trigo, o Vino y pólvora (2016). Licenciada en Derecho y especializada en Cooperación Interna­cional, fue directora del Instituto de la Juventud de Extremadura y presidenta del Comité contra el Racismo, la Xenofobia y la Intolerancia, así como presidenta de la Asociación de Escritores de Ex­tremadura. En 2022 fue becada por el Ministerio de Cultura por su proyecto para incentivar la con­ciencia ecológica a través de la expresión creati­va en la residencia literaria de Holbox, en México. La Babilonia, 1580 (Alfaguara, 2023) es su primera novela negra histórica.








 

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