LOS ASTRONAUTAS, de Laura Ferrero, una historia emocionante y desgarradora sobre la familia


Editorial Alfaguara. 344 páginas

Tapa blanda con solapas: 18,90€ Electrónico: 8,54€


Todos sabemos desde la infancia qué personas forman nuestra familia y cuáles son los lazos que nos unen a cada una de ellas. Todos menos la protagonista de esta novela, a quien nunca contaron que ella también, en algún momento de su vida, había tenido una. ¿Qué sucedió en aquellos años paraque todos los vestigios de la época desaparecieran? En LOS ASTRONAUTAS, Laura Ferrero narra el desciframiento de ese ecosistema perdido en el tiempo: una fotografía encontrada fortuitamente, en la que aparece de niña junto a sus padres, alumbra la realidad de su familia con treinta y cinco años de retraso. Pero alumbra, sobre todo, las carencias, los silencios y los secretos sobre los que se vio obligada a conformar su identidad. Sin embargo, una historia nunca cuenta la verdad, sino una verdad...


Laura Ferrero parte de un hecho autobiográfico para construir una ficción emocionante, por momentos desgarradora, acerca de todos esos relatos que nos inoculan en la infancia sobre nuestra propia vida y que no nos cuestionamos hasta que somos capaces de observarla desde fuera. Igual que hicieron aquellos hombres y mujeres, los astronautas, que tuvieron que irse lo más lejos posible, ahí donde nadie había llegado, para poder comprender, al fin, lo que siempre estuvo al alcance de su mano.


El argumento


El 26 de diciembre de 2020, durante una co­mida en casa de los tíos, llega a manos de la na­rradora una fotografía extraviada en la que apare­cen su madre, su padre y ella cuando apenas era una niña de un año de edad. Hasta ese momento, nunca había visto una imagen en la que estuvie­ran los tres juntos porque poco después de hacer la foto los padres se separan y se distancian por completo, y ella crece olvidando que forma parte de una familia mientras pivota entre dos hogares. Pero con el hallazgo de esa instantánea tomada en un merendero de Barcelona en los años ochen­ta, pronuncia por mi primera vez el sintagma «mi familia» y comienza así esta novela.


Ese mismo día de diciembre, la narradora de­cide empezar a escribir sobre su familia para dilu­cidar las razones por las que no quedan vestigios de un pasado en común que deviene un territorio desconocido y, por eso mismo, innombrable. Con libretas y una grabadora en mano, va al encuen­tro de los protagonistas de la historia —su padre, su madre, las parejas de ambos— y a través de sus preguntas intenta tirar del hilo de la memo­ria y recuperar las imágenes extirpadas del álbum familiar, pero lo que obtiene son versiones que, entre omisiones y mentiras, no terminan de enca­jar cuando se trata de explicar la disolución de la pareja y la escasa presencia del padre en su vida, un hombre que, arrastrado por sus infidelidades, forma otra familia mientras su hija lo retrata en la escuela como un astronauta de la NASA, quizás para no tener que contar, en un tiempo donde los divorcios no son frecuentes, que trabaja en un banco cerca de allí. Entre las palabras evasivas del padre, recuerdos de infancia en los que hay un in­quietante fundido a negro y la tenaz voluntad de la madre de alterar el relato, aunque lo que quede sea la historia de una irrealidad, la narradora final­mente decide interrumpir su proyecto y archivar la novela en un cajón.


Tiene que pasar tiempo y una larga enferme­dad, la de la madre, que lo trastoca todo, para que la narradora retome la escritura y encuentre el modo de contar su historia. La pregunta por el padre y la desaparición de cualquier testimonio de que alguna vez los tres intentaron ser una familia se convierte entonces en una pregunta sobre la madre, una mujer que falsea u olvida porque esa es la única manera que tiene de transitar aquello que no puede mirar de frente; pero también, en una indagación personal entre las esquirlas de una memoria anclada en el trauma. De la familia que nunca llegó a ser lo que queda es el relato de una hija que, como una astronauta, debe ir hasta un lugar remoto para poder comprender aquello que está al alcance de la mano.


Claves de la novela


Tras la aclamada colección de relatos La gen­te no existe, Laura Ferrero regresa a la novela con una obra donde sus padres y ella se convierten en el germen de los personajes literarios de una his­toria en la que memoir y ficción confluyen. Ferrero continúa explorando con sensibilidad y delicade­za aquellos elementos que constituyen la seña de identidad de su narrativa: los personajes corrien­tes, la cotidianidad de la existencia y la intimidad que asoma en los detalles porque, como afirma la narradora de Los astronautas, es en ellos donde está la familia, uno de los ejes que vertebra la obra de la escritora y el núcleo de su nueva novela.


Bajo el influjo tácito de la primera frase de Anna Karenina («Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su manera»), el protagonista de un relato de La gente no exis­te dice que «todas las familias son un fracaso». En Los astronautas, esta definición se expande y cristaliza a través de la historia de una familia que se deshace en el momento mismo en que se funda, dejando a sus tres integrantes como astro­nautas flotando solos en el espacio. La familia es, en esta novela, una ausencia, aquello que al no es­tar aparta de la norma a una niña que crece sobre una serie de vacíos. Entre cortocircuitos afectivos y vínculos que se sostienen en la mera funciona­lidad, se trama, sin embargo, ese léxico del que hablaba Natalia Ginzburg y que, en este caso, es una lengua elíptica en la que los adultos cambian de nombre y rol según el contexto, los padres y las casas se duplican y las mentiras encuentran una forma de expresión. Porque además de fracaso y ausencia, la familia es terreno para los relatos que se cuentan para ocultar o distorsionar una reali­dad bajo cuyo peso se podría sucumbir. A partir de una madre que reinventa la historia familiar y una hija que encuentra en la fantasía una vía de escape, y más tarde, en la escritura un modo de comprender y cubrir la brecha entre imaginación y verdad, Ferrero indaga entonces en aquello que no podemos ver, en los intrincados mecanismos del olvido y la negación, y en la necesidad de cons­truir historias para poder seguir adelante a pesar de los traumas y las heridas que se abren, muchas veces, en el espacio de la intimidad familiar.


Los episodios que conforman un relato fami­liar atomizado entroncan, a su vez, con las histo­rias de los astronautas y los avatares de la carrera espacial. A través de un microcosmos repleto de lagunas de sentido, caminos sin salida y versiones contradictorias, Laura Ferrero nos conduce a lo macro, a una galaxia de límites inciertos. Entre los desencuentros y fracasos afectivos de unos pa­dres y una hija y las aventuras de unos astronau­tas que no siempre consiguen regresar a casa, lo que se teje es la historia de una familia deshecha, pero también, la de una escritura que empieza, se interrumpe y vuelve a tomar fuerza para adentrar­se más allá de lo conocido, en las penumbras de un pasado que hay que atravesar para poder vis­lumbrar el futuro.


LOS PERSONAJES


La hija

La narradora de esta historia nace en 1984 y, tras la separación de sus padres cuando el divor­cio se acaba de legalizar en España, crece con una intensa sensación de desarraigo familiar mientras alterna entre la casa de su madre y las esporádicas visitas a su padre. La imaginación desbordante constituye para ella una vía para re­formular todo aquello que sucede a su alrededor y que, desde la inocencia infantil, no acaba de en­tender. Un episodio incierto y traumático con un desconocido marca el difícil paso a la pubertad de esta niña que, muchos años más tarde, encuentra en la escritura un modo de construir ficciones y, al mismo tiempo, comprender la realidad.


«Y la niña sigue dibujando madres con largas melenas anaranjadas, caobas, bebés que asoman del pelo, que lo habitan, hebras largas los acu­nan, los adormecen, y ellos apresan el amor con sus deditos en una vida llena de diminutivos. Hay que decir que aprende la lección pronto, al igual que aprende a leer sola, a descifrar el mundo de los adultos con su mirada curiosa, casi detectives­ca. Aprende que una cosa es dibujar pelos y otra comérselos. Sus dibujos, como ocurrirá después con sus escritos, en los que empezará a utilizar la tercera persona para fingir distancia, estarán llenos de evocaciones, de miedos, de dolor. De atrocidad, muerte, extrañeza. Pero nada de eso traspasará la realidad. El arte es un refugio para el malestar, para la locura, pero en él no hay un juicio moral, los hijos pueden comer pelos y eso es una expresión de otra cosa que no se nombra, pero no importa porque es arte.


La niña pasa de curso, siempre pasará de cur­so, de clase, de carrera, de doctorado. Es la más clarividente, la más sensible, justo por eso come pelo. Justo por eso se convierte en escritora. Los niños así, con ese don, tienen más problemas, dice la madre, orgullosa y feliz con una niña tris­te debido a su inteligencia, y ella con su flamante corte de pelo a lo garçon». (p. 45)


La madre

En la única fotografía que queda de la familia, Clara, la madre de la narradora, posa con un gesto tenso e incómodo en el que parece insinuarse la in­minente ruptura. Clara, sin embargo, responde con evasivas cuando la hija la interroga acerca de esa imagen y tantas otras en las que ella recortó a su expareja, extirpando de los recuerdos un trozo de pasado que prefiere negar. El silencio respecto a su breve relación con el padre de su hija no es el único que sostiene una mujer que, desde muy joven, ha encontrado en el olvido, la negación y las mentiras las fórmulas para sostener las apariencias y sobre­vivir a la pérdida, el abandono y el dolor.


«La madre cuenta que hace tiempo que no acuna a la hija porque se ha hecho mayor y, ade­más, la madre tampoco pasa por un buen mo­mento (¿dice eso o lo añade la niña de adulta en su relato?). El psicólogo afirma que la pequeña re­laciona el pelo de la madre con el cariño. ¿Le está pasando algo a la niña?

¡Pero es el padre el que no está!

Bueno, es que es demasiado inteligente, pode­mos pensar que dice la madre. Pero le responden que eso no tendría por qué ser un inconveniente, sino todo lo contrario. La madre repite entonces que es demasiado sensible.

Hace una mueca de incredulidad cuando es­cucha una frase, “la niña te busca a través de los pelos que va recogiendo”, porque está claro que no es así, ya que ella está en casa y no tiene nin­gún sentido que su hija la busque. Después, a su marido le mencionará la palabra “charlatán”, pero en ese momento simplemente asiente cuando el psicólogo le aconseja que se corte el pelo. ¿Cómo va a cortarse el pelo? ¿Cómo puede estar seguro de que eso es lo que causa la adicción de su hija a comer pelo?

Pero la madre intuye, en el fondo, que no tie­ne que ver tanto con el pelo sino con eso que le pasa a ella: que no puede abrazar a su hija, y qui­zás cuando era un bebé sí que podía, pero ocu­rrieron cosas y los brazos se le quedaron fríos, rígi­dos, agarrotados. Porque las cosas eran distintas, y bueno, quién sabe. Además, es que la niña... La niña es igual a su padre real. Las facciones, la son­risa. Ese pelo fino y lacio que se le pega a la frente. Los ojos ligeramente caídos». (p. 44)


El padre

Jaume, el hombre que la narradora retrata de niña como un astronauta de la NASA, es en rea­lidad un empleado bancario que, según algunas versiones, conoce a su segunda esposa durante un viaje a Londres cuando Clara está embaraza­da. Cierto o no, pasa poco más de un año desde que nace su hija, la pareja se separa y él forma una nueva familia junto a segunda esposa, llamada también Clara, y la hija que más tarde tienen am­bos. Hombre de pocas habilidades comunicacio­nales, Jaume construye un vínculo complejo con la narradora, a quien ve un par de veces al mes y nunca llega a conocer del todo.

«Nunca le conté a mi padre que mi amor por aquellos hombres que llegaron más lejos que na­die, que vieron desde fuera su propio planeta, que cuando volvieron después a su salón se sentaron en su sofá para preguntarse, “bueno, ¿y ahora qué?”, eran la imagen preciosa que yo me había construido de él, era mi manera de agarrarme al salvavidas que ofrece lo que nunca existirá. No quería ni podía creerme que mi padre, que vivió hasta mis dieciocho años a dos kilómetros de mi casa, solo quisiera verme dos veces al mes y que cuando me recogía en el colegio ni siquiera se ba­jara del coche por miedo a que se lo llevara la grúa. Llegaba en su Alfa Romeo rojo y aparcaba delante de los contenedores de basura de la calle Mallor­ca, y después hacía sonar el claxon dos veces para que viera que estaba ahí». (p. 30)


El hermano

Marc, el hijo que la madre tiene con su segun­do marido, se cría junto a la narradora. En la infan­cia consiguen construir un vínculo fraternal, pero cuando ella se va a estudiar fuera de Barcelona la relación se enfría y sus caminos se separan. Es él, sin embargo, una de las personas que la ayuda a reconstruir una memoria rota y salpicada de lagu­nas cuando ella se propone escribir la historia de su familia.


«Nos llevamos cuatro años y mi hermano es la otra mitad de mi historia. Su memoria suple las carencias de la mía, así que cuando mi relato se detiene —porque no recuerdo, o porque no quie­ro recordar— le pregunto a él, siempre pienso que vivió lo mismo, pero a pesar de que eso es cierto, sus recuerdos no coinciden exactamente con los míos. O más bien, lo que le ocurre a mi hermano es que las palabras que escoge para contar su versión tienen más que ver con una capacidad de supervivencia llamada evasión». (p. 162)


La hermana

Inés, la hija de Jaume y Clara, es casi una des­conocida para la narradora que, a diferencia de lo que sucede con Marc, nunca consigue crear un lazo de intimidad con su hermana menor. Cria­da en un mundo donde las apariencias son todo, Inés es una mujer de gran belleza y escasas pala­bras que de niña trabajó como modelo.


«Así como recuerdo perfectamente a mi her­mano y su nariz roja de botón, no recuerdo ape­nas cómo era mi hermana aquel día en el hospital, solo puedo evocar la imagen de la fotografía. Sé, porque lo dijo un enfermero, que era la bebé más preciosa que había visto. Y aquel elogio aparente­mente inocente se convirtió en una suerte de mal­dición, porque Inés se quedó encerrada desde su llegada al mundo en aquel adjetivo, preciosa, que se adapta perfectamente a las iridiscencias de las piedras que admiramos tras la vitrina de una joye­ría, pero resulta poco adecuado para las personas. Su aspecto la volvió frágil, inasible». (p. 171)


Clara

La segunda esposa de Jaume ha mantenido siempre una relación correcta con la narradora. Clara desempeña un rol importante para resolver los fallos comunicacionales del padre y se presta a hablar con la narradora y contar su versión de los hechos, que no concuerda con la de la madre.


«Desde ese viaje a Estados Unidos empecé a pensar en mi padre como en un ser de capaci­dades distintas, aletargadas, que necesitaban de cierta toma de tierra, de una traducción, de un adaptador que, en su caso, es su mujer, Clara». (p. 152)


Miquel

La narradora nunca consigue entablar un vínculo afectuoso con el segundo marido de su madre, aunque viven bajo el mismo techo y en su casa debe llamarlo papá. Para ella la presencia de este hombre en su cotidianidad es un recordato­rio más de la disfuncionalidad de su familia en un mundo donde los padres no se separan.


«En la tercera, un hombre moreno, de densa barba negra, coge a la niña en brazos. La niña mira hacia otro lado, como si estuviera despista­da, y nadie podría asegurar si está ahí o no, inclu­so si quiere hacerse la foto o no. Levanta la mano izquierda, pero es imposible deducir qué estaría diciendo o haciendo.

El hombre moreno es un personaje nuevo que viene a ocupar el lugar que faltaba. Por fin. “Y este será tu padre y le llamarás papá”, dijo la madre, pero eso viene mucho después en el tiempo, no en las fotografías, sino en la historia que le contarían a la niña, que ya era adulta». (p. 142)


Los tíos

Charly, el hermano de Jaume, su esposa Luisa y su hija Irene son el modelo de familia a la que la narradora aspira durante toda su infancia. Ellos intentan proteger a su sobrina, una niña que a medida que crece se vuelve más sombría, y cuan­do es adulta le brindan su apoyo y todas las claves que tienen a su alcance para que ella puede re­construir la historia que necesita contar.


«Mi única prima es hija de Charly, mi tío y pa­drino, y de Luisa, su mujer, mi tía querida. Ellos tres fueron, a lo largo de mi infancia, mi referencia de lo que era una familia, unos padres y su función en la vida de los hijos. Imagino que Irene lo daba por sentado y, sin cuestionárselo demasiado, ha­bía disfrutado de ese sintagma que yo acababa de descubrir, un sintagma que, en un análisis sintác­tico, era bien fácil: adjetivo posesivo y sustantivo. Mi familia». (p. 21)


Sobre la autora


Laura Ferrero (Barcelona, 1984) es escritora, periodista y guionista. Autora de los libros de rela­tos Piscinas vacías (Alfaguara, 2016) y La gente no existe (Alfaguara, 2021), de las novelas Qué vas a hacer con el resto de tu vida (Alfaguara, 2017) y Los astronautas (Alfaguara, 2023), y de El amor des­pués del amor (2018), en colaboración con Marc Pallarès. Escribe habitualmente en El País y parti­cipa en el programa La Ventana, de Cadena SER. 


 

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