Rubén Abella gana el Kutxa Ciudad de San Sebastián con QUINCE LLAMADAS PERDIDAS, unas historias trascendentales, lúcidas, esenciales, compasivas y hábilmente entrelazadas


 

Algaida Editores. 184 páginas

Rústica con solapas: 18,00€ Electrónico: 9,99€


Después de atracar una farmacia, un delincuente busca refugio en la casa de sus abuelos, con quienes hace años que no tiene conctacto. Un aficionado a las maquetas de barcos es testigo desde el balcón de cómo un hombre agrede a su novia. Una pareja de adolescentes bebe, baila, consume drogas y sueña con un porvenir luminoso lejos de Madrid. Un ludópata deja a su esposa y a su hija pequeña solas en Nochebuena para ir a jugar a las tragaperras. Una anciana hace inventario de sus días mientras las olas del mar la ahogan y su hija, su yerno y sus nietos la observan divertidos desde la playa. Un agente inmobiliario es abordado en la calle por un hermano gemelo que no sabía que tenía.

Los relatos de QUINCE LLAMADAS PERDIDAS confirman la destreza de Rubén Abella para iluminar los grandes momentos de las vidas pequeñas, las encrucijadas de unos personajes que, atrapados en la tela de araña de los errores propios y ajenos, luchan con desesperación por ser felices. Lúcidas, esenciales, compasivas y hábilmente entrelazadas, las quince historias que componen este libro poseen el eco de lo trascendente: resuenan tras su lectura como timbrazos sin respuesta.


Enhorabuena por el galardón. ¿Qué se siente al conocer que los miembros del Jurado, también escritores, consideran que tu libro es el mejor de los presentados al Premio?


Muchas gracias. Se siente sobre todo incredulidad. Al premio concurrieron más de trescientas obras: tiene que haber entre ellas algunas tan merecedoras de la distinción como la mía. También se siente alegría, por supuesto. Todo premio supone un reconocimiento público a tu trabajo. En el caso del Kutxa la alegría es doble ya que se trata de uno de los poquísimos premios a un libro de relatos —y quizás el más prestigioso— que se convocan en España. Lleva vivo cincuenta y cinco años y entre su nómina de ganadores se encuentran escritores de la talla de Bernardo Atxaga y Roberto Bolaño. Es un honor formar parte de esa estirpe.


¿Existe algún motivo concreto para que sean quince relatos y no veinte, o diez, por ejemplo?


Me gusta el número quince. Es redondo y simétrico, perfecto para sostener un entramado narrativo. “Quince llamadas perdidas” es el título de uno de los cuentos del libro. En él, un adolescente despierta aterido a la orilla del río Manzanares después de pasar la noche drogándose y bailando en la sala La Riviera de Madrid. Al sacar el móvil del bolsillo, descubre quince llamadas perdidas de sus padres. Se va a casa a pie, pensando que el paseo le ayudará a entrar en calor y a prepararse para la bronca inminente. Al igual que esas llamadas paternas no contestadas, los cuentos del libro constituyen, a nivel simbólico, quince aldabonazos en la puerta de los lectores, quince timbrazos sin respuesta.


¿Son relatos independientes o están unidos por algún hilo conductor?


Todos mis libros, incluidos los de microrrelatos, los concibo como seres orgánicos, dotados de una morfología interna que les proporciona unidad, cohesión y, en última instancia, sentido. Los cuentos de Quince llamadas perdidas están enlazados unos con otros mediante un sistema de vasos comunicantes. Hay protagonistas que reaparecen como personajes secundarios en historias que no son las suyas. Hay hilos narrativos que se interrumpen para resurgir y resolverse varios cuentos más adelante. Hay acciones cuyos efectos se descubren en relatos distintos de aquellos en los que se llevan a cabo. Y luego está Madrid, que imprime sobre el conjunto una textura rugosa y, al mismo tiempo, esperanzadora.


¿Nacen de chispazos concretos o han tenido largos procesos de maduración?


Ambas cosas. “En la orilla”, por ejemplo, nace a partir de una escena que presencié hace unos años en la playa de los Muertos de Almería. Una mujer mayor era vapuleada por las olas mientras su hija y su yerno, desternillados de risa, la grababan con el móvil desde la playa. Esa fue la chispa, pero tuvieron que pasar varios meses para que de ella surgiese algo parecido a una llama. Tenía la anécdota, pero no la historia. Y cuando por fin la tuve, quedaba la tarea de engranarla de forma natural en la secuencia del libro y conectarla con el resto de las tramas. Ese es, en esencia, el proceso que he seguido con cada uno de los relatos, un diálogo siempre frágil entre el estómago y la cabeza, entre la intuición y el pensamiento.


El libro comienza con una cita de Jorge Guillén: "Hacia una luz mis penas se consumen". ¿Es una referencia, una guía, una inspiración, por puro placer…?


Elijo con mucho cuidado los epígrafes de mis libros porque deben contener, en un espacio muy reducido, el tono y las claves emocionales de cada trabajo. En este caso se trata del verso final de un soneto de Jorge Guillén incluido en Cántico, que lleva por título “Hacia el poema”. Habla de los desvelos del poeta en su búsqueda de la expresión lírica, de la luz. Conceptualmente esta idea encaja bien con el anhelo vital que comparten los protagonistas de los cuentos. Todos ellos sienten sobre los hombros el peso de los giros equivocados, de los pasos en falso, de los errores propios y ajenos, pero no por ello dejan de luchar a brazo partido por ser felices, y la felicidad es una de las muchas formas, quizás la más bella, que puede adoptar la luz. La fotografía de la cubierta, tomada en los invernaderos del Real Jardín Botánico de Madrid, refleja ese tránsito de las sombras a la claridad.


¿Estás metido de lleno en la carne de alguno de los personajes de los cuentos? ¿En todos? ¿O tal vez en ninguno?


En toda obra de ficción hay vestigios más o menos reconocibles del autor. Es natural porque narrar es un proceso que, tal y como yo lo concibo, va de dentro hacia fuera. El escritor —como cualquier otro creador— desea expresar algo íntimo y busca en el exterior las formas que lo representan. Pero en este proceso entran también otros elementos. La imaginación, por ejemplo. Y el lenguaje. Y por supuesto la memoria, sin la cual nada es. No sólo la memoria de lo que nos ha ocurrido a nosotros sino también a los demás, y de lo que hemos leído y escuchado y visto. Con todo esto quiero decir que hay vestigios míos por todo el libro, pero están tan alterados por el proceso de la escritura que, si se juntaran, el retrato resultante no se parecería a mí.


Un par de cuestiones de estilo. ¿Te sientes más a gusto en el relato breve que en historias más largas?


Cortázar decía que la novela es al cine lo que el cuento es a la fotografía, y yo estoy de acuerdo. Podría usarse también una analogía atlética: la novela es al maratón lo que el cuento es a los cuatrocientos metros lisos. Son dos distancias muy distintas que precisan musculaturas narrativas diferentes. La novela es una guerra de trincheras que requiere paciencia y mucha disciplina. El cuento, sin embargo, es un ataque por sorpresa, una emboscada. La novela es un combate de boxeo que se gana por puntos. El cuento —al igual que el microrrelato— ha de ganarse por KO. Son géneros con reglas propias, que buscan efectos diversos en los lectores. Para mí la elección de uno u otro depende de la historia que quiero contar. Hay historias que te piden tres mil palabras. A otras les hacen falta cien mil.  El secreto está en saber escucharlas.


Otra. En el eterno debate entre forma y fondo, ¿qué te interesa más? ¿Qué cuentas o cómo lo cuentas?


Me interesan las dos cosas; al fin y al cabo, la una existe en función de la otra. No recuerdo haber leído nunca un relato que fuera pura forma o puro fondo. Dicho eso, y ahondando un poco más en la pregunta, tiendo a pensar que, a estas alturas del siglo XXI, lo que de verdad diferencia a unos autores de otros no es tanto las historias que cuentan —¿Qué se puede contar hoy que no hayan contado antes Shakespeare, Cervantes, Faulkner o Juan Rulfo?— como la forma en que lo hacen, la voz que usan para contar el mundo.


Sobre el autor


Rubén Abella es doctor en Filología Inglesa por la Universidad de La Rioja y ha cursado estudios de postgrado en las universidades de Tulane (Nueva Orleans, Estados Unidos) y Adelaida (Australia). Su primera novela, La sombra del escapista, recibió en 2002 el Premio de Narrativa Torrente Ballester y con su segunda, El libro del amor esquivo, resultó finalista del Premio Nadal en 2009. En 2007 No habría sido igual sin la lluvia mereció el Premio Mario Vargas Llosa NH de Relatos, feliz incursión en el género del microrrelato que quedó revalidada en 2010 con Los ojos de los peces. Sus tres últimas novelas son Baruc en el río (2011), California (2015) e Ictus (2020).

Rubén Abella compagina la escritura con la fotografía y la docencia. Ha impartido cursos y conferencias sobre diversas materias en universidades de todo el mundo y es profesor de la Escuela de Escritores y de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid.



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