Jacqueline Harpman: una memoria en busca de testigos
Alianza Literaturas. 192 páginas
Papel: 18,00€ Electrónico: 11,99€
Jacqueline Harpman fue una novelista y psicoanalista belga de origen judío. Aunque apenas han pasado diez años de su muerte, y pese a haber sido reconocida con premios de envergadura como el Médicis (1996), su memoria ya amenaza con extinguirse: para el mundo hispanohablante es prácticamente desconocida. La publicación de YO QUE NUNCA SUPE DE LOS HOMBRES en la colección Alianza Literaturas, con traducción de Alicia Martorell, viene a llenar este vacío.
En un futuro cercano, en un planeta irreconocible, cuarenta mujeres son mantenidas en una jaula custodiada por silenciosos hombres uniformados. La más joven de ellas, la única que no recuerda cómo era el mundo antes de la catástrofe, narra este relato inquietante y se pregunta sobre lo que nos hace humanos. Mientras, va descubriendo las emociones esenciales: la nostalgia, el amor, la amistad y la muerte. Los años pasan en esa cárcel subterránea hasta que un día los guardias desaparecen, y las mujeres consiguen salir al exterior. Entonces comenzará una errancia en busca de sentido por una tierra baldía, en un mundo sin pasado ni futuro. Jacqueline Harpman (1929-2012) fue una novelista y psicoanalista belga de origen judío, cuya obra fue galardonada con el Premio Médicis y traducida a varios idiomas. Parte de su familia fue asesinada en Auschwitz, y la experiencia del antisemitismo que sufrió en carne propia inspiró el escenario postapocalíptico de esta novela inusual, que indaga sobre la dignidad y la dificultad de permanecer humanos frente al sufrimiento, en un relato conmovedor, fantástico y terrible.
Moi qui n’ai pas connu les hommes fue publicada originalmente por Stock en 1995. En la escritura de esta novela resuena el hermetismo de Clarice Lispector, la crudeza de Agota Kristof y la profundidad psicológica de Kafka. Narra el destino de cuarenta mujeres encerradas durante años en una jaula bajo tierra, custodiadas por unos silenciosos hombres uniformados. La única comunicación entre ellos y las presas es un látigo que blanden cuando su conducta se desvía: si no comen cuando tienen que comer, si no duermen cuando es hora de dormir o si intentan el suicidio, faltando a su aparente obligación de vivir carentes de esperanza y de morir, de manera natural, sin volver a ver la luz del sol.
Sabemos de ellas a
través de la más joven del grupo, la única que no conserva ningún
recuerdo de la vida previa al aislamiento. «Mi memoria empieza con
la ira», revela, mientras reflexiona sobre cómo es crecer privada
de todas las experiencias que nos hacen humanos. Un día, sin
embargo, una alarma interrumpe a los guardias en el momento en que
abren la puerta de la jaula e inmediatamente desaparecen. Las mujeres
consiguen salir al exterior. Entonces comienza una errancia en busca
de sentido por una tierra baldía, en un planeta sin pasado ni futuro
que ni siquiera parece ser el suyo.
Nadie gana en esta
novela. No hay enemigos, ni siquiera los hombres, sobre los que la
protagonista se interroga con ternura, erotismo y curiosidad
antropológica. Tampoco sabemos nada de la catástrofe que las ha
llevado hasta allí. Sí hay amistad y amor entre las mujeres, y un
sentido de supervivencia que las hace reinventar lo más antiguo y
esencial de la humanidad en torno a un fuego, a un canto, la
construcción de un hogar o el duelo por alguien a quien se ha amado.
Sobre la autora
Jacqueline Harpman nació
en Etterbeek, un municipio de Bruselas, en 1929. Su padre era judío
y, por esa razón, cuando la Segunda Guerra Mundial extendió sobre
Europa la amenaza nazi, su familia decidió emigrar a Casablanca,
Marruecos.
En esta ciudad y, especialmente, en la biblioteca
municipal, Jacqueline Harpman se encontraría con sus dos grandes
pasiones: la literatura francesa y el psicoanálisis. «A los catorce
años descubrí a Freud» —cuenta—, «y tuve la completa
convicción de que me convertiría en novelista y psicoanalista».
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